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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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—¿Vamos todos armados? —inquirió mi hermano. La pregunta iba dirigida más a Rick que a mí. Sabe que antes metería la mano en la boca de un zombie por pura diversión que entrar en una zona peligrosa desarmada.

—Armada —respondí, sacando mi 40 mm.

—Sí —dijo Rick. Su arma era más larga que la mía, pero la sostenía con una soltura que me hizo pensar que se debía más a una cuestión de preferencia que de machismo puro y duro. Se la guardó en la funda del chaleco—. Me ofrecería para demostraros mi puntería, pero no me parece el lugar idóneo para ello.

—Después —dijo Shaun. Rick parecía divertido. Yo reprimí una risotada. El pobre debía de pensar que mi hermano estaba bromeando—. Ahora nos separaremos. George, te encargarás de la cuadra para partos. Rick, tú de las caballerizas para los caballos adultos. Yo me acercaré a la enfermería. Nos reuniremos aquí mismo para ir juntos a la cuadra de los potros más jóvenes. Nos mantendremos en contacto permanente por radio. Si veis algo, gritad con todas vuestras fuerzas.

—¿Para que vengáis a ayudarme? —preguntó Rick.

—Para que tengamos tiempo de huir —respondí—. Encended las cámaras y comportaos como los vivos; esto no es ningún simulacro. Esto es periodismo de verdad.

Tenía sentido que nos separáramos, pues las cuatro caballerizas se habían visto involucradas en el brote, aunque se hubiera originado concretamente en una de ellas. Inspeccionaríamos individualmente las demás y tomaríamos algunas imágenes de ambientación, y cuando nos reuniéramos, nos pondríamos en serio a buscar alguna prueba. Sin embargo, eso no evitó que se me acelerara el corazón cuando abrí la puerta de la sala donde se daba de comer a los potrillos recién nacidos y entré. La caballeriza estaba en una oscuridad total. Me quité las gafas de sol y casi inmediatamente me despareció el escozor de los ojos; las pupilas abandonaron su inútil esfuerzo para contraerse y se dilataron libremente mientras me adentraba por el recinto. La penumbra invariable que reinaba en el interior de la cuadra era la idónea para mis ojos. Veía como veían los infectados, y al igual que ellos, lo veía todo.

Enseguida me percaté de que el rancho contaba con las últimas novedades en equipamiento para la cría de animales. Los boxes eran amplios, diseñados para proporcionar la mayor comodidad a todos los implicados.

Era imposible pasar por alto los trajes de protección de peligro biológico, obligados por un mandamiento federal, que colgaban de una pared y los cuatro cubos amarillos y rojos, que se hallaban en los cuatro rincones de la caballeriza. Más difícil de ignorar, sin embargo, era el fuerte olor a lejía, y en cuanto lo reconocí, entendí lo demás. Las manchas en las paredes no eran de pintura ni de salpicaduras de pienso; la manera en la que la paja permanecía apelmazada en los boxes con los restos de un líquido espeso y pegajoso… Todavía no habían finalizado la limpieza de la cuadra. El procedimiento estándar consta de varias fases: en primer lugar se retiran todos los cuerpos infectados y los… trozos de carne… que queden; luego se sella el recinto como se pueda y se riega con lejía; finalmente se aplican los desinfectantes con un aerosol y se hacen estallar las bombas de formalina. La formalina es un formaldehido que lo mata casi todo, incluidos los infectados que deambulan por ahí, y los procesos estándar de descontaminación comprenden cinco detonaciones del compuesto, que se van sucediendo una tras otra a medida que la anterior va siendo absorbida por los materiales orgánicos de alrededor. Sólo cuando se ha echado tanta lejía que cualquier cosa viva haya quedado bien quemada y haya pasado el tiempo suficiente para que se le sequen todos los fluidos, se considera seguro empezar a vaciar la zona y a incinerar el material potencialmente infectado, como la paja de la cuadra.

