Fortunata y Jacinta (105 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Yo no entro. Pase usted con la pequeña. Yo me quedo aquí.

A pesar de lo trastornadas que estaban sus facultades, Fortunata supo apreciar el verdadero sentido de aquella resistencia de Jacinta a presentarse con la niña. Era un sentimiento de modestia y delicadeza. Quería sustraerse a las manifestaciones de gratitud de la pobre enferma, y evitarle a esta el sonrojo de su desairada situación como madre.

«¿Será por eso por lo que no quiere entrar? —se preguntó mirándola de espaldas—. ¡Qué remilgos estos! Cuando digo que me cargan a mí estas perfecciones... ¡Qué monas nos hizo Dios! Pues lo que es yo, sí entro».

Severiana se acercó a la cama, llevando de la mano a la chiquilla.

—Mira, mira lo que te traigo... ¿Cuál visita te gusta más? ¿Esta o la que estuvo antes?

Mauricia le echó los brazos a su hija y le dio muchos besos. Un poco asustada, la nena besó también a su madre, sin efusión de cariño, y como besan a cualquier persona los chicos obedientes, cuando se lo manda la maestra.

—¡Ay, qué mala he sido! —exclamó la enferma, también sin efusión, como quien cumple un trámite...—. Niña de mi alma, bien haces en querer a la señorita más que a mí, porque yo he sido más mala que arrancada, ¡re...!

Atravesósele el vocablo, y ella hizo como que escupía algo. Luego revolvió a todos lados sus miradas anhelantes, diciendo:

—Severiana, o tú, o cualquiera, ¡si quisierais darme!...

Doña Lupe y la comandanta habían entrado también.

—¿Qué tal, Mauricia? Hoy es para ti día feliz. Recibes a Dios, y ves a tu nena. ¡Oh, qué maja está!

Pero la Dura tenía todo su ser embargado por la ardentísima ansiedad física que experimentaba, y sus ojos de águila se fijaron en Severiana que escanciaba en un vaso algo del contenido de una botella. El licor brillaba con reflejos de topacio engastado en oro. «¡Cómo lo miras, bribona! —pensó la escéptica y observadora Doña Lupe—. Esa es la Eucaristía que a ti te gusta, el Pajarete...». Y viéndoselo tomar, decía la muy picarona: «Eso, saboréate bien, y relámete. No lo hacías así cuando recibías a Dios...».

Después del
trinquis
, Mauricia pareció como si resucitara, y su cara resplandecía de animación y contento. Entonces sí demostró que en el fondo de su ser existían instintos y sentimientos maternales; entonces sí que abrazó y besó con efusión tiernísima a la hija que había llevado en sus entrañas... Y tanto se excitó, que temiendo le diera un síncope, quitáronle de los brazos a la nena.

—Sí, que te lleven, que te quiten de mi lado... No merezco tenerte... Me tienes miedo, rica... Como que cuando seas mañosa, no te dirán «que viene el coco», sino «que viene tu madre». ¡Ay, qué pena!... Pero estoy conforme. Dicen que tengo que salvar... ¡Ay, qué gusto! Y mi hija está mejor en la tierra con la señorita que conmigo en el Cielo... Y nada más.

Adoración rompió a llorar entre afligida y espantada. Total, que tuvieron que llevársela, porque aquel espectáculo no podía prolongarse. Mauricia seguía dando besos al aire y diciendo cosas que enternecían a las demás... «Sí, sí —pensó Doña Lupe, que también estaba conmovida—. ¡Cuánto quieres a tu hija!... ¡Te la beberías!».

Fortunata no aguardó al fin de la escena. Sentía en su interior un trastorno tan grande, que una de dos, o rompía en llanto o reventaba. Refugiose en el cuarto interior, y echándose sobre un baúl, se echó a llorar. Los sentimientos que desataban aquel raudal de lágrimas no eran únicamente los producidos por la situación del momento; eran algo antiguo y profundo, sedimentado en su alma, su tradicional desgracia, el despecho combinado con un vago deseo de ser buena, «sin poderlo conseguir... Cuidado que esto es de lo que se dice y no se cree».

