Fuego mágico (30 page)

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Authors: Ed Greenwood

BOOK: Fuego mágico
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—Sí. Mal.

Torm asintió con la cabeza:

—Lo más prudente sería reunir a los guardias, organizar un gran fregado... Mira, tienen una de esas cuerdas mágicas que trepa por sí sola. Para cuando quisiéramos despertar a todo el mundo, ellos habrían hecho ya mucho daño.

Rathan estaba ya poniéndose en pie:

—Quieres divertirte, es lo que quieres decir. De acuerdo pues, vayamos. —Su maza brilló a la pálida luz de Selune cuando la levantó en el aire—. No te vayas a caer ahora —advirtió—. No estaría nada bien que un sacerdote de Tymora se lanzase sobre ellos con la ferocidad de un león rabioso, pero solo.

—Sígueme, si puedes —replicó Torm precipitándose de repente en una carrera de casi aterradora velocidad. Rathan sacudió la cabeza y salió tras él.

Laelar iba el tercero en la cuerda. Vigilaba estrechamente mientras el adepto en cabeza miraba con cautela en una ventana. Si se levantara la alarma ahora, antes de que pudieran poner pie dentro, las cosas podrían ir bastante mal. Eructó para aligerar su tirante estómago, sabiendo que el silencio mágico amortiguaría el sonido, pues llevaba una segunda piedra portadora de un sortilegio de silencio. No se oía el menor ruido por ninguna parte. Arriba, la luna brillaba despreocupada.

Entonces hubo un violento tirón en la cuerda y el guerrero que precedía inmediatamente a Laelar perdió su asimiento y cayó de lleno sobre el Martillo de Bane con un silencio que sólo podía ser cosa de magia.

Torm se precipitó derecho hacia los dos guerreros. Sus espadas esperaban ya dispuestas para atravesarlo, pero él se arrojó con fuerza al suelo delante de ellos, dio una voltereta y, con un salto mortal, se elevó por el aire y golpeó hacia abajo las puntas de sus espadas en su caída. Rathan se inclinó desde arriba con su maza brillando a la luz de la luna, y asestó un golpe con toda su fuerza. El hombre tocado se derrumbó, con el cuello hecho astillas, y cayó hacia un lado obligando a su compañero a apartarse de un salto para evitar quedar atrapado bajo su peso.

Torm, en el suelo, apresó las piernas del guerrero entre las suyas y tiró con fuerza hacia un lado. El hombre se fue irremediablemente a tierra agitando sus brazos y su espada, y Rathan asestó otro pesado golpe con su maza. Luego giró en redondo para ver si alguno de los que subían por la cuerda se hallaba lo bastante cerca para atacarlos, pero el aterciopelado silencio había eclipsado cualquier tipo de indicio sonoro. Sólo se veía al hombre que esperaba al pie de la cuerda, que se había vuelto alarmado. Torm arremetió contra él como un viento oscuro en la noche y lo estampó contra el muro detrás de la cuerda. Su cuchillo brilló una y otra vez mientras caían juntos.

Rathan corrió hacia la cuerda y, viendo con satisfacción que Torm se levantaba, se dio una vuelta en la mano con ella para asirla con firmeza y tiró. Al instante la soltó y se echó atrás, justo a tiempo para ver dos cuerpos con cota de malla estrellarse juntos. Rathan volvió a la carga con su maza. Tymora le sonreía, sin duda, o de otro modo no habría sido tan fácil.

Pero no lo era. Uno de los dos que habían caído todavía se movía. Torm se arrojó hacia él como un gato, con la daga en la mano, y se encontró de golpe con una especie de bastón negro que, surgido aparentemente de la nada, lo sacudió de la cabeza a los pies. Se tambaleó hacia atrás sin el menor ruido, y entonces entró Rathan.

