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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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Veintisiete

N

o toda la sangre de George se secaba a la misma velocidad.

Los regueros más delgados se secaron casi de inmediato en la pared que se levantaba detrás de su destrozado monitor. La bala había resquebrajado la pantalla hacia dentro y los cristales se mantenían en su sitio como podían, aun cuando la carcasa de plástico se había hecho añicos. Era como contemplar la reinterpretación de un artista moderno de una trasnochada bola de discoteca. «La fiesta se celebra aquí y no ha hecho más que comenzar.» Eso era mientras no te molestara la sangre del cristal. A mí sí me molestaba, y no veía el modo de volver a ponerla en el lugar que le correspondía.

Las salpicaduras más gordas tardaban en solidificarse y estaban pegajosas; su refulgente color rojo inicial había adquirido un sobrio tono burdeos y parecía contentarse con él. Eso me fastidiaba. Quería que la sangre se secara, que adquiriera su tono funerario y dejara de provocarme. Soy un buen tirador. He frecuentado los campos de tiro desde que tenía siete años y me he paseado (ya de manera legal) por las zonas vetadas desde los dieciséis. Aunque el virus hubiera permitido a George sentir dolor, no habría tenido tiempo para ello. El instante siguiente al estruendo del disparo, George yacía desplomada con la cabeza sobre el teclado. Esa fue la única manifestación real de clemencia: su cabeza fue lo primero en caer, así que no tuve que ver lo que yo acababa de… bueno, no lo tuve que ver. No tuvo tiempo para el sufrimiento. Tengo que repetírmelo una y otra vez ahora, y tendré que seguir repitiéndomelo mañana y pasado mañana y durante el resto de los días que consiga sobrevivir.

El sonido del disparo en el interior de la furgoneta habría sido el ruido más fuerte que hubiera oído jamás de no ser por el golpe del cuerpo de George al caer que lo siguió. Ese fue el ruido más fuerte que he oído jamás. Siempre será el ruido más fuerte que oiré jamás; lo sé. El golpe del cuerpo de George al caer.

Pero soy un buen tirador, y no saltaron fragmentos de nada si no tenemos en cuenta la sangre que salió pulverizada cuando la bala impactó en mi… bueno cuando disparé… a no ser que tengas en cuenta la sangre. Yo tenía que tener en cuenta la sangre porque la cantidad que había salido despedida era suficiente para convertir la furgoneta en una zona caliente. Si yo me había infectado, pues nada, me había infectado (ya era demasiado tarde para preocuparse de esas chorradas), pero eso no significaba que tuviera que empeñarme en empeorar mi situación. Me alejé cuanto pude y me senté, con la espalda contra la pared y con el revólver apoyado sin fuerza contra la rodilla izquierda, a contemplar la sangre mientras se secaba y a esperar.

George había puesto en marcha las cámaras de seguridad antes de que las cosas se pusieran demasiado… antes de que fuera demasiado tarde para preocuparse de ese tipo de cosas. En los monitores veía a las fuerzas de seguridad del Centro corriendo junto con los hombres del senador y otros tipos que no reconocí. Ryman no era el único candidato presente en Sacramento. No había ni rastro de Rick; una de dos, lo habían matado o había conseguido salir de la zona en cuarentena antes de que esto se convirtiera en un infierno. Porque se había convertido en un infierno. En cada monitor vi tres infectados, y cerca de la mitad cayeron abatidos por los disparos de unos vigilantes desesperados que nunca se las habían visto con auténticos zombies. Estaban disparando de una forma estúpida. Se habrían dado cuenta de que estaban disparando de una forma estúpida si se hubieran parado a pensar cinco segundos, pues si no eres un buen tirador, no intentes acertar en la cabeza de buenas a primeras, dispara primero a la rodilla; un zombie cojo pierde velocidad de ataque y eso te da más tiempo para apuntar. Si se te acaba la munición del arma, huyes; no te quedas parado cargándola a menos que no tengas otra opción. Cuando te enfrentas a una enfermedad tienes que ser más inteligente que ella, o no tendrás más remedio que tirar las armas y rendirte. A veces, si la manada es pequeña, con no oponer resistencia basta para que la cosa no vaya más allá de un mordisco infeccioso de modo que se puede evitar ser devorado, siempre y cuando se esté dispuesto a desertar y pasarse al enemigo.

Había una parte en mí que quería salir y ayudarlos, pues era evidente que sin algún tipo de apoyo, estaban bastante jodidos. Pero era mayor la parte que prefería quedarse donde estaba, observando la sangre mientras se secaba, observando los últimos vestigios de la vida de George convirtiéndose en una sustancia sólida.

Un zumbido escapó de mi bolsillo y solté un manotazo hacia él como si quisiera atrapar una mosca; saqué con manos torpes el teléfono y apreté el botón para contestar.

