Authors: Ed Greenwood
Narm lo miró parpadeando.
—Allí, entre las rocas —dijo señalando con la mano, pero ésta se movió con incertidumbre buscando los pies de Symgharyl Maruel, que no distinguía.
—Sí —asintió Merith muy serio—. Eso es lo que pensábamos.
—¿No está? —preguntó Narm atónito.
—No está en ninguna parte de esta cueva —dijo con calma Florin—. Ni tampoco entre los cuerpos que hay a la entrada.
—Entonces... ¿dónde está? —preguntó Narm con su mente todavía ocupada en Shandril, el fuego mágico y salchichas.
—Me temo —le dijo el líder de los combatientes— que no tardaremos mucho en saberlo.
La mandíbula le dolía de un modo terrible. Aquella pequeña maldita se la había roto, así como a su brazo, y era probable que también su mejilla. La mejilla estaba tan hinchada que el ojo izquierdo lo tenía casi cerrado. Symgharyl Maruel podía todavía susurrar conjuros e invocar palabras, sin embargo, y pronto haría pagar a aquella fregona lo que le había hecho. Lo pagaría y caro; le fundiría las piernas con el fuego de su varita mágica favorita, y después los brazos, y la emprendería con ella con un cuchillo. ¡Ah, gritaría y suplicaría... hasta que le cortase la lengua! Symgharyl Maruel soltó una ahogada carcajada y la cara se le desencajó en una mueca por el dolor que esto le produjo en la mandíbula. ¡Los dioses escupan sobre esa pequeña ramera!
Symgharyl Maruel se puso en pie con esfuerzo y cruzó la cueva donde tenía su refugio con paso vacilante. Demasiado vacilante. ¡Dioses, qué dolor! Se recostó abatida contra los estantes que contenían sus libros de magia. Era inútil. No podía estudiar el arte con este dolor. ¿Dónde estaban esas tres veces malditas pócimas?
¡El baúl! Naturalmente. Avanzó agarrándose a los estantes con una prisa frenética, se dejó caer de rodillas junto al baúl y, tras un nervioso manoseo, lo abrió con su brazo bueno. Cuidado, ahora; las adecuadas... Buscó entre las numerosas redomas una con cierta inscripción. No tendría ninguna gracia equivocarse ahora. Nunca creyó que llegaría a necesitar estas pócimas, guardadas allí con todo cuidado desde hacía tanto tiempo... «Si uno juega con fuego —pensó con aflicción—, debe esperar salir quemado. Pero, ¡una nadería de muchacha! ¡Y con una piedra!» Soltó un rabioso rugido por su ensangrentada boca, que acabó en otra mueca de dolor. ¡Maldita sea! ¿Nunca se libraría de él? Nunca, en efecto, si no tomaba las pócimas. «Agudiza bien tu ingenio, Symgharyl Maruel —se dijo—. ¿Quién sabe si alguno de ellos no conseguirá seguirme hasta aquí?» Era una cueva sellada contra conjuros, sí, pero no para un rastreador de conjuros.
¡Ahí está! ésa es. Y ésa. Sacó con cuidado las preciadas redomas y, apretándolas con firmeza contra su pecho, se arrastró por el suelo hasta un montón de cojines donde solía acostarse y estudiar. ¡Al fin!
El líquido tenía un sabor acuoso y helado en su lengua, con un resabio a hierro y un olor vago y extraño. Symgharyl Maruel se tendió boca arriba y sintió el relajante efecto balsámico de la pócima extendiéndose desde su garganta en una lenta, hormigueante y deliciosa oleada a través de su pecho, hombros y brazos. El acribillante y rabioso dolor de su brazo disminuyó hasta convertirse en una apagada palpitación. ¡Ah, qué bien! Ahora, la segunda. Su mentor de mucho tiempo atrás era un tonto sentimental, pero conocía unos cuantos trucos. Era él quien había insistido en que guardara estas pócimas... que no había utilizado hasta ahora.