Muchas lágrimas había derramado cuando sintió el ruido del coche de Jacinta que partía, y entonces salió a la sala. Doña Lupe se despedía de la comandanta, ofreciéndole tomar diez papeletas de la rifa de la colcha, y hacía una seña a su sobrina indicándole que era hora de retirarse. Dieron un vistazo y un apretón de manos a la enferma, y salieron. Cuando iban por la calle, Doña Lupe, que comprendió cuánto había impresionado a su sobrina el encuentro con la señora de Santa Cruz, intentó dos o tres veces aludir a esto; pero la prudencia y un sentimiento de delicadeza retuvieron su charlatana lengua.

—4—

E
n el portal de su casa se separaron; Doña Lupe subió y Fortunata fue a la botica, donde Maxi estaba solo, haciendo un emplasto. Contole su mujer lo que había visto aquel día, recordando con feliz memoria todos los pormenores. La visita de Jacinta fue omitida discretamente. Al farmacéutico le agradaba que su cara mitad anduviera en aquellos trotes de beneficencia, viese buenos ejemplos y se familiarizara con aquellos cuadros hondamente humanos de la miseria y de la muerte, pues sin duda serían más provechosos a su espíritu que los saraos, bullangas y diversiones.

A la hora de comer se hablaba de lo mismo, y ponderaba Doña Lupe la solemnidad conmovedora del acto de aquel día. Discutiose si debían volver por la noche a la calle de Mira el Río o irse a Variedades a ver una pieza; mas como Fortunata mostrase gran repugnancia a las funciones teatrales, prevaleció lo primero, y Maxi, muy complacido de aquella aplicación a las obras de piedad, prometió que las acompañaría y que iría a recogerlas a las once.

—Y como no haya esta noche quien se quede a velar, me quedaré yo —dijo la viuda, a quien no se le cocía el pan hasta no dar a Guillermina prueba palmaria de humildad y abnegación.

Opusiéronse a esto el sobrino y su mujer, diciendo el primero que bueno era lo bueno, pero no lo demasiado. La de Jáuregui decía con deliciosa modestia:

—¡Si yo no lo hago por buscar un elogio; si no hay en esto el menor asomo de mérito...! Yo resisto perfectamente una noche toledana, y hasta dos y tres. De modo que...

Las nueve sería, cuando los tres entraban por el portal de la casa de corredor, y no fue poco su asombro al ver en el patio resplandor de hoguera y multitud de antorchas, cuyas movibles y rojizas llamas daban a la escena temeroso y fantástico aspecto. ¿Qué era aquello? Que los granujas de la vecindad habían pegado fuego a un montón de paja que en mitad del patio había, y después robaron al maestro Curtis todas las eneas que pudieron, y encendiéndolas por un cabo empezaron a
jugar al Viático
, el cual juego consistía en formarse de dos en dos, llevando los juncos a guisa de velas, y en marchar lentamente
echando latines
al son de la campanilla que uno de ellos imitaba y de la marcha real de cornetas que tocaban todos. La diversión consistía en romper filas inesperadamente, y saltar por encima de la hoguera. El que llevaba el copón, bien abrigadito con un refajo atado al cuello, daba las zapatetas más atrevidas que se podrían imaginar, y hasta vueltas de carnero, poniendo todo su arte en recobrar la actitud reverente en el momento mismo de tomar la vertical. En fin, que semejante escena daba una idea de aquella parte del Infierno donde deben tener sus esparcimientos los chiquillos del Demonio. Maximiliano y su mujer se detuvieron un rato a ver aquello; pero Doña Lupe dirigió a la infantil tropa miradas y expresiones de desdén, diciendo que la culpa la tenían los padres que tal sacrilegio consentían.