—Shaun.

—Shaun, soy Rick. ¿Estás bien?

Tardé unos segundos en reconocer el sonido vibrante y agudo en el interior de la furgoneta como una versión distorsionada de mi propia risa. La corté en seco y me aclaré la garganta.

—No creo que pueda aplicar ese adjetivo a mi situación actual. Sigo vivo, de momento. Si lo que me preguntas es si estoy infectado, la respuesta es que no lo sé. Estoy esperando para hacerme un análisis de sangre a que alguien aparezca y me saque de aquí. Hacerlo antes me parece un poco tonto. ¿Conseguiste salir antes de que decretaran la cuarentena?

—Por los pelos. Todavía estaban reaccionando a las explosiones cuando llegué a la moto de Georgia; no habían tenido tiempo de nada. Creo que cerraron las puertas en cuanto salí yo. He…

—Hazme un favor, no me digas dónde estás. —Dejé caer la cabeza contra la pared de la furgoneta y me fijé en otra mancha de sangre a la que no debía quitarle el ojo de encima, esta vez en el techo—. No tengo ni idea de si tienen pinchados nuestros teléfonos ni de quién puede estar escuchando esta conversación. Yo sigo en la furgoneta. Probablemente las puertas estén bloqueadas, pues hay un caso de infección confirmado. —El sistema de seguridad de la furgoneta no se fiaría de ningún intento de abrir las puertas desde dentro, aun cuando yo superara un análisis de sangre. Un agente tendría que abrirme desde fuera. Eso o un lanzacohetes, y ni siquiera yo meto eso en la maleta cuando salgo de campaña presidencial.

—No lo haré. Yo… lo siento, Shaun —respondió en un tono apesadumbrado.

—Todos lo sentimos, ¿no? —Se me volvió a escapar la risa. Esta vez las carcajadas estridentes y entrecortadas casi sonaron naturales—. Dime que su último mensaje llegó a la red y que está circulando.

—Por eso te llamaba. Shaun, esto es… esto es una locura. Hay tanta gente entrando en la página que se han colapsado dos servidores. Todo el mundo está descargándose el archivo, y está difundiéndolo por la red. Algunos tipos han empezado a propagar los habituales rumores de que se trata de un montaje y, Shaun, escucha esto, el CDC ha emitido un comunicado de prensa. El propio Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades. —Rick parecía asombrado, y no era para menos. El CDC nunca emite comunicados de prensa sin tomarse al menos una semana para prepararlos—. Han confirmado la recepción de los resultados del análisis de Georgia con el registro de la hora y todo. Esta noticia no sólo camina sola, sino que vuela, y está llegando a todos los rincones del mundo.

—El autor del comunicado… ¿no será Wynne, verdad?

—El doctor Joseph Wynne.

—Supongo que al final el viaje a Memphis sirvió de algo. —La sangre del techo me proporcionaba mayores satisfacciones que la de las paredes. Formaba una capa más delgada y estaba secándose mucho más rápido.

—Tu hermana no murió en vano. Su noticia… nuestra noticia… está difundiéndose.

De repente me sentí cansado; terriblemente agotado.

—Perdóname, Rick, pero no. Mi hermana ha muerto en vano. Nadie debería haber muerto por culpa de este asunto. Huye. Lárgate lo más lejos que puedas. Deshazte de tus teléfonos, de tus transmisores, de todo lo que sea susceptible de emitir una señal, guarda la moto de Georgia en un garaje y no vuelvas a llamarme hasta que todo esto haya acabado.

—Shaun…

—No me discutas. —Una sonrisa amarga se me dibujó en los labios—. Ahora yo soy tu jefe.

—Intenta no morir.

—Ya me lo pensaré.

Colgué y tiré el teléfono, que se estrelló contra la pared opuesta de la furgoneta y se hizo añicos con un crujido que me llenó de satisfacción. Rick había escapado de la zona de cuarentena y seguía libre. Bien. Por un lado estaba equivocado, pues George había muerto en vano, pero por otro tenía razón; ella habría sentido que su muerte había estado justificada. Ella habría afirmado que todo esto pagaba con creces que yo le hubiera atravesado la columna con una bala. Porque ella ponía la verdad por encima de todo, y ésta era la mayor verdad de todas.

—¿Contenta, George? —lancé la pregunta al aire.

El silencio me proporcionó su respuesta: «Eufórica.»

Unos diez minutos después, unos pitidos se colaron en mi contemplación del techo ensangrentado… La lucha en el exterior estaba acabando. Desconcertado, dirigí la mirada hacia mi teléfono destrozado; seguía roto. Había montones de cosas en la furgoneta que podían emitir ese tipo de pitidos, y algo así como la mitad estaban junto a George.