Bien; pues aunque él mismo viniese a la guarida de Rauglothgor y se irguiese contra ella, no podría salvar ni a la pequeña ladrona ni al inútil ignorante de aprendiz que había intentado protegerla. Había visto a otro en la caverna —un druida, por su atuendo— cuando había vuelto en sí y sentido aquel hedor a carne quemada a la entrada de la cueva, y los otros dos ya no estaban. Sin duda, Rauglothgor había asado a algunos de los imprudentes aventureros que lo habían desafiado. Tal vez la ramera esa estuviese muerta también, pero no lo creía probable. Rauglothgor estaba interesado en ella. «Bien, peor para ella», pensó Symgharyl Maruel con crueldad. Quizás el dracolich se interesara por su cadáver.
El dolor casi había desaparecido. Podía volver a pensar, y trazar planes. Abandonó los cojines y se puso en pie, y entonces pudo apreciar sus rasgadas vestiduras. Calzones y botas, ¡eso era!, y una capa corta. Montaría un dragón, si todo iba bien, y llevaría varitas, anillos y también pócimas. Los aventureros siempre eran un problema, a menos que una llevase consigo las suficientes artes para dominar cada uno de sus ataques. Ellos no le darían una segunda oportunidad.
Symgharyl Maruel inició el complicado ritual de trasponer los mágicos y monstruosos guardianes de su escondrijo de bruja. Habría ríos de sangre, desde luego.
Lejos de allí, en una alta caverna dentro de una montaña, otro dracolich estaba sentado sobre una enorme cantidad de oro, y ante él se arrodillaban tres hombres con armadura. Su voz era como un poderoso siseo en el que se mezclaban el eco de martillos golpeando metal y el silbido del viento contra enormes alas de piel curtida. Miraba a los hombres que tenía ante él con unos ojos que flotaban en oscuras cuencas y desprendían un paralizante resplandor blanco. Era un gigantesco dragón azul, inmenso y terrible, cuyas escamas brillaban a la estriada luz de las antorchas que los hombres habían llevado consigo.
—Tesoro, sssí, buen tesoro —dijo—. Como sssiempre. Pero,
sssólo
puedo jugar con tesorosss. Amontonadlo aquí, amontonadlo allí... como hacéisss con todo. Me aburro cada vez másss. Me aburro más allá de todo remedio. ¡Nunca me entretenéisss! ¿Qué noticiasss hay del mundo exterior?
—¡Están despojando la guarida de un dracolich! —resonó una nueva voz—. ¡El culto necesita de tu gran fuerza, oh Aghazstamn!
El dragón irguió su cabeza de puntiaguda cresta con un gran siseo.
—¿Quién esss? —inquirió.
Las espadas centellearon cuando los esbirros se pusieron en pie y se volvieron para buscar al intruso. No tuvieron que buscar muy lejos. Sobre un carruaje de hierro con paneles de oro engastado y marfil, medio enterrada en un mar de monedas de oro, se erguía una mujer vestida de negro y púrpura. Se erguía bella, orgullosa y sola, como si hubiera salido sencillamente de la nada. Por supuesto, así había sido.
Con todo, los guerreros del Culto del Dragón avanzaron hacia ella sobre las movedizas monedas de oro con intención de matarla. Entonces ella alzó una mano y, ante ellos, resplandeció la imagen del dracolich Rauglothgor con sus enormes alas esqueléticas extendidas de una a otra pared de la caverna. Aghazstamn siseó involuntariamente y extendió sus propias alas con una poderosa batida que esparció por el aire objetos preciosos y monedas como si fuesen gotas de lluvia e hizo caer del sobresalto a un guerrero, que rodó por la inclinada ladera de un montón de monedas. La imagen habló con una voz profunda y tonante:
—Shadowsil, maga del Culto del Dragón, comparece ante ti para servirte. Busca ayuda para alguien que no está acostumbrado a pedirla; para mí, Rauglothgor, de las Montañas del Trueno. Estoy sitiado por ladrones, y ellos han liberado a una balhiir que destruye mis conjuros. ¿Quieres ayudarme? ¡La mitad de mi fortuna es tuya, Aghazstamn, si vienes velozmente! Deja que la dama monte sobre ti. Puedes confiar en ella —y entonces la imagen se desvaneció muy despacio.