El bastón batió a la maza. Rathan sintió la sacudida a lo largo de su brazo y se estremeció... ¡magia! «Por todos los dioses, ¿qué esperabas?», se dijo, y golpeó otra vez. El golpe fue parado y la fuerza del contragolpe lo empujó para atrás. Otro hombre descendía por la cuerda ahora; un guerrero con espada esta vez. Rathan y Torm avanzaron juntos hacia él, con cautela.

Hubo una confusión de golpes, empujones y contorsiones y los enemigos volvieron a separarse. Torm arrojó varias dagas al hombre de pelo rizado con el bastón, más con la intención de impedirle cualquier acción mágica que de herirlo. Todas ellas se desviaron antes de alcanzar su objetivo. El otro enemigo, el guerrero, se arrancó algo del cuello y lo arrojó por encima del hombro de Torm.

El mundo estalló en llamas, y Torm y Rathan salieron despedidos hacia adelante en medio de aquel terrible silencio. Una cortina de arrasadoras llamas pasó por encima de ellos. Sus contendientes retrocedieron contra la pared de la torre ante el calor abrasador. La cuerda, que aún se mantenía erguida por sí sola, se ennegreció pero no se quemó. Torm se quedó mirándola mientras caía de rodillas medio asfixiado y con su cara desencajada en un grito insonoro.

Laelar se tambaleó hacia adelante con su bastón levantado para golpear.

Una figura larga y delgada llovió de en medio de la noche con los pies por delante. El Martillo de Bane recibió el impacto en su cuello y garganta y salió rodando de espaldas como un juguete de niño; el bastón negro se desprendió de su mano dando tumbos cuando él chocó contra el suelo. Sharantyr, con la túnica mojada pegada a su cuerpo, aterrizó sobre sus hombros tras el golpe devastador y, dando una vuelta de campana en el suelo, se levantó a tiempo para encarar al guerrero.

Allí de pie esperó, con las manos extendidas pero completamente desarmada, el avance de la espada. De pronto, se dio cuenta de que podía oír el roce de la hierba mojada bajo los pasos de su enemigo y el quejido de Torm que yacía en el suelo al lado de ella. El conjuro de silencio se había disipado. La luz se hizo de pronto en torno a ellos y, por el rabillo del ojo, Sharantyr vio a Rathan luchando por ponerse en pie un instante antes de que el guerrero de Bane cargara. Alguien —ella no tuvo tiempo de ver quién— cayó pesadamente desde la oscuridad de arriba y se estrelló contra el suelo al pie de la cuerda con un golpe sordo. El guerrero continuaba avanzando hacia ella.

—¡Muere, perra! —le oyó susurrar mientras le lanzaba una estocada con su espada. Ella se echó para atrás, sintiendo la punta del arma rozar sus costillas mientras caía. Maldijo débilmente al tocar el suelo y rodó con desesperación hacia su izquierda... hasta chocar con Torm. «Oh, dioses —pensó—, esto es el fin.» Y se retorció sobre sí misma tratando de levantar sus pies para repeler a la mortífera espada.

Pero ésta nunca vino. Se oyó un sólido y macizo golpe sordo a su derecha, gruñidos y el violento restallar de metal contra metal y, por fin, el sonido de un cuerpo pesado que se desplomaba en el suelo.

Entonces, una voz muy débil dijo en un susurro a su lado:

—Buena señora, me temo que estáis tumbada encima de mi brazo. Aunque casi merece la pena, por la vista...

Sharantyr no pudo contener una amplia sonrisa.

—Lo siento, Torm —dijo con una mueca mientras se dejaba caer hacia un lado y se apartaba de él. Mirando a ras de la pisoteada hierba, vio a un ennegrecido y chamuscado Rathan recogiendo el bastón negro con aire pensativo. Lo levantó y lo descargó contundentemente contra la nuca del guerrero; y después dio unos rápidos golpecitos con él en el yelmo del sacerdote. Luego miró hacia arriba.

Mourngrym se asomaba por la ventana, con Jhessail a su lado, varita en mano.

—¿Todo bien? —preguntó.

