Fortunata y Jacinta (126 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Se agitó tanto, que tuvo que levantarse y ponerse a pasear. «Vaya que este mundo es una cosa divertida. Yo desgraciado; ella desgraciada, porque su marido es un ciego y desconoce la joya que posee. De estas dos desgracias podríamos hacer una felicidad, si el mundo no fuera lo que es, esclavitud de esclavitudes y toda esclavitud... Me parece que la estoy viendo cuando le dije aquello... ¡Qué risita, qué serenidad, y qué contestación tan admirable! Me dejó pegado a la pared. Tan pegado estoy, que no he vuelto por otra, y cuando preparo algo para decírselo, ¡anda valiente!... le digo todo lo contrario. Que se vuelva uno tan estúpido, es cosa que no me cabía en la cabeza. ¡Ay! Dios, si me muero, y el pensamiento vive más allá de la muerte, estaré viendo toda la eternidad esta carita graciosa, con su expresión celestial, estos ojos serenos y risueños, esta cabellera oscura con ráfagas blancas que le hacen tanta gracia... esta boca, que no habla sin que me duela el alma. ¡Pobre ángel!, su única pasión es la maternidad, sed no satisfecha, desconsuelo inmenso. Su pasión se me comunica y me abrasa; yo también quiero tener un hijo, yo también. ¡Si me parece que le estoy viendo!, si está aquí, en los linderos de la vida, mirándome, diciéndome que le traiga, y no falta más que traerlo. Vendría si ella quisiera. Tengo la seguridad de que vendría; es una idea que se me ha clavado aquí. Y yo le digo: «Por un niño, bien se podría dar la virtud...». ¡Ah!, no tener valor para decirle esto... ¿Pero cómo? ¡Si no hay palabra que se preste a decirlo!...».

La palpitación que sentía era tan fuerte que tuvo que sentarse. Se ahogaba. En la región cardiaca, o cerca de ella, más al centro, sentía el golpe de sangre, con duro y contundente compás. Era como si un herrero martillase junto al mismo corazón, remachando a fuego una pieza nueva que se acababa de echar.

«Esto es horrible. Si rompe, que rompa de una vez. ¡Ay de mí!... Si me quisiera, el corazón se me curaría; como que no es enfermedad lo que tiene, sino impaciencia... hormiguilla... ¿Qué habré hecho yo para ser tan desgraciado? Ahora caigo en la cuenta de que no me he divertido nunca. Todas mis aventuras han sido el deseo corriendo detrás del fastidio. ¡Y cree la gente que yo he sido un hombre feliz, que yo estoy enfermo de congestión de goces! ¡Estúpidos!».

Sin saber cómo ni por qué, ciertas impresiones de aquel día se reprodujeron en su mente. Entre ellas la menos fugaz fue esta: Por la mañana, entrando en el Retiro, se le puso delante uno de esos pobres asquerosos que suelen pedir en los extremos de la población, y que a veces se corren hasta el centro. Era un hombre cubierto de andrajos, y que andaba con un pie y una muleta; la otra pierna era un miembro repugnante, el muslo hinchado y cubierto de costras, el pie colgando, seco, informe y sanguinolento. Mostraba aquello para excitar la compasión. Era la pierna para él su modo de vivir, su finca, su oficio, lo que para los mendigos músicos es la guitarra o el violín. Tales espectáculos indignaban a Moreno, que al verse acosado por estos industriales de la miseria humana, trinaba de ira. Pues cuando se volvía para no verle, el maldito, haciendo un quiebro con su ágil muleta, se le ponía otra vez delante, mostrándole la pierna. Al aburrido caballero se le quitaban las ganas de dar limosna, y por fin la dio para librarse de persecución tan terrorífica. Alejose del pordiosero, renegando. «¡Ni esto es país, ni esto es capital, ni aquí hay civilización!... ¡Qué ganas tengo de pasar el Pirineo!».

