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Authors: Gabriel Tarde

Tags: #Ciencia ficción

Fragmento de historia futura (5 page)

BOOK: Fragmento de historia futura
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Con infinitos cuidados fueron descendidas unas tras otras, fardo a fardo, a las entrañas de la tierra. Este salvamento del mobiliario humano se ejecutó con orden: toda la quintaesencia de las grandes bibliotecas nacionales de París, Berlín, Londres, reunidas en Babilonia, y luego refugiadas en el desierto con todo el resto, y hasta de todos los antiguos museos, de todas las antiguas exposiciones de arte e industria, estaba condensada allí, con considerables adiciones. Manuscritos, libros, bronces, cuadros... ¡Cuántos esfuerzos, cuántos pesares a pesar de la ayuda de las fuerzas extraterrestres, para embalar, para transportar, para instalar todo esto! Sin embargo, todo eso debía ser, en su mayor parte, inútil para aquéllos a los que se imponía tal tarea. Y no lo ignoraban, pues sabían que estaban condenados, probablemente, por el resto de sus días, a una vida dura y material, en la que su vida de artistas, de filósofos y de literatos no les preparaba en nada. Pero por primera vez, la idea de cumplir el deber había entrado en sus corazones y la belleza del sacrificio subyugó a esos aficionados. Se dedicaron a lo desconocido, a lo que aún no existe, a la posteridad hacia la que se orientan todos los votos de su alma electrizada, como todos los átomos del hierro imantado tienden hacia los polos. Así es como en un tiempo en que todavía no existían las patrias, en medio de un grave peligro nacional, un viento de heroísmo sopló sobre las ciudades más frívolas. Y por admirable que fuera, en la época a la que me refiero, ¿no resulta asombrosa esta necesidad colectiva de inmolación individual, cuando se conoce por los tratados de historia natural conservados, que unos simples insectos, dando el mismo ejemplo de previsión y abnegación, emplearan antes de morir sus últimas fuerzas en reunir unas provisiones inútiles para sí mismos, y sólo útiles más adelante a su naciente larva?

IV
LA SALVACIÓN

Llegó el día en que, habiéndose salvado del gran naufragio toda la herencia intelectual del pasado, todo el verdadero capital humano, los náufragos pudieron descender a su vez para no pensar más que en su propia conservación. Aquel día —punto de partida, como es sabido, de nuestra nueva era, llamada
saludable
— fue un día de fiesta. El sol, no obstante, como para que se le añorase, lanzó unos rayos supremos. Y al echar las últimas miradas a aquella claridad que no debían volver a ver, los supervivientes de la humanidad no fueron capaces de retener sus lágrimas. Un joven poeta, al borde de la fosa abierta para engullirlos a todos, repitió en el lenguaje musical de Eurípides, la despedida de Ifigenia moribunda a la luz. Pero fue sólo un instante de emoción muy natural, que pronto se trocó en un impulso de inefable alegría.