La cámara que llevaba en el hombro ya estaba grabando; activé otras tres cámaras, una instalada en la mochila, otra sobre la cadera y otra oculta en un broche, y empecé a volverme muy lentamente paseando la mirada por la cuadra.

Bajo el pajar había una pila de gatos muertos, con los cuerpos multicolor retorcidos de la brutal hemorragia abdominal que los había matado. Habían sobrevivido al brote y al caos que lo había seguido, pero no habían podido escapar de la formalina. Me detuve a contemplarlos unos segundos. Eran tan pequeños y parecían tan inofensivos… y lo eran. Los gatos no llegan al umbral Mason: pesan menos de veinte kilos. Al Kellis-Amberlee no le interesan los gatos, y éstos no se reaniman. Para ellos, la muerte sigue siendo la muerte.

Ya había llegado prácticamente a la pared opuesta cuando vomité.

Todo resultó más sencillo después de expulsar de mi organismo la sensación inicial de asco. La primera exploración de la cuadra no arrojó resultados; no encontré indicios de que hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, y todo parecía indicar que simplemente había sido el escenario de un brote del virus, trágico y horrible, pero en absoluto especial. En esa cuadra había entrado desbocado uno de los caballos infectados, arrancando la puerta corredera de los rieles. Debía de haber arremetido con el mismo ímpetu contra las yeguas preñadas instaladas en los tres primeros boxes, y seguramente, los humanos que estaban trabajando en ese momento se vieron sorprendidos y no pudieron defenderse. No debieron de enterarse de que algo marchaba mal hasta que fue demasiado tarde. Si tuvieron suerte, habrían tenido una muerte rápida, ya fuera desangrados o despedazados antes de que el virus se activara en su organismo y empezara a transformarlos. Pero esa posibilidad era tristemente remota, ya que los organismos recién infectados persiguen propagar la infección, no devorar otros seres.

No costaba ningún esfuerzo imaginarse a los caballos arrasando el lugar a su paso, mordiendo todo lo que se cruzaba en su camino y buscando más víctimas a las que morder. Era una escena de pesadilla; así habíamos estado a punto de perder el control del mundo a principios de siglo y no debía de ser muy diferente de lo que habría ocurrido en realidad. Sabemos cómo se desarrollan este tipo de episodios, aunque preferiríamos que no fuera así. El virus no es creativo, sino previsible.

Tardé veinte minutos en inspeccionar a conciencia la caballeriza. En cuanto acabé, con las prisas por marcharme de allí, olvidé ponerme las gafas de sol antes de salir a la claridad del exterior. La repentina luz del sol fue demasiado para mí; me tambaleé y tuve que agarrarme a la puerta de la cuadra, cerrando los ojos con fuerza.

—Esto nos sirve para comprobar que no se ha convertido —comentó Shaun a mi izquierda—. La luz no deslumbra a los zombies cuando olvidan ponerse las gafas de sol.

—¡Que te jodan! —farfullé, mientras Shaun me rodeaba con un brazo y me conducía lejos de la caballeriza.

—¿Besas a mamá con esa boquita?

—A mamá y a ti, imbécil. Dame las gafas de sol.

—Que están…

—En el bolsillo izquierdo del chaleco.

—Ya las tengo. —Era la voz de Rick, y fue él quien me las puso en la mano.

—Gracias. —Todavía apoyada en Shaun, abrí las gafas y me las puse. Las cámaras de ambos estaban grabando toda la secuencia, pero la verdad era que me daba igual—. ¿Habéis encontrado algo?

—Yo no —respondió Shaun. Por alguna razón me dio la impresión de que estaba… ¿riéndose? La caballeriza que le había tocado inspeccionar no tenía por qué haber estado en mejores condiciones que la que había explorado yo; en todo caso en mucho peores, pues buena parte del equipo médico había estado de servicio durante la noche—. Al parecer Rick es el único que ha tenido suerte.