Pues bien, aquella noche, se le representó el pobre paralítico con tanta viveza, que casi casi creía verle en su alcoba. Hubo un instante en que la alucinación de Moreno llegó a ser tan efectiva, que se incorporó, y cogiendo un libro que en la próxima silla estaba... «Mira, si no te marchas con tu pierna podrida...». Después cayó otra vez su cabeza en el sofá y se puso la mano sobre los ojos. «El infeliz se ha de buscar la vida de alguna manera. No tiene él la culpa de que no haya en esta tierra maldita establecimientos de beneficencia. Si le veo mañana, le doy un duro... Vaya si se lo doy... ¡Qué envidia le va a tener mi tía Guillermina! Volvámonos ahora para la pared, a ver si me duermo un poco. Así; cerraré los ojos. No, mejor será que los abra, y que me figure que quiero despabilarme. Lo que se desea no se tiene nunca. Ea, figurémonos que hago esfuerzos para no dormirme. ¿Y para qué quiero yo dormir? Mejor es estar así, pensando uno en sus cosas. Estas rayas de papel, azules y verdes, se quiebran a distancia de veinticinco centímetros; no, de veinte. La flor gris alterna con la flor azul. Bonito dibujo. ¡Cómo se le quedaría la cabeza al que lo inventó!... Y aquí hay una pequeña mancha... Creo que si me pusiera a mirar la luz, me dormiría más pronto, Vuelta otra vez».

Miró la luz puesta sobre la mesa central, grande, redonda y cubierta con rico tapete. La lámpara era de aceite, compuesta de dos candilones de bronce unidos por un vástago. Ambas luces tenían pantallas verdes, con añadidura de raso del mismo color, al modo de faldones que caían por una sola parte de las dos circunferencias. La claridad se esparcía por la mesa, y el resto de la habitación estaba en penumbra manchada, con verdosa pátina de tapiz viejo. Sobre la mesa había unos guantes, varios libros, dos retratos en bonitos marcos, uno de ellos del gordo Arnaiz, una papelera, juego de té de finísima porcelana, una cajita de marfil y otros objetos muy lindos. «Aquel guante —dijo Moreno—, que monta sobre la papelera, parece exactamente un lebrel que corre tras la caza... ¡Qué silencio tan solemne hay ahora! El chorrear de la fuente de Pontejos, es lo que se siente siempre, y alguno que otro coche que pasa por la Puerta del Sol... Son los trasnochadores, que se retiran. Así iba yo en mi
cab
al salir del club de Picadilly... sólo que mi
cab
corría como una exhalación y estos carruajes andan poco y parece que se deshacen sobre los adoquines. ¡Y cómo se me refrescan las memorias...! Parece que estoy mirando a aquella prójima que se me apareció una noche en Haymarket, al salir de aquel Bar... ¡No me ha ocurrido otra...! ¡Y cómo se parecía a esta tonta de Aurora Fenelón! Todo pasó, todo va cayendo atrás revolviéndose en la estela que deja el barco...».

De repente dio un salto, y levantándose se puso a dar paseos.