—Responder —dije con la esperanza de que lo que quiera que fuera dispusiera por casualidad de un sistema de activación por voz.

Uno de los monitores colgados de la pared parpadeó, y la imagen del cuerpo de un guardia de seguridad muerto, y dos infectados dándose un banquete con su cuerpo fue reemplazada por el rostro preocupado de Mahir, durante mucho tiempo el lugarteniente de mi hermana y nuestra arma secreta en el caso de que las autoridades nos cerraran la boca. Supuse que ya no era necesario seguir guardando ese as en la manga.

Mahir tenía los ojos abiertos como platos y la mirada aterrorizada; llevaba el pelo despeinado, como si acabara de levantarse de la cama.

—¡Ajá! —exclamé, vagamente satisfecho—. Parece que sí se activaba con la voz. ¿Qué hay, Mahir?

Mahir bajó la mirada y la posó en mí, sentado contra la pared. No era posible que abriera más los ojos, aun así lo intentó cuando reparó en el revólver que empuñaba. Pese a ello se esforzó por mantener un tono de voz sereno.

—Dime que sólo es una broma, Shaun —me pidió con inquieta seriedad—. Por favor, dime que ésta es la broma de peor gusto en la extensa historia de las bromas de mal gusto, y te perdonaré encantado que me la hayas gastado a mí.

—Lo siento, pero no puedo hacerlo —respondí, cerrando los ojos para no seguir viendo su rostro cargado de preocupación. ¿Eso era lo que representaba hacer de George? ¿Tener continuamente gente con la mirada clavada en ti, esperando que les diera una respuesta sobre asuntos que no tienen nada que ver con disparar a la cosa que está a punto de arrancarte la cara de un mordisco? Dios mío, no me extraña que siempre estuviera cansada—. La hora exacta y las causas de la muerte de Georgia Carolyn Mason han sido registradas en el CDC. Puedes acceder a la base de datos pública. Tengo entendido que han emitido un comunicado de prensa para confirmarlo. Supongo que tendré que enmarcarlo.

—Oh, Dios mío…

—Te aseguro que ahora mismo Dios no está por aquí. Si quieres dejarle un recado, tal vez te devuelva la llamada. —Me resultaba agradable mirarme la parte interior de los párpados, oscura y reconfortante como todas esas habitaciones de hotel que había preparado para mi hermana, porque cualquier tontería le provocaba dolor en los ojos.

—¿Dónde estás, Shaun? —El horror estaba superando a la preocupación en su voz. Mahir había visto la pared de la furgoneta; había visto el arma. Y no era ningún idiota, nunca habría trabajado para George de haberlo sido, de modo que se hacía una idea de lo que todos esos elementos significaban.

—Estoy en la furgoneta. —Asentí, todavía disfrutando de la oscuridad que me proporcionaban los ojos cerrados. No podía verle el rostro, ni la sangre secándose en las paredes. La oscuridad era mi verdadera amiga—. George está conmigo, pero ahora no puede saludarte; se halla indispuesta. Además, sus sesos están esparcidos por las paredes. —Se me escapó la risita sin darme la oportunidad de contenerla y sonó estridente en el ambiente cerrado de la furgoneta.

—Oh, Dios mío. —Esta vez no había más que horror en su voz, desprovista de todo rastro de cualquier otro sentimiento—. ¿Has activado tu señal de emergencia? ¿Te has hecho un análisis? Shaun…

—Todavía no. —Empecé a recuperar el interés, a pesar de saber que estaba cometiendo un error—. ¿Crees que debería hacerlo?

—¿Es que no te importa seguir vivo, tío?

—Una pregunta interesante. —Abrí los ojos y me puse de pie para probar el estado de mis piernas. Todo correcto. Sufrí un ligero mareo, pero enseguida pasó. Mahir me observaba desde la pantalla, su tez oscura se volvió pálida del terror—. ¿Crees que debería hacerlo? En principio no tendría por qué. George en cambio sí. Hemos cometido un error de novatos.

—Activa la señal de emergencia, Shaun —dijo Mahir, con voz firme—. A ella le habría gustado que las cosas hubieran salido de otra manera.

—Claro que a ella le habría gustado que las cosas hubieran salido de otra manera, sobre todo la parte en la que muere. Seguro que habría preferido que esa parte hubiera acabado de otra manera. —Empezaba a recuperar la serenidad; la impresión inicial iba desapareciendo, y cedía su lugar a una sensación más clara y mucho más familiar: la ira. Estaba terriblemente furioso porque se suponía que las cosas no iban a acabar así; nunca se nos había pasado por la cabeza que fueran a acabar así. Se suponía que Georgia tenía que asistir a mi funeral y leer mi panegírico, y que yo nunca tendría que vivir en un mundo sin ella. Ese era el trato que habíamos hecho de niños; sin embargo, esto… esto era un completo error.

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