¡En efecto, qué estupor y qué éxtasis! Esperaban un sepulcro y abrieron los ojos ante las más brillantes y más interminables galerías de arte que pudieran divisar, en unos salones más bellos que los de Versalles, en unos palacios encantados en los que todas las inclemencias, la lluvia y el viento, el frío y el calor tórrido eran desconocidos; donde la innumerables lámparas, como soles por su resplandor, como lunas por su suavidad, esparcían perpetuamente, en las azules profundidades, un día sin noche. Cierto, aquel espectáculo estaba lejos de ser el que fue más adelante, pero la maravilla ya era grande; y es preciso, mediante un esfuerzo de imaginación, figurarse el estado psicológico de nuestros pobres antepasados, acostumbrados hasta entonces a las miserias, a las continuas incomodidades insoportables de la vida superficial, para concebir su entusiasmo a la hora en que, contando sólo con escapar por el más oscuro calabozo a la más espantosa de las muertes, se sintieron liberados de todo mal, al mismo tiempo que de todo temor. ¿Habéis observado, en el museo retrospectivo, ese extraño instrumento que nuestros padres llamaban paraguas? Reflexionad sobre lo muy molesto que resultaba tal instrumento en una situación que condenaba al hombre a emplear ese objeto tan ridículo. ¿Os imagináis ahora obligados a defenderos de las duchas gigantescas que os regaran inopinadamente durante tres o cuatro días seguidos? Pensad asimismo en los navegantes atrapados en medio de un ciclón, en las víctimas de una insolación, en los veinte mil indios devorados anualmente por los tigres o víctimas de las mordeduras de las serpientes venenosas, y a las personas alcanzadas por un rayo. No hablo de las legiones de parásitos y de insectos, de los ácaros y las filoxeras ni de los seres microscópicos que chupaban la sangre, el sudor, la vida del hombre, inoculándole el tifus, la peste, el cólera... En verdad, si nuestro cambio de estado exigió algunos sacrificios, no es ninguna ilusión proclamar que el peso de las ventajas resulta muy superior. ¿Qué es, en suma, al lado de esta revolución incomparable, la más famosa de las pequeñas revoluciones del pasado, hoy día tratadas desde tan alto y tan justamente por nuestros historiadores? Cabe preguntarse de qué modo los primeros habitantes de las criptas pudieron, ni un solo instante, añorar al sol, forma de alumbrado tan plagado de inconvenientes; al sol, esta luminaria caprichosa que se apagaba y se encendía a horas variables, resplandeciendo cuando así le acomodaba, eclipsándose a veces, velado por las nubes cuando más se le necesitaba, o cegando a la gente implacablemente cuando se ansiaba estar a la sombra. Toda las noches —¿se capta bien el alcance de este inconveniente?—, todas las noches, el sol le ordenaba a la vida social su interrupción, y la vida social se interrumpía. ¡Y la humanidad era hasta este punto esclava de la naturaleza! Y no lograba, ni siquiera soñaba en librarse de esta esclavitud que pesó tanto y tan inadvertidamente sobre sus destinos, sobre el curso contenido de su progreso. ¡Ah, bendigamos una vez más nuestro dichoso desastre!

Lo que disculpa o explica la debilidad de los primeros inmigrantes del mundo exterior es que su vida debía ser ruda y penosa a pesar de una notable suavización tras descender a las cavernas. Tenían que agrandarlas sin cesar y acondicionarlas a las necesidades de la antigua civilización y de la nueva civilización. No fue cuestión de un día; de sobras sé que el azar les sirvió felizmente, que tuvieron la suerte de descubrir en diversos sitios, al ensanchar sus túneles, unas grutas naturales de gran belleza, en las que bastó lograr el alumbrado habitual (totalmente gratuito como había previsto Milcíades) para hacerlas casi habitables: deliciosos
squares
engarzados y diseminados por el dédalo de nuestras calles brillantes, minas de diamantes esplendentes, lagos de mercurio, montones de lingotes de oro... Sé también que tuvieron a su disposición una suma de fuerzas naturales muy superior a todo lo que habían conocido las edades anteriores; y esto es bien comprensible: en efecto, si faltaban las caídas de agua, estaban ventajosamente reemplazadas por las más hermosas caídas de temperatura que los físicos hubieran podido concebir jamás. El calor central del globo, cierto, no podía ser por sí solo una fuerza motriz, lo mismo que no lo era antaño una gran masa de agua descendida por hipótesis hasta lo más abajo posible; es por su paso de un nivel más alto a otro más bajo que la masa de agua se convierte (o mejor, se convertía) en energía utilizable; es en su descenso desde un grado superior a otro inferior del termómetro, que el calor se convierte también en energía. Cuanto mayor sea la distancia entre los dos grados, mayor es la energía disponible. Y apenas descendieron a las entrañas del suelo, los físicos zapadores no tardaron en darse cuenta de que, situados de esta manera entre los focos del fuego central, especie de
bajos hornos
ciclópeos, lo bastante calientes para fundir el granito, y con un frío exterior suficiente para solidificar el oxígeno y el mercurio, disponían de las más gigantescas variaciones de temperatura y, además, de cascadas termales a cuyo lado todas las cataratas del Niágara y de Abisinia, no eran más que juguetes. ¡Qué calderas los cráteres de los antiguos volcanes! ¡Qué condensadores los glaciares! A primera vista debieron comprender que, por medio de algunos aparatos distribuidores de esa energía prodigiosa, tenían ya con qué efectuar todo el trabajo humano: excavación, ventilación, irrigación, barrido, locomoción, descenso y transporte de alimentos, etcétera.