—Siempre he tenido éxito con las mujeres —repuso Rick, quien, a diferencia de Shaun y de su evidente regocijo, hablaba en un tono casi avergonzado.

Decidí que para entender lo que estaba sucediendo tenía que verlo con mis propios ojos. Preocupada por la luz, abrí primero un ojo y luego el otro. Shaun seguía rodeándome con un brazo, sujetándome como podía para mantenerme en pie. Mis ojos son la razón principal de mi recelo a la hora de emprender misiones de campo, y nadie entiende eso mejor que él. Rick estaba a unos pasos de nosotros, con una expresión en el rostro que era una mezcla de nerviosismo y confusión.

La mochila de Rick se movía.

Me erguí de golpe.

—¿Qué llevas ahí?

—Es la nueva amiguita de Rick —respondió Shaun en un tono burlón—, George, Rick posee un encanto irresistible, ya deberías haberte dado cuenta. Nada más salir de la cuadra, ella se lanzó sobre él. Había visto novias pegajosas en otras ocasiones, pero ésta se lleva el premio, el premio gordo.

Me volví al miembro júnior de mi equipo de reporteros.

—¿Rick?

—Tu hermano dice la verdad. Se agarró a mí en cuanto me vio entrar en la cuadra y se dio cuenta de que no la apuntara con una pistola de lejía ni pretendía hacerle daño. —Rick abrió la mochila y de su interior emergió una cabecita de color naranja con manchas blancas, que me miró con unos asustados ojos amarillos. Yo me quedé mirándola atónita, y la cabeza volvió a esconderse.

—Es una gatita.

—Los demás estaban muertos —explicó Rick, cerrando la mochila—. Debió de escarbar en la paja y refugiarse a mayor profundidad que los otros. O quizá se encontraba en el exterior cuando apareció la cuadrilla de limpieza y luego se quedó encerrada cuando se marchó tras acabar la faena.

—Es una gatita.

—Ha dado negativo en las pruebas, George —dijo Shaun.

Los mamíferos de menos de veinte kilos no se convierten, porque carecen de algún equilibrio básico entre el tamaño del cuerpo y la masa cerebral, pero en ocasiones pueden ser portadores del virus en su estado activo, al menos hasta que acaba matándolos. Aunque se dan poquísimos casos. La mayor parte de las veces simplemente siguen con su vida limpios de la infección. En las zonas donde se ha producido un brote, no se pueden pasar por alto esos «poquísimos casos».

—¿Cuántos análisis de sangre le habéis realizado? —pregunté con la mirada clavada en Shaun.

—Cuatro. Uno en cada pata. —Levantó los brazos anticipándose a mi siguiente pregunta—. No, no me ha arañado, y sí, estoy seguro de que la gatita está limpia.

—Y tu hermano ya me gritó por recogerla antes de realizarle los análisis —añadió Rick.

—No creas que eso te salva de que yo te grite. —Me solté de Shaun—. Simplemente estoy esperando a regresar dentro. Tenemos tres cuadras limpias y un gato vivo, caballeros. ¿Estamos listos para proceder?

—No tengo un plan mejor para esta tarde —dijo Shaun, aún en un tono dicharachero. Estábamos en territorio irwin y pocas cosas le hacen más feliz—. ¿Están grabando vuestras cámaras?

—Grabando. —Eché un vistazo a mi reloj—. Tenemos buenas tomas y memoria de sobra. ¿Vas a pavonearte un poco?

—¿Es que no lo hago siempre? —Shaun se echó hacia atrás hasta que consiguió el ángulo que buscaba delante de la cuadra que nos quedaba por investigar, con el sol de la tarde a la espalda. No tuve más remedio que admirarme de su don para la teatralidad. Nuestra intención era preparar dos reportajes de ese día: uno para su sección de la página, donde él se explayaría en los peligros de introducirse en una zona en la que se ha producido recientemente un brote, y otro para mi sección, donde yo hablaría del aspecto humano de la tragedia. Yo podía grabar la introducción más tarde, cuando tuviera una idea más clara de lo que había ocurrido. Los irwins venden intriga; los reporteros vendemos información.

