Fortunata y Jacinta (127 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—¿Pero no sabes que me voy mañana?

—¿Te vas?, ¿de veras? —con vivo desconsuelo—. Mal negocio. Buscando siempre la frialdad; huyendo siempre del calor de la familia.

—No, si aquí es donde no me quieren —manifestó Moreno con aire sombrío.

—¿Que no te queremos? Vaya con lo que sales... Tontín, no digas disparates.

—Mi vida está completamente truncada y rota. No hay manera de soldarla ya... Cree que si me quisieran yo me quedaría aquí, yo sería bueno, y por darte gusto a ti y a tus amigas, me haría muy religioso, muy amigo de Dios y de la Virgen; emplearía todo mi dinero en obras de caridad, protegería la devoción...

El asombro de la santa era tan grande, que no lo podía expresar. Abría la boca, maravillada, cual si presenciara un milagro.

—Pero de veras que tú... Mira, hijo, si quieres que yo crea en ese estado de tu espíritu, es preciso que me lo pruebes...

—¿Cómo he de probártelo?

—Vamos a ver —dijo la virgen y fundadora, con resolución—. ¿A que no haces una cosa?

—¿A que sí la hago?

—¿A que no te vienes conmigo a San Ginés?

—A que sí.

Levantose para tirar de la campanilla.

—Necesito verlo para creerlo —dijo Guillermina, echando de sus ojos chispazos de alegría—. Deja, yo llamaré a Tomás. El pobre chico no se habrá levantado todavía.

—Creo que sí... ¡Tom!...

—Yo te haré el té... Vamos, vete vistiendo.

Aquella salida matinal le agradaba, porque rompía las tediosas rutinas de su existencia.

—Vaya que si voy a la iglesia... —disponiéndose con actividad febril—. Y oiré todas las misas que quieras, y rezaré contigo... Dime, ¿no va Jacinta a esta hora a San Ginés?

—Hombre, tan temprano no. Un poco más tarde que yo, suele ir Bárbara.

—Pues me alegro de que seamos nosotros los primeros, los más madrugadores, los más impacientes por cumplir y santificarnos... ¡Tom!

El inglés entró, y a poco, cuando ya su amo estaba vestido, le trajo el té. Guillermina, sirviéndole el desayuno, le decía:

—Abrígate bien, que las mañanas están frescas. No sea cosa que por empezar tu vida nueva, vayas a coger una pulmonía.

—Mejor... Me he convencido de que vivir es la mayor de las sandeces —le dijo él, bajando la escalera—. ¿Para qué vive uno? Para padecer. El pobre de la pierna es el que lo pasa regularmente. Porque aquello no duele. Lleva su pierna por delante como si fuera una cosa bonita que el público desea conocer.

—Hay mucha miseria —observó la dama, tomando el tema por otro lado—, y los que tenemos qué comer nos quejamos de vicio. Mientras más padezcamos aquí, más gozaremos allá.

El misántropo no dijo nada a esto. Seguía tan pensativo.

—El mendigo de la pierna se irá al Cielo derechito, con su muleta, y muchos de los ricos que andan por ahí en carretela, irán tan muellemente en ella a pasearse por los infiernos. Yo le pido a Dios que me dé la más asquerosa de las enfermedades, y... no me quiere hacer caso; siempre tan sana. Paciencia; Él nos da siempre lo que nos conviene.

Tampoco a esto dijo nada Moreno. Entraron en San Ginés, y Guillermina se fue derecha a la capilla de la Soledad, a punto que empezaba la primera misa. Mientras esta duró, la ilustre dama, aunque no apartaba su atención del Oficio, pudo advertir que su sobrino estaba tras ella, cumpliendo con todo el ritual como cualquier devoto, arrodillándose y levantándose en las ocasiones convenientes. Pero a la segunda misa observole distraído e inquieto. Iba de un lado para otro, examinaba los altares y las imágenes como si estuviera en un museo. Esto la disgustó, y tal fue su incomodidad, que no se atrevió a comulgar aquel día, porque no se encontraba con el espíritu absolutamente sereno y limpio. Ya en la cuarta misa, el caballero aquel, no sólo se distraía sino que perturbaba la devoción de los fieles, pasando delante de los altares, donde se decía misa, sin hacer la más ligera genuflexión ni reverencia. «Tendré que decirle que se vaya —pensaba la santa—. Esa no es manera de estar en la iglesia».