Subieron, y cuando Fortunata pasó a la alcoba de Mauricia, que estaba sola, retirose Maxi, diciendo que volvería a las once. Estaba aquella noche la enferma sumamente inquieta, y lo poco que hablaba no era un modelo de claridad. El temor de pronunciar palabras malas parecía haberse desvanecido en ella, porque escupió de sus labios algunas que ardían. La memoria no debía de estar muy firme, porque cuando su amiga le dijo: «Sosiégate y acuérdate de lo de esta mañana» replicó: «¡Lo de esta mañana...! ¿Qué ha sido...?». Y mirando con extraviados ojos al techo, parecía entregarse al doloroso trabajo de recordar, cazando las ideas como si fueran moscas. Más presente que la administración del Sacramento tenía el
paso
con su hija; ¡ay, qué paso!...

—¿No vistes a
la
Jacinta? —preguntó a Fortunata, volviéndose de un costado y poniéndole la mano en el hombro—. ¿Habló contigo?... Tú eres una sosona y no tienes genio... Si a mí me llega a pasar lo que te ha pasado a ti con esa pastelera; si el hombre mío me lo quita una mona golosa, y se me pone delante, ¡ay!, por algo me llaman Mauricia la Dura. Si me la veo delante, digo, y me viene con palabras superfirolíticas... la trinco por el moño y así, así, le doy cuatro vueltas hasta que la acogoto...

Uniendo la acción a la palabra, Mauricia hacía contorsiones violentas, se destapaba, rechinaba los dientes... no pudiendo sujetarla Fortunata, llamó a Severiana:

—¡Ay, venga usted! Está diciendo mil disparates... por Dios, vea usted de reducirla... Dele algo para que se calme, aguardiente...

—A mí no me puede nadie —gritó la infeliz con frenesí, los ojos desencajados, forcejeando contra los cuatro brazos que la querían sujetar—. Soy Mauricia la Dura, la que le abrió una ventana en el casco a aquella ladrona que me robaba los pañuelos, la que le arrancó el moño a la Pepa, la que le arañó la cara a Doña Malvina la
protestanta
... Suéltame tiorra pastelera, o de una mordida te arranco media cara. ¡Persona decente tú!... tú, que dejas un soldado pa tomar otro... tú que tienes ya el corazón como la puerta de Alcalá, de tanta gente como ha entrado por él... Ja, ja, ja... Loba, más que loba, so asquerosa, judía, con más babas que un perro tiñoso... cara de escupidera, zurrón, celemín de peinetas... verás qué recorrido te doy... así, así, y te arranco la nariz, y te escupo los ojos, y te saco todo el mondongo...

Por fin no eran voces humanas las que de sus labios llenos de espuma salían, sino rugidos de fiera sujeta y acorralada. No pudiendo librar sus brazos de los vigorosos que la contenían, sus dedos se agarraron con rabia epiléptica a lo que encontraban, y querían deshacer y rasgar la sábana y la colcha. El fatigoso mugido iba calmándose poco a poco, las contorsiones eran menos violentas, y por fin, cayó en un colapso profundísimo. La sedación era instantánea, y a la misma muerte se parecía.

La señora de Rubín estaba aterrada. Severiana le dijo:

—Ya ha tenido esta noche tres achuchones de estos, y anteanoche tuvo seis. Si viniera el médico la aplacaría dándole esos pinchacitos que llaman
yeciones
... ¿Sabe?, una gotita de morfina.

Sin duda por esta frecuencia de los accesos veíalos Severiana con relativa calma, como los que se acostumbran a los prodigios del dolor humano en las clínicas. A poco de tranquilizarse Mauricia, la otra se dedicó a preparar la lámpara que debía arder toda la noche, un vaso con agua, aceite y una mariposa encima.