Sé una cosa: sé también que, siempre favorecidos por la fortuna, amiga eterna de la audacia, los nuevos trogloditas jamás padecieron hambre ni carestía alguna; que cuando uno de sus yacimientos
subnevosos
de cadáveres amenazaba con agotarse, efectuaban algunos sondeos, algunos pozos en
alto
, y nunca dejaban de descubrir minas de conservas alimenticias de tal riqueza como para sellar los labios a los más alarmistas. De lo cual resultaba cada vez, según la ley de Malthus, un súbito crecimiento de la población y la perforación de nuevas ciudades subterráneas, más florecientes que las del pasado. ¡Y a pesar de todo, uno no puede por menos que sentirse confundido de admiración ante esta fuerza incalculable de valor e inteligencia empleada en tal obra y suscitada por completo por una idea que, surgida de un cerebro individual, de una célula de tal cerebro, de un átomo o de una mónada de esa célula, puso en fermentación a todo el globo! Lo que hubo de desprendimientos, de explosiones mortales, de muertos al principio de la magna empresa; lo que hubo de duelos sangrientos, de violaciones, de dramas lúgubres en aquella sociedad desenfrenada, aún no organizada, nunca se sabrá. La historia de los primeros conquistadores y los primeros plantadores de América, si pudiera narrarse en detalle, palidecería de forma singular al lado de ésta. Corramos un velo. Pero este colmo de horrores quizá fuera necesario para enseñarnos que en la convivencia forzada dentro de una gruta, no existe término medio entre la batalla y el amor, entre matarse y besarse. Empezamos por luchar y actualmente nos besamos. Y en realidad, ¿qué oído, qué olfato, qué estómago humanos habrían resistido por más tiempo el ensordecimiento y los humos de las explosiones de melinita bajo nuestras criptas, el hedor de nuestras carnicerías apiladas en unos espacios tan estrechos? Terrible, odiosa, sofocante más allá de toda expresión, la guerra subterránea acabó por ser imposible.

Sin embargo, es cruel pensar que duraba aún a la muerte de nuestro glorioso salvador. Es conocida la aventura heroica en la que Milcíades y su compañera perdieron la vida: ha sido pintada, esculpida, cantada, inmortalizada tan a menudo por los mejores maestros, que no es posible ignorarla. La famosa lucha entre las ciudades centralistas y las ciudades federalistas, o sea, en el fondo, entre las ciudades obreras y las ciudades artísticas, terminó con el triunfo de las últimas, y entonces estalló un conflicto aún más sangriento entre las ciudades liberales y las ciudades celulares, en el que las primeras pretendían que prevaleciera el amor libre, indefinidamente fecundo, y las segundas estaban por el amor prudentemente reglamentado. Milcíades, extraviado por su pasión, cometió el error de tomar partido por aquéllas, error disculpable que la posteridad le ha perdonado. Asediado en su última gruta —una fortaleza maravillosa—, y falto de víveres, pues los asaltantes habían interceptado el arribo de conservas, intentó un esfuerzo supremo: preparó una formidable explosión para derrumbar la bóveda de la caverna y abrir de este modo una salida hacia arriba por la que habría tenido la oportunidad de llegar a un yacimiento alimentario.