Hallábase Moreno contemplando una imagen yacente, encerrada en lujosa urna de cristal, cuando sintió a su lado este susurro:

—Bonita efigie ¿verdad? Es el Cristo que sacamos en la procesión del Santo Entierro.

Volviose y vio a su lado a Estupiñá, calado hasta las orejas el gorro negro de punto, señalando la imagen con gesto de cicerone.

—La mortaja de fina holanda la bordaron las señoras Micaelas, y es regalo de Doña Bárbara. Escultura soberbia... y es de movimiento, porque le clavamos en la cruz o le
descendemos
según conviene.

Y como el caballero no le dijese nada, Plácido se alejó rezando entre dientes. Sentose en un banco, y desde entonces, sin dejar de atender a sus devociones, no le quitaba ojo al señor de Moreno, sin poder explicarse su presencia en la parroquia. «Es lo que me quedaba que ver —decía—, Don Manolo aquí... ¡Él, que no tiene religión! Es que gusta de ver las buenas imágenes... Por ahí empecé yo».

Menudo réspice le echó la fundadora a su sobrino cuando salieron.

—Pero, hijo, me has quitado la devoción con tus paseos por la iglesia. Ya decía yo que te habías de cansar.

—Pues tía, para primer día de curso, no puedes quejarte. Todo es empezar. Ya ves que oí una misita. ¿Qué querías? ¿Que fuera como tú? Te aseguro que me satisfizo el ensayo. Pasé un rato muy agradable, en un estado de tranquilidad que me ha hecho mucho bien. ¿Te quejas de que me paseaba por la iglesia?... Es que cuando uno va a hacer vida nueva, le gusta enterarse... Quería yo mirar bien las imágenes. Créelo; si siguiera en Madrid, me haría amigo de todas ellas. Me gusta verlas tan hermosas, con sus ropas de lujo y sus miradas fijas en un punto. Parece que están viendo venir algo que no acaba de venir. Las que nos miran parece que nos dicen algo cuando las miramos, y que efectivamente nos han de consolar si les pedimos algo. Comprendo el misticismo; lo veo claro... ¡Ay! Si yo me quedara aquí...

—¿Por qué no te quedas?... ¡Qué tonto! —le dijo la santa con desconsuelo.

—¡Imposible!... Me tengo que marchar... Y allá voy a estar muy triste; como si lo viera...

—Entonces... quédate. ¿Quieres que te dé una ocupación? Buena falta te hace. Te nombro sobrestante de mis obras, administrador de mis colectas y sacristán mayor de mi capilla nueva, cuando esté concluida.

Moreno se echó a reír con gana.

—¡Monaguillo mayor...! Lo aceptaría. Te juro que lo aceptaría... Me estoy volviendo enteramente infantil. ¡Monaguillo en jefe! Y yo encendería las velas, yo quitaría el polvo a las imágenes y las pondría tan guapas; ¡yo charlaría con las beatas...! No lo creerás; pero dentro de mí está naciendo algo que se compagina muy bien con ese oficio humilde.