«Mañana mismo me voy —dijo—, sí, me voy para siempre. ¡Morirme yo aquí, para que me lleven en esos carros tan cursis! No; gracias a Dios que tomo una resolución; y lo que es esta viene fuertecilla. Me ha entrado de repente y con un empuje... No veo la hora de que amanezca para mandarle a Tom que haga el equipaje. Mañana haré mis compras. No puede uno ir de España sin llevar los regalitos de abanicos y panderetas... ¡Ay, qué feliz me siento con esta idea que me ha dado! ¡Irme!... ¡Si esto debiste resolverlo hace tiempo! ¿Para qué estás aquí, para consumirte más? Vamos, no dirá ella que no la obedezco; sus deseos son órdenes. Me ha dicho: «Amigo mío, vete», y me voy. ¿Me querrá cuando me vaya? ¿Pensará en mí...? Bien podría ser... ¡Si se convenciera de que el amor que tiene a su marido es como echar rosas a un burro para que se las coma, si se convenciera de esto...! Pero vaya usted a esperar que se convenza. No puede ser. Quiere locamente a ese mico, y se morirá queriéndole. A mí se me figura que le desprecia y le ama: hay estos dualismos en el corazón humano. Pero yo digo: ¿no pasará por su mente alguna vez la idea de quererme a mí? Me contentaría con esto, con que la idea hubiera pasado una vez; vamos, dos veces. Bien puede haber dicho: «¡Qué bueno es este Moreno!, si yo fuera su mujer, no me daría disgustos, y habríamos tenido un chiquillo, dos o más». Quién sabe... ¿Habrá dicho esto alguna vez? No sé por qué me figuro que sí lo ha dicho. Qué sé yo... dentro de mí anida este convencimiento como un germen de esperanza, como una semilla que está dentro de la tierra y que no ha brotado pero que vive... Si me constara que ella se ha dicho esto, yo al verla tan religiosa, me volvería el hombre más católico del mundo... Por agradarle, ¡cuántas funciones y misas había de costear yo! Y no haría esto con hipocresía, porque amándola, vendría la fe, la fe, sí, que se ha ido yo no sé adónde... Creo que ya amanece. No tengo sueño, ni lo tendré más. Mañana me voy, y me iría esta tarde, si tuviera tiempo de arreglar el viaje... Y otra cosa. ¿Iré a despedirme de ella? No sé qué determinar. Si la veo no me voy. ¿Pues por qué no? Me iré. Ella me ha dicho que me vaya, desea que me vaya. De lejos la querré lo mismo que de cerca, y ella me querrá tal vez. Seré para ella como un sueño, y los sueños suelen herir el corazón más que la realidad».

Volvió a echarse, y se entretuvo contemplando con errante mirada las paredes de la habitación. Había allí un San José, cuadro grande, de familia, que como pintura valía poco, pero Moreno lo tenía en gran estima, porque estuvo muchos años en la alcoba donde él nació. Se asociaba a las impresiones de su niñez aquel santo tan guapote, reclinado sobre nubes, con su vara, su niño, y aquella capa amarilla cuyos pliegues hacían competencia al celaje. Se le refrescó de tal modo al buen caballero en aquel momento la memoria de su padre, que parecía que le estaba viendo, y oyéndole el metal de voz. A su madre no la había conocido, porque murió siendo él muy niño. También se acordó de cuando su hermana y él (aquella misma hermana viuda que allí vivía), iban a la casa del abuelito, en la Concepción Jerónima, cogidos de la mano. Y una tarde, al revolver la calle Imperial, se perdieron, es decir, se perdió ella, y él por poco se muere del susto. Pues un día que iba por la Plaza de Provincia, vio el burro de un aguador, suelto: el dueño estaba en la taberna próxima. Entráronle ganas a Manolito de montarse en el pollino, y como lo pensó lo hizo. Pero el condenado animal, en cuanto sintió el jinete salió escapado, y aunque el chico hacía esfuerzos por detenerlo, no podía... Total, que llegó hasta la calle de Segovia, muy cerca del puente. Y no fue que el burro se parara, sino que el jinete se cayó, abriéndose la cabeza. Todavía tenía la señal. Por suerte, los hermanos García, boteros, que tenían su taller de corambres debajo del Sacramento, y le vieron caer, le conocían, y recogiéndole, le llevaron a casa de su abuelito. ¡La que se armó allí! Acordábase Don Manuel de aquel lance como si hubiera ocurrido el día anterior; veía a su abuelito, Don Antonio Moreno, que todavía usaba chorreras, corbatín de suela y casaca a todas las horas del día. Hasta en el almacén (droguería al por mayor), estaba de frac. Pues luego vino el papá y estuvo dudando si pegarle o no... Lo peor de todo, fue que al asno no se le vio más el pelo, y la familia tuvo que pagar por él una fuerte indemnización. «Si parece que fue ayer», decía Moreno, tocándose la frente, en el sitio donde estaba la cicatriz.

Cuando ya clareaba el día, sintió ruido en la casa; mas al punto comprendió lo que era. «Ya está en pie la
rata eclesiástica
. Ahora se va a oír siete misas lo menos... y a tratar de tú a la Santísima Trinidad. ¡Pobrecilla, qué sacará de eso!... Pero en fin, saque o no saque, es una felicidad ser así...».