—¿Qué está haciendo? —inquirió Rick, enarcando las cejas.

—¿Has visto alguna vez esos vídeos en los que los irwins se ponen a hablar de peligros fabulosos y de horribles monstruos merodeando por ahí?

—Ajá.

—Pues eso. ¡Ten cuidado, Shaun!

Era su momento. De repente se le había dibujado una sonrisa en los labios y estaba completamente relajado. Dirigió esa sonrisa, que vendía miles de camisetas, hacia la cámara y se apartó el flequillo empapado en sudor de los ojos con una mano enguantada.

—¿Qué tal, amigos? Esto ha estado bastante aburrido últimamente. Lleno de politiqueo y de intrigas de despachos, que sólo interesan a los obsesos de la información. Hoy, sin embargo, tenemos algo grande. Porque hoy por hoy somos el único equipo de periodistas que ha conseguido permiso para entrar en el rancho de los Ryman antes de que finalicen las tareas de descontaminación. Vais a ver sangre, gente. Vais a ver manchurrones. ¡Podréis oler la formalina que flota en el aire…! —Mi hermano estaba lanzado y nada lo detendría.

He de admitirlo: dejé de escucharlo en cuanto empezó su introducción; prefiero observarlo que escucharlo. Shaun ha convertido en ciencia las técnicas para exaltar a la audiencia, y cuando acaba con ella, la deja en un estado de entusiasmo desbordado por el descubrimiento alucinante de la pelusa de los bolsillos. Es impresionante, aunque yo prefiero observar sus gestos. Hay algo maravilloso en su manera de dejarse llevar, en la energía y en el entusiasmo que desprende mientras presenta lo que está a punto de mostrar. Quizá pueda sonar raro que una chica de mi edad todavía reconozca que quiere a su hermano, pero me da igual. Lo quiero, y llegará un día en que tenga que enterrarlo, así que hasta que llegue ese momento, agradezco cada segundo que puedo disfrutar contemplándolo mientras habla.

—… así que acompañadme y veamos juntos lo que en realidad ocurrió esa fría tarde de marzo. —La sonrisa reapareció en los labios de Shaun, guiñó un ojo a la cámara, dio media vuelta y enfiló hacia las puertas de la caballeriza. Cuando estuvo frente a ellas gritó—: ¡Corta! —Se volvió. Toda su jovialidad se había esfumado—. ¿Listos?

—Listos —respondí.

Después de dejar atrás cualquier posibilidad de decir: «¿Sabéis qué? Esta labor corresponde a las autoridades… a la gente a la que pagamos para que se juegue la vida investigando», Rick y yo seguimos a Shaun entre los comederos hasta las entrañas de la cuarta caballeriza del rancho de los Ryman.

Lo primero que nos asaltó fue el olor. En los lugares donde ha habido un brote, uno se topa con un hedor que no se encuentra en ningún otro lugar. Los investigadores llevan años intentando dilucidar por qué seguimos percibiendo el olor de la infección aun cuando el virus ha sido declarado eliminado, y no han tenido más remedio que aceptar la conclusión de que se debe a que compartimos el mismo sentido viral que permite a los zombies reconocerse entre sí, sólo que en nosotros actúa, por así decirlo, en una escala olfativa menor. Gracias a él, los zombies no intentan matar a los zombies que tienen a su alrededor, a no ser que lleven semanas sin comer, mientras que los vivos podemos determinar el origen de un brote. Probablemente se trate de otra función práctica del virus que dormita plácidamente dentro de nuestros cuerpos, si bien nadie puede asegurarlo a ciencia cierta. Todavía no se ha podido explicar el olor, al menos en toda su extensión. Es un olor a muerte, y al percibirlo hasta el último centímetro del cuerpo está diciéndote: «sal corriendo». Y nosotros, como una panda de estúpidos, no le hacemos caso.

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