Los de abajo sacudieron la cabeza en muda respuesta y, enseguida, guardias y acólitos de los templos despertados con premura se congregaron en torno a ellos.

—No matéis a ése —dijo Rathan desfallecidamente señalando al sacerdote—. Mourngrym querrá interrogar a alguien acerca de todo esto, y yo preferiría que no fuese a mí —y entonces se desmayó, dejando por unos momentos a un lado su maza y sus preocupaciones.

El amanecer era claro y helado, a pesar del naciente sol que brillaba esplendorosamente sobre las Montañas del Trueno allá arriba. La pequeña partida de seguidores del Culto del Dragón trepaba las últimas alturas de un sendero familiar y contemplaba atónita la gran destrucción que se abría ante sus ojos. Donde antes se elevaba un sólido torreón abandonado, sobre las galerías que conducían a la guarida del inmortal dragón Rauglothgor, había ahora un inmenso agujero redondo de roca caída. Aquí y allá brillaban monedas de oro a la luz de la mañana.

—Que los Dragones Muertos se despierten —murmuró Arkuel alarmado.

Malark ignoró la blasfemia, inmerso en su propia sorpresa y su rabia repentina. Era tal y como aquellos cobardes habían dicho. La muchacha —u otros, aunque ya no había razón para dudar de su relato ahora que habían visto esto— había hecho volar en pedazos la cima de la montaña. El poderoso Rauglothgor, su tesoro, las cavernas de almacenamiento y todas las armas y provisiones excedentes de los seguidores almacenadas allí habían desaparecido. Aquello era magia, semejante a la que los dioses debían de haber derramado por todas partes con descuidado poder cuando el mundo era joven. Oh, sí, una docena de archimagos que dispusieran de tiempo suficiente podían provocar semejante resultado sobre murallas desprovistas de magia y de toda defensa... Pero, ¿una muchachita, sola e inexperta, en medio de una batalla?

Malark se quitó los guantes sin saber para qué. Un enemigo formidable, en efecto, si era capaz de hacer esto al gran Rauglothgor. No obstante, ella debía morir. El honor del culto, de Sammaster, el Primer Orador, ahora convertido en polvo en una ciudad en ruinas, y de Rauglothgor, ahora destruido, lo exigía. «La seguridad de todos nosotros, los que quedamos —añadió para sí mismo—, también lo requiere.»

Malark, Archimago del Púrpura, delgado y cruel, se sentó más rígido que nunca en su silla de montar y miró a su alrededor con unos fríos ojos negros. Señalando a las monedas desparramadas a sus pies, dijo:

—Recoged ésas..., todas las que haya. Recuperad el tesoro perdido de Rauglothgor. —Entonces desmontó y, con su capa bailando en el viento, caminó hasta el borde del cráter para observar la roca desmenuzada. «Por todos los dioses», pensó estremecido. La montaña entera hecha pedazos. Y, mirando los fragmentos de roca, del tamaño de una mano, recordó la torre sobre el risco, tal como la había visto la última vez que había estado allí, y sacudió la cabeza. Lo estaba viendo, pero apenas podía creerlo todavía. Y sin embargo él, Malark Himbruel, debía levantarse contra el poder que había hecho aquello, y derrotarlo.

Si él no podía, ¿quién más iba a hacerlo? Estaban los vampiros, sí, pero los vampiros eran cosas arriesgadas. En realidad, sólo se servían a sí mismos; y eran como el vino de Elversut: no aguantaban bien los viajes. Había otros magos menores entre los rangos de los seguidores, sí, pero no se atrevía a dejar a uno así triunfar sobre un importante enemigo. Su propia posición en las filas del Púrpura podría verse amenazada.