—4—

G
uillermina dio dos golpecitos en la puerta, y abriéndola un poco, asomó por ella su cara sonrosada y sus ojos vivos.

—Hijo, al ver la luz en tu alcoba, dije: ese pobrecillo estará en vela todavía. Veo que acerté. ¿Qué es eso?, ¿has pasado otra mala noche?

—Ya lo ves. Pasa. No he dormido nada. ¿Y tú?

—¿Yo? Del lado que me acuesto, amanezco. No duermo más que cuatro horas; pero van de un tirón. ¿No ves que llego a casa rendida? Y lo que tengo que cavilar lo cavilo por el día.

—¡Qué felicidad! ¿Te vas ahora a misa?

—Sí, para lo que gustes mandar —replicó la santa; y su semblante recién lavado despedía tanta frescura como regocijo.

—¡Y tan tranquila...! Porque tú estás muy tranquila... con tus misas por la mañana, y el resto del día dando cada sablazo que tiembla el misterio. ¿Sabes una cosa?, te tengo envidia... Me cambiaría por ti...

—Pues tonto —avanzando hacia él—, lo que yo hago es lo fácil, ¿qué más tienes que... hacerlo?

—Siéntate un ratito —dijo Moreno, haciéndolo en el sofá y dando una palmada en el asiento—. Más santidad que en oír siete misas, hay en practicar las obras de misericordia, acompañando a los enfermos y dando un ratito de conversación a quien se ha pasado toda la noche en vela. Dime una cosa. ¿Cómo llevas las obras de tu asilo?

—¿Pues no lo sabes? —sentándose—. Bien. Gracias a las almas caritativas, la construcción va echado chispas. Jacinta lo ha tomado con tanto calor, que hoy trabaja más que yo, y maneja el sable con un garbo que me deja tamañita.

—Tienes unas amigas que valen cualquier cosa. Esta noche he pensado en ti y en tus devociones. Te asombrarás si te digo que desde la madrugada se me ha metido aquí un sentimiento desconocido, algo como ganas de hacerme religioso, de pensar en Dios, de dedicarme a obras de piedad...

—¡Manolo!... —poniéndose muy seria—. Si empiezas con tus bromitas, me voy.

—No, no es broma —replicó él; y tenía en su cara tal expresión de abatimiento, que la santa se quedó como lela mirándole...

—¿Pero estás de chanza o...? Manolo, ¿en qué piensas?... ¿Qué te pasa?

—Hay horas en la vida, que parecen siglos por las mudanzas que traen. Hace un rato, verás ¡qué cosa tan extraña! Me acordé de un pobre que me pidió limosna esta mañana... Era un infeliz que tiene una pierna deforme y repugnante, llena de úlceras... Me pidió limosna y le arrojé una moneda de cobre, diciéndole con horror: «Quítese usted de delante de mí, so pillete». Pues esta noche he tenido aquí la visita de aquel hombre... Le he visto, como te estoy viendo a ti, y primero me inspiraba repugnancia, después compasión, y acabé por decirle: «¿Quieres cambiarte conmigo?». Porque con su pierna podrida, su muleta y su libertad, disfruta él de una tranquilidad que yo no tengo. Su conciencia está como un charco empozado en el cual no cae jamás la piedra más pequeña. ¡Pobre de mí!, cambiaría con él; cambiaría mi riqueza por su mendicidad, mi corazón enfermo por su pierna inerte, y mi desasosiego por su paz. ¿Qué crees tú?

—Creo que Dios te toca en el corazón —dijo la dama guiñando los ojos, y poniendo sobre la cabeza del triste caballero su mano derecha, en la cual tenía el libro de misa y el rosario—. No tienes tú cara de bromas. Alguna procesión muy grande te anda por dentro. Y si otras veces te da la vena por decirme herejías y hacerme rabiar, no creas que te he tenido por malo. Eres un bendito; y si vivieras siempre con nosotras y no te pasaras la vida entre protestantes y ateos, tú serías otro.

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