Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
U
n lunes por la tarde, Doña Lupe entró en su casa a eso de las cinco. Venía muy emperifollada.
—Papitos, ¿quién ha venido?
—Aquel señor de las barbas blancas.
—¿Y nadie más? ¿No ha estado Mauricia?
—No señora... Esta mañana la vi en la puerta del bodegón de la Plazuela de Lavapiés. Vive por aquí cerca... «Señá Mauricia, mire que la señora la está esperando...». Me contestó, dice: dile a esa
tiona
que si quiere correr los pañuelos que los corra ella, y que si no, que los deje...
—¡Habrá indecente!... —exclamó la señora algo distraída.
Papitos, que aquella mañana había sido castigada porque trajo de la plaza una merluza muy mala, creyó que a su ama no se le había pasado el berrinchín, y temblaba mirándole las manos. Pero en el ánimo de Doña Lupe se había disipado la ira correccional, a causa de los sentimientos de otro orden y del gran estupor que desde una hora antes reinaban en él.
—Oye, Papitos —le dijo—. Ven acá, y atiende bien a lo que te encargo. Yo tengo que salir otra vez. Das de comer al señorito Nicolás y al señorito Maxi; pero este vendrá mucho más tarde que su hermano. Fíjate bien, y no salgas luego haciendo lo contrario de lo que te mando. Para principio del clérigo, pones la merluza mala que trajiste esta mañana, ¿sabes?, y que está apestando... Le echas bastante sal, y después la cargas de harina todo lo que puedas y la fríes. Ponle todas las tajadas, y se las embaulará sin enterarse de si está buena o mala. Es como los tiburones, que tragan todo lo que les echan. Para postre, las nueces y el arrope, ¿sabes? Le pones en la mesa la orza, y que se harte; a ver si lo acaba. Está fermentando y no hay quien lo pase... Si el señorito Maxi viniese antes de que esté de vuelta, le pones de principio una de las dos chuletas de ternera, la más crecidita, y de postre le sacas las pastas que trajo el bollero esta mañana, y la carne de membrillo que yo tomo. Conque a ver si lo haces todo al revés.
Cuando le daban tales pruebas de confianza, delegando en ella la autoridad, la mona se crecía, y aguzado su entendimiento por la vanidad, desempeñaba sus obligaciones de un modo intachable. Doña Lupe, que ya la conocía bien, estaba segura de que sus órdenes serían cumplidas. Papitos hizo con la cabeza signos de inteligencia, y se sonreía la muy tunanta, pensando sin duda, ¡aquí que no peco!... en la cantidad de sal que le iba a echar a la merluza del señorito Nicolás.
Doña Lupe permaneció un rato en la sala, sin moverse del sillón en que se sentara al entrar, con el manto puesto, la mano en la mejilla, pensando en lo mismo. No había vuelto aún de su asombro, ni volvería en mucho tiempo. Fortunata, de cuya casa venía, le había dado mil duros para que se los colocara del modo que lo creyera más conveniente... y sin querer admitir recibo... Al pronto sospechó la señora de Jáuregui si serían falsos los billetes... pero ¡quiá, si eran más legítimos que el sol! Tal prueba de confianza le llegaba al alma, porque no sólo era confianza en su honradez, sino en su talento para hacer producir dinero al dinero... Pues además, Fortunata, en el curso de la conversación, había dado a entender que tenía acciones del Banco, sin decir cuántas. ¿De dónde había salido esta riqueza? Quizás Juanito Santa Cruz... quizás Feijoo... Lo más particular era que Doña Lupe, por impulsos de tolerancia que habían surgido bruscamente en su espíritu, se esforzaba en suponer a aquel caudal una procedencia decente. ¡Fascinación que la moneda ejerce en ciertos caracteres, porque para estos lo bueno tiene que tener buen origen!... «¿Y por qué no ha de ser verdad todo eso del arrepentimiento?... —se decía—. Lo que no me explico es una cosa... El primer día me dijo Feijoo que estaba miserable... pero miserable, y comiéndose sus ahorros. ¡Pues si son estas las sobras...! En fin, doblemos la hoja; pongámonos en un punto de vista imparcial, y no hagamos juicios temerarios antes de tener datos seguros. ¿Quién se atreve a condenar a un semejante sin oírlo? Sería una crueldad, una injusticia. Eso de que siempre hayamos de pensar mal, me parece una barbaridad... Pero me estoy aquí ensimismada, y si tardo, quizás no encuentre en su casa a Don Francisco... Él dirá qué hacemos con todo este
guano
».