Symgharyl Maruel permaneció en tranquilo silencio, con los brazos cruzados sobre su pecho. Su arte había dado forma a la imagen que su anillo de dragones había creado. Ignoraba cómo se tomaría Rauglothgor lo de perder la mitad de su tesoro, ni tampoco le importaba con tal de que aquella fregona muriese.
Los guerreros del culto se habían detenido, espantados, ante la terrible aparición y ahora miraban al dracolich en espera de órdenes; sus espadas brillaban a la luz de las antorchas. Las alas de Aghazstamn descendieron poco a poco, la tensión de su cuello se relajó y su zigzagueante mirada permaneció fija en la maga.
—Eso no era real —dijo por fin—, pero a ti te conozco, pequeña cruel. Viniste otra vez a mí, no hace mucho tiempo, ¿no esss así?
—Así es, gran Aghazstamn. Yo traje tu tesoro hace catorce inviernos. Una de mis primeras tareas en el culto.
Las manos cruzadas de Symgharyl Maruel descansaban sobre los extremos de las varitas que llevaba enfundadas en ambas caderas. Sus ojos oscilaban sin descanso de los guerreros al dracolich y viceversa, pero su voz y sus maneras eran tranquilas y relajadas. Había recorrido un largo camino hasta llegar a ocupar su puesto en el culto y había ascendido alto y rápido; el miedo y la timidez eran lujos para los que rara vez tenía tiempo. Ahora, esperaba; era lo mejor que podía hacer.
—Así que... —el dracolich inclinó su gran cabeza hacia un lado y la miró, considerando su solicitud. él había sido orgulloso y grande en vida, y muy curioso. Había pensado mucho en los aspectos intrincados del arte y en la muerte, y así había llegado a aceptar la oferta del culto de morir y convertirse en inmortal.
Aghazstamn había aceptado siendo joven y se había perdido muchos años de volar alto y dar muerte a criaturas inferiores, de combatir con otros dragones en el aire y aparearse en silencioso rugir, volando juntos en las heladas alturas del cielo. Lamentaba todo lo que se había perdido. Y ahora había una llamada a la guerra, a abandonar su segura guarida y su rico tesoro para enfrentarse a enemigos... Enemigos, ¡ah! Castigar a humanos, humanos como aquellos que tenía ante sí moviendo sus diminutos colmillos de acero y organizando tanto alboroto. Remontar los altos vientos una vez más, ver las tierras extenderse a sus pies, sentir el frío mordisco del viento a su alrededor mientras criaturas inferiores huyen aterrorizadas allá abajo.
—Arrodíllate ante mí, Sssshadowsil, y jura que no te volverásss contra mí ni ayudarásss a Rauglothgor a alterar el trato pactado. Hazlo, y aceptaré.
Symgharyl Maruel se arrodilló entre las monedas, sobre la ornamentada parte superior de una carroza que una vez había llevado a jóvenes príncipes de Cormyr de caza por las tierras altas, antes de que algún dragón olvidado atrapara todo entre sus garras, caballos y sangre real, y remontara su alto vuelo. Tras ocultar su sonrisa en una servil reverencia, se vio recompensada por la poderosa voz que le dijo:
—Monta, puesss. ¡Guerrerosss del culto! ¡Guardad bien mi tesoro en mi ausencia, y procurad que no falte ni una sssola moneda a mi vuelta, ni ninguno de vosotrosss tampoco, o todosss responderéisss por ello! ¡Inclinaosss y jurad que obedeceréisss!