Su esperanza se desvaneció; la bóveda cayó, es verdad, dejando aparecer una caverna superior, la más colosal que hubieran visto, vagamente semejante a un templo hindú; y él, enterrado con Lydia bajo enormes bloques, murió miserablemente en el lugar donde hoy día se levanta su doble estatua de mármol, obra maestra del nuevo Fidias y sitio de cita frecuente de nuestros peregrinos nacionales.

De aquellos tiempos fecundos y conflictivos, de aquel fructífero desorden, ha resultado para nosotros una ventaja que nunca apreciaremos en su justa medida: nuestra raza, ya tan hermosa, se fortaleció y depuró más con tantas pruebas. Incluso desapareció la miopía bajo la prolongada influencia de un día suave para la vista y por la costumbre de leer libros impresos en grandes caracteres. Puesto que, a falta de papel, se escribía obligatoriamente sobre pizarras, sobre estelas, sobre obeliscos, sobre grandes muros de mármol, y esta necesidad, aparte de obligar a un estilo sobrio, contribuyendo a formar el buen gusto literario, impidió la reaparición de los periódicos, en beneficio de los glóbulos y los lóbulos cerebrales; entre paréntesis, fue una inmensa desgracia para la humanidad
antisalvación
poseer plantas textiles que permitían fijar sin molestia alguna, sobre trozos de papel sin ningún valor, todas las ideas frívolas o serias, amontonadas en revoltillo. Antes de grabar una idea sobre un panel rocoso, se tomaban un gran tiempo para meditar. Otra desgracia de nuestros primitivos antepasados: ¡el tabaco! Hoy día no fumamos, no se puede fumar. Y la salud pública funciona a maravilla.

V
LA REGENERACIÓN

No entra en el cuadro de mi rápida exposición narrar fecha a fecha las laboriosas peripecias de la humanidad en su instalación intraplanetaria, desde el año 1 de la Era de Salvación hasta el 596 en que redacto estas líneas con tiza sobre láminas de esquisto. Sólo quisiera destacar para mis contemporáneos que tal vez no lo sepan (puesto que apenas se contempla lo que se ve todos los días), los rasgos distintivos, originales, de esta moderna civilización de la que estamos tan justamente orgullosos. Ahora que después de muchos ensayos abortados, de muchas convulsiones dolorosas, ha conseguido constituirse de forma definitiva, es posible extraer netamente su carácter esencial. Consiste en la
completa eliminación de la Naturaleza viva,
sea animal, sea vegetal, con la sola excepción del hombre. De donde surge, por así decirlo, una purificación de la sociedad. Sustraída de esta manera a toda influencia del medio natural en el que se hallaba sumergida y constreñida, el medio social ha podido revelar y desplegar por primera vez su propia virtud, y aparecer con toda su fuerza, con toda su pureza, el verdadero lazo social. Es como si el destino hubiera querido ejecutar con nosotros, para su instrucción al colocarnos en unas condicion es tan singulares,
[6]
un prolongado experimento de sociología. Se trataba, hasta cierto punto, de saber qué sería del hombre social librado a sí mismo, pero abandonado a sí mismo, provisto de todas las adquisiciones intelectuales acumuladas por un largo pasado de genios humanos, aunque privado de la ayuda de todos los demás seres vivos, incluso de los semivivos, llamados ríos y mares, o llamados astros, y reducido a las fuerzas dominadas, pero pasivas, de la naturaleza química, inorgánica, inanimada, separada del hombre por un abismo demasiado profundo para ejercer sobre él, socialmente, cualquier clase de acción. Se trataba de saber lo que haría esta humanidad tan humana, obligada a extraer, sino sus recursos alimentarios, al menos todos sus placeres, todas sus ocupaciones, todas sus inspiraciones creadoras de su propio fondo. Se ha logrado la respuesta y al mismo tiempo se ha aprendido con qué fuerza inadvertida pesaban antaño la fauna y la flora terrestres sobre el progreso obstaculizado de la humanidad.

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