Al bajar la escalera, sus pensamientos tomaban otro giro. «¡Y qué guapa está!... Es un horror de guapa. Y siempre tan modosita... Parece que no rompe un plato. Cuando entré, por poco se desmaya. Y aquello no es fingido... ella será todo lo que se quiera; pero no hace papeles, no tiene talento para hacerlos. En cuanto a modales, ha olvidado todo lo que le enseñé... será preciso volver a empezar... y de lenguaje seguimos lo mismo. Ni la más ligera alusión a los sucesos del año pasado. Dirá, y con razón, que peor es meneallo...».
Como tres horas largas estuvo Doña Lupe fuera de su casa. Cuando volvió, Nicolás había comido y marchádose, y Maximiliano estaba concluyendo. La primer pregunta que hizo el ama a Papitos fue referente a las órdenes que le había dado.
—No dejó ni rastro —replicó la muchacha, enseñando a su ama la fuente en que había servido la merluza.
—¿Y dijo algo?
—No podía decir nada, porque no paraba de tragar.
Doña Lupe se sonreía. Cerciorose de que a Maximiliano se le había servido conforme a sus órdenes, y después de cambiar de ropa, dispuso su propia comida, que era de lo más frugal. Cuando entró en el comedor, ya Maxi no estaba allí, y media hora después encontrole en su cuarto, sin luz, sentado junto a la mesa y de bruces en ella, con la cabeza sostenida en las manos, y agarradas estas al cabello, como si se lo quisiera arrancar. Viéndole tan sumergido en su tristeza, su señora tía le dijo:
—Vamos, hombre, no te pongas así. No hay que tomar las cosas tan a pechos... Lo que está de Dios que sea, será. Cuando las cosas vienen bien rodadas, no hay medio de evitarlas.
—Y qué, ¿la ha visto usted? —dijo Maxi dejando al fin aquella posición violenta, y mirando con ansiedad a su tía.
—Sí... Me has mareado tanto... que al fin... Pues nada... la he visto y no me ha comido. Es la misma panfilona inexperta de siempre.
—¿Está desmejorada?
—¿Desmejorada? Quítate de ahí. Lo que está es guapísima. Por cada ojo parece que le salen cuantas estrellas hay en el Cielo. A algunas personas la miseria les prueba bien.
—Pero qué, ¿está miserable? ¿Pasa necesidades? —preguntó el chico, moviéndose con inquietud en la silla—. Eso no debe consentirse...
—No digo que tenga hambre... y tal vez... Su situación no debe ser muy desahogada. Hoy a las cuatro de la tarde, según me dijo, no había entrado en su cuerpo más que un poco de pan del día antes, un pedacito de chocolate crudo, y al mediodía una corta ración de bofes.
—¡Por Dios! ¿Y usted consiente eso? ¡Bofes...!
—Será penitencia tal vez —replicó la viuda en aquel tono de convicción ingenua que tomaba cuando quería jugar con la credulidad de su sobrino, como el gato con la bola de papel.
—Francamente, tía, eso de que pase hambres... Yo no la perdono, no puede ser... le aseguro a usted que eso...
jamás, jamás, jamás
.
—Ya te he dicho que no es prudente soltar
jamases
tan a boca llena sobre ningún punto que se refiera a las cosas humanas. Ya ves el bueno de Don Juan Prim qué lucido ha quedado con sus
jamases
.