él no era bien querido, lo sabía. Los otros —que, en su mayoría, odiaban y temían toda magia que no pudieran controlar con sus manos, aquella que no estaba encerrada en los artificios que ellos podían manejar y entender o que no provenía de un dios que estableciese unas reglas estrictas para su uso— no tardarían nada en reemplazarlo si tenían a mano otros magos más controlables. Por supuesto, enseguida descubrirían que no habían hecho más que cambiar un arma peligrosa por otra... Pero, para entonces, ya sería demasiado tarde para Malark el Poderoso. ¿Cómo sería? ¿Veneno? ¿Un cuchillo mientras dormía? ¿O un duelo de magia? No, este último era demasiado arriesgado, a menos que antes lo drogasen y preparasen el duelo en contra de él permitiendo que los artificios de poder o de magia defensiva de su oponente fuesen arreglados con antelación; de otro modo, Malark podría ganar. El Púrpura se volvería rojo entonces, de hecho.

Había diez hombres que no eran magos en el Púrpura: Salvarad, el sacerdote renegado de Talos, personalmente el más peligroso de todos ellos; Naergoth, su caudillo de guerra; siete mercaderes-guerreros, patanes sanguinarios todos ellos, y Zilvreen, el pequeño y rastrero maestro ladrón de hablar empalagoso. Todos ellos estarían pendientes del menor error que Malark Himbruel pudiera cometer en este asunto. Estarían al acecho. Malark soltó mentalmente unas cuantas maldiciones contra aquella misteriosa muchacha y resolvió buscar a alguien que hubiese visto con sus propios ojos lo que ella había hecho en la refriega. ¡Tenía que saber cuál era el secreto de todo este poder!

Malark no dejó que nada de esto se delatase en su rostro mientras observaba a los guerreros agachándose entre las rocas.

—Ya basta, Arkuel —ordenó—. Tú y Suld, venid conmigo. Todos los demás que se queden a buscar todo el tesoro, los restos del gran Rauglothgor y cualquier otra criatura muerta que encontréis, y llevadlo todo a Oversember —y, volviéndose de espaldas a ellos, comenzó a elaborar un conjuro rastreador de Tulrun.

«La muchacha que destruyó este lugar», ordenó Malark con firmeza; y, al instante, se hallaba en el sendero que descendía hacia el extremo norte del espolón rocoso donde había estado el torreón abandonado. Enseguida, el aire comenzó a iluminarse en torno a él y la luz se extendió hacia el norte, sendero abajo, hasta adentrarse en los árboles del valle. Muy bien.

—¡Arkuel, Suld! —ordenó, y llevó su caballo sendero abajo sin mirar atrás.

Mirar atrás es algo que un miembro del Púrpura normalmente no se puede permitir.

El Asiento de Bane se alzaba tan vacío como siempre. El macilento Alto Imperceptor levantaba sus ojos hacia él con temor, como hacía siempre; temor a que el propio Príncipe Negro pudiera un día sentarse en él. El cabeza de la iglesia de Bane suspiró y ocupó su propio asiento. Hizo sonar el pequeño gong que había junto a su trono con la Maza Negra de Bane, manejando la gran arma con una delicadeza que sugería una fuerza y habilidad sorprendentes en alguien tan flaco y macilento. Un sacerdote mayor entró a toda prisa y se arrodilló ante el trono.

—Levántate, Kuldus —dijo el Alto Imperceptor—. Las noticias deben de haber llegado ya a estas alturas. Dime.

El sacerdote asintió con la cabeza.

—Todavía no hay noticia alguna de Laelar, Temido Señor, ni de ninguno de los que lo acompañaban —comenzó—, pero Eilius acaba de llegar del castillo de Zhentil y dice que Manshoon ha estado ausente de la ciudad desde la reunión que él despachó, de la cual ya te han informado. Los otros nobles lo buscan y ese rebelde, Fzoul, ha estado intentando ponerse en contacto con Manxam y los otros testigos. Los zhentarim están conspirando y murmurando como calishitas en todo lo que va del día.

La sonrisa del Alto Imperceptor iluminó su rostro como si se hubiera encendido una lámpara dentro de él. Se levantó de su asiento y ordenó:

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