Los guerreros del culto, con miradas de temor a Symgharyl Maruel, así lo hicieron, y ésta desperdició un conjuro de vuelo en una bravata (o más bien, se dijo a sí misma, lo empezó un poco pronto; tenía intención de protegerse con él cuando volara sobre la espalda de Aghazstamn, en caso de caída en un combate aéreo o de traición por parte del gran dracolich). Voló por encima de ellos en medio de un mar de monedas amontonadas, barras de oro, piedras preciosas y armaduras labradas, hasta situarse ante la cabeza del dracolich. Hizo a éste una nueva reverencia bajando los ojos, pues siempre es arriesgado cruzarse con la mirada de un viejo y sabio dragón, aun cuando uno sea un gran mago. Y más peligroso es todavía sumergir la mirada en las espantosas órbitas flotantes y titilantes de un dracolich. Lentamente, voló hacia arriba describiendo un nítido arco para aterrizar con suavidad sobre una vértebra de su espina dorsal situada entre las alas.
—Gracias, gran dracolich —dijo Symgharyl Maruel mientras sacaba unos guanteletes de su cinturón, se colocaba las varitas en los muslos para una mayor rapidez de manejo y se parapetaba tras una aleta de la que se agarró una vez puestos los guanteletes.
—No, pequeña —fue la silbante respuesta—. Graciasss a ti.
Las grandes alas se juntaron verticales por encima de ella y, con una poderosa batida, el dracolich despegó con un gran salto hacia arriba y se perdió en la oscuridad. El pozo de salida de su guarida se retorcía y se doblaba sobre sí mismo para atrapar y disuadir a los intrusos voladores, pero Aghazstamn lo conocía muy bien. Las grandes alas batieron dos veces, en los precisos espacios donde podían abrirse en toda su extensión. De pronto se hizo la luz del día e irrumpieron en el espacio abierto con un veloz y estrepitoso planeo que se fue curvando hacia arriba hasta convertirse en un vuelo vertical. El gran dracolich soltó un rugido que los picos circundantes devolvieron en forma de eco y rodó hasta el Borde del Desierto para luego regresar a través de las Montañas de la Boca del Desierto, donde antiguamente había estado el reino de Anauria antes de que el Gran Mar de Arena barriese su grandeza y el lugar pasara a llamarse Anauroch.
—¿Dónde está esa guarida que buscamosss? ¿En las Montañasss del Trueno? —siseó la poderosa voz a Symgharyl Maruel. ésta no intentó responderle a gritos contra un viento que silbaba con fuerza en sus oídos, sino que utilizó su anillo del culto para hablar a la mente de Aghazstamn:
—Sí, gran dracolich. En el lado oriental de la cordillera, sobre el lago Sember.
—¡Ah, sssí! ¡Agua de Elfo Menudo! La conozco.
Shadowsil hizo una mueca pero logró contener su risa. ¿Agua de Elfo Menudo? Sin duda. Y había por cierto un elfo entre los aventureros que habían atacado la caverna cuando ella estaba interrogando a la fregona ante Rauglothgor. Bien, ¿quién sabe lo que depara el futuro y que los dioses son capaces de ver?
Sobre la espalda del potente dracolich azul, volaba hacia la guarida de Rauglothgor para dar muerte a todos ellos. «Morid todos, y dejad que Shadowsil se eleve sobre vuestros huesos!»
No se dio cuenta de que había gritado esto en voz alta hasta que oyó las risas de Aghazstamn.
Una mujer, o un hombre, puede llegar a poseer muchos tesoros en la vida. Oro, piedras preciosas, un buen nombre, amantes, buenos amigos, influencia, alto rango..., todos los cuales son de valor. Todos ellos son codiciados. Pero, de todos ellos, te digo yo, los más valiosos son los buenos y leales amigos. Si tienes a éstos, apenas notarás la falta de todas las demás cosas.
La aventurera Sharanralee
Baladas y Sabiduría Antigua
de Una Carretera Polvorienta
Año de la Doncella Errante
—¡Tesoros! ¡Sí, tesoros para todos, para dar y vender! —resonó con alegría la voz de Rathan en el recién iluminado cráter donde muchos de los caballeros se agachaban para recoger tesoros—. ¡Más de cuanto puedas ser capaz de llevar, Torm «Dedos Avariciosos»!