Media hora estuvo la tarasca como dormida, pronunciando en sueños retazos de palabras y fragmentos de cláusulas groseras, como retumban en lontananza los dejos de la tempestad que ha pasado. Despertó luego, y con voz sosegada dijo a su amiga: «¿Estás aquí?... ¡Qué gusto me da verte! De todas las personas que veo aquí, la que me gusta más eres tú. Te quiero más que a mi hermana. Lo primerito que he de pedirle al Señor cuando me meta en el Cielo, es que te haga feliz, dándote lo que es muy re—tuyo, lo que te han quitado... Su Divina Majestad puede arreglarlo, si quiere...».

A Fortunata no se le ocurría nada que responder a estos disparates.

—Porque tú has padecido... ¡Pobrecita! Buenas perradas te han jugado en esta vida. La pobre siempre debajo, y las ricas pateándole la cara. Pero déjate estar, que el Señor te arreglará, haciendo justicia y dándote lo que te quitaron. Lo sé, lo he soñado ahora, cuando me dormí pensando que me moría y que entraba en el Cielo escoltada por la mar de angelitos... ¡Tan monos...! Créetelo, porque yo te lo digo... Y yo,
mismamente
le he de decir a la Virgen y al Verbo y Gracia que te hagan feliz y se acuerden de las amarguras que has pasado.

Callose un instante, y después de los dos o tres suspiros que Fortunata echó de su seno, volvió a hablar la enferma de este modo:

—¿Has visto a Jacinta?... Porque ella fue quien trajo a mi niña. Es un serafín esa mujer... Ahora cuando me pensé que estaba en el Cielo, la vi encima de una nube con un velo blanco... Estaba allí,
entremedio
de aquellos grandes corros de ángeles. ¿Será que se va a morir? Lo sentiré por mi niña. Pero Dios sabe más que nosotras, ¿verdad?, y lo que él hace, bien sabido se lo tiene... Pero dime, ¿te habló ella? ¿Le soltaste alguna patochada? Harías mal. Porque ella no tiene la culpa. Perdónala, chica, perdónala; que lo primerito para salvarse es perdonar a una parte y otra. Mírame a mí, que no hago más que lo que me manda el Padre Nones, y he perdonado a la Pepa, a la Matilde, que me quiso envenenar, y a Doña Malvina la
protestanta
y a todo el género mundano... ¡re...! Párate boca que ya ibas a soltarlo... Pues sí, perdonar; créetelo porque yo te lo digo. ¿Ves qué tranquila estoy? Pues a cuenta que lo mismo estarás tú, y Dios te dará lo tuyo; eso no tiene duda... porque es de ley. Y por la santidad que tengo entre mí, te digo que si el marido de la señorita se quiere volver contigo y le recibes, no pecas, no pecas...

Fortunata creyó prudente mandarla callar, pues aquel concepto se armonizaba mal con la santidad de que hacía gala su amiga.

—Me parece —le dijo—, que si el Padre Nones te oye eso, te ha de reprender... porque ya ves... quien manda manda, y está dispuesto que no sean las cosas así.

—¡Qué risa contigo! ¿Pues tú qué sabes? Yo estoy arrepentida de todo lo malo que he hecho; yo he perdonado a todo Cristo. ¿Qué más quieren? Esto que te cuento es, como quien dice, una idea. ¿No puede una tener una idea?... Cuando me muera, veremos, créetelo... el Santísimo me dirá que tengo razón...

Callose fatigada, y Fortunata le impuso silencio. De repente determinose una brusca sacudida en su espíritu, y tomándole la mano a su querida amiga y apretándosela mucho, le dijo con expresión de terror:

—¿Qué te parece a ti, me salvaré yo?

—¿Pues qué duda tiene? —replicó la otra tranquilizándola— Dicen que aunque los pecados de una sean tantos como las arenas de la mar... figúrate tú la cantidad de arenas que habrá en todita la mar...

—¡Oh!... ¡Si habrá arenas en todita la mar y sus arenales! —repitió Mauricia con voz patética.

—Pues aunque los pecados de una sean más que las arenas, Dios los perdona cuando una se arrepiente de verdad.

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