—Pues a mí no me pasará lo que a Don Juan Prim, porque sé lo que digo... Y como la restauración depende de mí, y yo no he de hacerla... Pero de esto no se trata ahora. Aunque no ha de haber las paces, me duele que pase hambre. Es preciso socorrerla.
—Pues volveré allá. Pero se me ocurre una cosa. ¿Por qué no vas tú?
—¡Yo! —exclamó el exaltado chico sintiendo que los cabellos se le ponían de punta.
—Sí, tú... porque estás acostumbrado a que todo te lo den bien amasado y cocido... Esto es cosa delicada... Yo no quiero responsabilidades. Tú no eres ya un niño, y debes decidir por ti mismo estas cosas.
—¡Yo! ¡Que vaya yo! —murmuró el joven farmacéutico, sintiendo un temblor, un frío... Se ponía malo de sólo pensarlo.
—Tú, sí, tú... Déjate de miedos y vacilaciones. Si lo quieres hacer lo haces, y si no lo dejas.
—No tengo tiempo de ir —dijo Rubín tranquilizándose al encontrar tan liviano pretexto.
Volvió a insistir Doña Lupe con lenguaje duro en que él debía decidir por sí mismo aquel asunto de la reconciliación, ver a Fortunata y proceder en conciencia según las impresiones que recibiera. Tanto y tanto le predicó, que al cabo el pobre muchacho hizo propósito de ir; y al día siguiente, en un rato que le dejó libre la botica, tomó el camino de la calle de Tabernillas, más muerto que vivo, pensando en lo que diría y lo que callaría, con la penita muy acentuada en la boca del estómago, lo mismo que cuando iba a examinarse. Al llegar y reconocer el número de la casa, entrole tal espanto, que se retiró, huyendo de la calle y del barrio...
Al día siguiente hizo un segundo esfuerzo y pudo entrar en el portal; pero ante la vidriera que daba paso a la escalera, se detuvo. Le aterraba la idea de subir, y de su mente se había borrado todo lo que pensaba decirle. Aguardó un rato en espantosa lucha, hasta que le asaltaron ideas alarmantes como esta: «Si ahora baja y me ve aquí...». Y salió escapado por la calle adelante sin atreverse ni a mirar hacia atrás. La tentativa del tercer día no tuvo mejor éxito, y aburrido al fin y desconcertado, resolvió expresarse con su mujer por medio de una carta. Andando hacia la calle del Ave—María, iba discurriendo que debía poner en la carta mucha severidad, y un ligero matiz de indulgencia, un grano nada más de sal de piedad para sazonarla. Diríale que no podía admitirla en su casa; pero que con el tiempo... si daba pruebas de arrepentimiento... En fin, que ya saldría la epístola tan guapamente. Excitado por estas ideas y propósitos, entró en su casa, y al dirigirse a su cuarto y oír la voz de su tía que desde la sala le llamaba, sintió en el corazón como si se lo tocaran con la punta de un alfiler... Entró en la sala, y... ¡Lo que vieron sus ojos, Dios omnipotente!... ¡Dios que haces posible lo imposible! En la sala estaba Fortunata, en pie, lívida como los que van a ser ajusticiados...
Maximiliano no cayó redondo por milagro de Dios... Dijo
¡ah!
... y se quedó como una estatua. Tampoco ella chistaba nada y sus miradas caían al suelo como pesas de plomo. Por fin el joven, en el último grado de la turbación y del desconcierto, se aventuró a hablar, y dijo algo así como
buenas tardes
... y después:
Yo creí que
... y luego:
De modo que usted, tía...
—No, yo no me meto en nada —declaró Doña Lupe, que estaba sentada como presidiendo—. Lo único que he dispuesto es traerla aquí para que frente a frente decidáis... Fortunata, siéntate.
Al recuerdo de su agravio sintió Maximiliano en su alma una reacción brusca contra aquel misticismo recién aprendido, más hijo de la necesidad que de la convicción.
—Esto me parece prematuro —dijo, y salió de la sala.