—Si eres tú un buenazo. La ociosidad, lo mucho que te has divertido y el
esplín
inglés te ponen así. Y yo te juro que te aburrirás más si no vuelves a Dios tus miradas. Haz lo que yo, Manolo; dale un puntapié al mundo; hazte chiquito para ser grande; bájate para subir. Tú ya no eres pollo; tú no te has de casar ya. Ni te conviene el andar siempre de viaje, como una carta con el sobre mal puesto, que recorre todas las estafetas del mundo. Mujeres, ¿para qué sirven sino de perdición? Ten un cuarto de hora de arrojo, y ofrécele a Dios lo que te queda de vida. No es esto decir que te metas fraile: hay mil maneras de ganarse la dicha eterna. Oye lo que se me ocurre. ¿Por qué no dedicas tu dinero, tu actividad y todo tu espíritu a una obra grande y santa, no a una obra pasajera, sino a esas que quedan, para bien de la humanidad y gloria de Dios? Levanta de nueva planta un buen edificio, un asilo para este o el otro fin, por ejemplo, un gran manicomio en que se recoja y cuide a los pobrecitos que han perdido la razón...

—Tú tienes la manía de los edificios, y quieres pegármela a mí...

—Es lo primero que se me ha ocurrido. ¿Te parece mala idea? Un manicomio modelo, como los que habrás visto en el extranjero. Aquí estamos en eso muy atrasados. Harías una inmensa obra de caridad, y Madrid y España te bendecirán.

—¡Un manicomio! —dijo Moreno, sonriendo de un modo que le heló la sangre a su generosa tía—. Sí, no me parece mal. Y lo estrenaríamos tú y yo...

—5—

D
espidiose Guillermina a la puerta de la casa, para ir al asilo, y él subió. ¡Cosa más rara! Apenas se cansaba al acometer la escalera. Sentíase muy bien aquella mañana, el espíritu confortado, la palpitación muy adormecida, el apetito despierto. Al entrar en su casa, pidió más té, y mientras Tom se lo servía, le dijo en español:

—Mañana nos vamos. Haz el equipaje. Avisarás a Estupiñá... Que me haga el favor de venir, para que me traiga de las tiendas algunas cosillas. No puede uno ir de España a Inglaterra sin llevar a los amigos alguna chuchería que tenga color local.

Luego siguió hablando consigo mismo: «Es un mareo. Si no lleva usted panderetas con figuras de toros, chulos u otras porquerías así, se lo comen vivo. Veremos si encuentro algunas acuarelas. También necesito mantas, moñas de toros, y trataré de encontrar algún cacharro de carácter. No hay peor calamidad que ser amigo de coleccionistas». Estupiñá, que en aquella temporada frecuentaba el trato de Moreno, por haberle este confiado la administración de su casa de la Cava, se presentó dispuesto a llevarle todo el contenido de las tiendas de Madrid para que escogiese. Panderetas de las más abigarradas, abanicos y algunos cuadritos fueron llegando sucesivamente en todo el transcurso del día, y Don Manuel escogía y pagaba. Aquello le entretuvo agradablemente, y se reía pensando en la felicidad que iba a repartir entre sus amistades londonenses. «Esta suerte de picas con el caballo pisándose las tripas está pintiparada para las de Simpson, que son tan marimachos. Esta pandereta, con la chula tocando la guitarra, para
miss
Newton. Si ella viera los originales, ¡qué desilusión! Esta pareja del andaluz a caballo y la maja en la reja pelando la pava, para la sentimental y romancesca
mistress
Mitchell, que pone los ojos en blanco al hablar de España, el país del amor, del naranjo y de las aventuras increíbles... ¡Ah! Este Don Quijote reventando a cuchilladas los cueros de vino, para el amigo Davidson, que llama a Don Quijote
Don Cuiste
, y se las tira de hispanófilo... Bien, bien. De cacharros estamos tal cual. Estos botijos son horribles. Toda la cerámica moderna española no vale dos cuartos».

—A ver, Plácido, ¿serías tú capaz de buscarme un vestido de torero completo?... Lo quiero para un amigo que sueña con ponérselo en un baile de trajes... Estará hecho un mamarracho. Pero a nosotros no nos importa. ¿Podrás buscármelo?

—Pues ya lo creo —dijo Plácido, para quien no había nunca dificultades tratándose de compras—. ¿Usado o sin usar?

—Hombre, sin usar... En fin, como le encuentres...

Salió Estupiñá como si Mercurio le hubiera prestado sus alados borceguíes, y a poco entró el doméstico, a quien su amo tenía también ocupado en la busca de ciertos encargos. Tom se había aficionado mucho a los toros; no perdía corrida, y entre sus amigos contaba a varias eminencias del arte del cuerno. Por esto le dio Moreno el encargo de buscarle alguna moña, de las que guardan los aficionados como veneradas reliquias, y convenía que tuviesen manchas de sangre y muchos pisotones, con señales de la trágica brega. Muy desconsolado entró el inglés, diciendo que no encontraba moñas ni aun ofreciendo por ellas un ojo de la cara.

—Mira, chico —le dijo su amo—, no te apures. Puesto que no se encuentran moñas, llevaremos otra cosa. ¿Has visto por ahí, en el Prado y Recoletos, a un tío muy feo que lleva una cesta y en ella, puestos en cañas, formando como un gran árbol, multitud de molinillos de papel dorado y plateado y de todos los colores... ¿Sabes?, molinillos que dan vueltas con el viento, y que los niños compran por dos o tres peniques? Pues tráete una docena, los llevamos y decimos que esas son las moñas que se les ponen a los toros cuando salen a la plaza, brrrr... reventando al mundo entero con aquellos cuernos tan afilados... Y se lo creen... Si conoceré yo a mi gente.

Tom se reía; pero en su interior rechazaba aquella superchería por dos móviles de conciencia, el móvil de la rectitud inglesa y el de la formalidad del aficionado a toros. Con el fraude propuesto por su amo se cometían dos graves faltas, engañar a una nación y ultrajar el respetable arte de la Tauromaquia, el verdadero
sport
trágico. No sé qué se decidió de esto. En tanto Rossini llenaba la casa de abanicos y panderetas, y Moreno escogía y pagaba, entreteniéndose luego en envolverlos en papeles y en ponerles rótulos con el nombre del destinatario.

Había resuelto hacer muy pocas visitas de despedida, pretextando el mal estado de su salud. Después de almorzar, bajó al escritorio, y se ocupó de liquidar y poner en claro su cuenta personal. No intervenía en ningún negocio; y el trabajo de banca, que en otro tiempo le había gustado tanto, aburríale ya. Pero aquel día pareció que se le despertaban las aficiones, porque habló largamente de negocios con Ruiz Ochoa, recomendándole no dejase de interesarse en alguna subasta de pastas de oro para el Banco.

—Me parece que este año he de comprar algún oro... Bien podéis andar aquí con mucho pulso en eso de acuñar tanta plata, porque este metal va para abajo y ha de ir mucho más. Al precio que tienen aquí las libras, vale más expedir oro, y por mi parte, me he de llevar todo el que pueda.

En esto entró Ramón Villuendas, preguntando a cómo tomaban las libras, y la conversación vino a recaer sobre el mismo tema. Él estaba mandando oro y más oro...

—Este pico, dádselo a Guillermina —dijo Moreno al ver, en la cuenta de alquileres de sus casas, un sobrante con que no contaba.

Entraron otras personas y se habló de muy diferentes cosas. Mientras duró aquella conversación, pensaba Moreno si iría o no a despedirse de los de Santa Cruz. Si no iba, se ofendería quizás su padrino, y yendo, podían sobrevenirle contrariedades mayores, incluso la de arrepentirse del viaje y aplazarlo... No había más remedio que ir. ¿Pero a qué hora? ¿A la de comer? Titubeaba, y de vuelta a su casa, estuvo discurriendo un largo rato sobre aquel problema de la hora. «Adoptado un partido —se dijo—, lo mejor será que no la vea más en carne y hueso, porque lo que es en idea, viéndola estoy a todas horas. ¡Qué chiquillo me he vuelto!... En fin, tengo tiempo de pensarlo de aquí a mañana, porque lo que es hoy, no iré».

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