Pronto se le reunió su tía en el despacho, y le dijo:
—Me parece bien tu severidad. Pero las circunstancias... ¿No me has dicho que era indispensable pasarle un tanto diario para alimentos? ¿Y te parece a ti que estamos en disposición de sostener dos casas?
Tenía el muchacho la cabeza tan alborotada, que no pudo hacerse cargo de tales argumentos. Para él lo mismo era que su tía le hablase de dos casas que de cuatro mil.
—Déjeme usted —le dijo, casi sollozando—. Estoy dejado de la mano de Dios.
—Pues ya que está aquí, no se ha de marchar —prosiguió Doña Lupe en voz baja—. La pondremos en el cuartito próximo al mío. Y basta. ¡Ay! ¡Que siempre me han de tocar a mí estos arreglos y composturas!... ¿Sabes lo que te digo? Pues que aquí tenéis ocasión de deciros todas las perrerías que queráis o de daros todas las explicaciones que juzguéis convenientes. Yo me lavo mis manos. A mí no me metáis en vuestras contradanzas. Si queréis llegar a un acuerdo, en hora buena sea, y si no queréis, también. Bastante servicio os hago con prestaros mi casa para que os toméis el pulso hasta ver si hay paces o no hay paces. Y por Dios, no me des más jaquecas. Si pasan días y no salta la avenencia, se acabó. Pero no me deis más jaquecas, por Dios, no me deis más jaquecas.
Esto último lo dijo en alta voz, saliendo ya al pasillo, de modo que lo oyeron muy bien, Papitos en un extremo de la casa, y Fortunata en otro. Esta quedó desde aquella tarde en la casa, y su situación era de las menos airosas, porque su marido apenas le hablaba. Nicolás hacía el gasto de conversación en la mesa. Al segundo día, Fortunata dijo a Doña Lupe que se marchaba, lo que dio motivo a que la señora saliera por los pasillos gritando: «Por Dios, no me deis más jaquecas... ya no puedo más. Que cada cual haga lo que quiera». Pero a pesar de esto, la esposa no se marchó. Al tercer día, en medio de la reserva y huraño silencio que entre ambos cónyuges reinaba, empezó Maxi a soltar una que otra palabra; luego ya no eran palabras, sino frases, y tras las cláusulas frías vinieron las tibias. Por fin se permitió algún concepto jovial. Al quinto día se sonreía mirando a su mujer. Al sexto, Fortunata le miraba con atención cortés cuando decía algo; al sétimo, Maxi opinaba como ella en toda discusión que en la mesa se trabase; al octavo le daba una palmadita en el hombro; al noveno la señora de Rubín se interesaba porque su marido se abrigase bien al salir, y al décimo estuvieron como un cuarto de hora secreteándose a solas en un rincón de la sala; al undécimo Maxi le apretó mucho la mano al entrar, y al duodécimo exclamó Doña Lupe como sacerdote que entona el
hosanna
:
—Vaya que os ponéis babosos. Por Dios, no me deis jaquecas. Si estáis reventando por hacer las paces, ¿a qué tantos remilgos? Bien hago yo en no meterme en nada, bendita de mí.
Y de este modo se verificó aquella restauración, aquel restablecimiento de la vida legal. Fue de esas cosas que pasan, sin que se pueda determinar cómo pasaron, hechos fatales en la historia de una familia como lo son sus similares en la historia de los pueblos; hechos que los sabios presienten, que los expertos vaticinan sin poder decir en qué se fundan, y que llegan a ser efectivos sin que se sepa cómo, pues aunque se les sienta venir, no se ve el disimulado mecanismo que los trae.
E
n los primeros días que sucedieron a este gran suceso, nada ocurrió digno de contarse. Y si algo hubo fue de puertas afuera. Voy a ello. Una tarde estaban Doña Lupe y Fortunata en la sala cosiendo unas anillas a las magníficas cortinas de seda con que se había quedado la señora por préstamo no satisfecho, cuando Papitos, que se había asomado al balcón para descolgar la ropa puesta a secar, empezó a dar chillidos: