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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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»Podría parecer una idea maravillosa, pero no creo que lo sea, por la misma razón que no creo que sea una idea maravillosa que un alumno de primaria se levante de la silla y diga que ya ha aprendido suficiente, que ya no tiene por qué ir al colegio, que muchas gracias pero que ya sigue él con su vida. Comparado con Dios, nosotros apenas hemos abandonado la guardería, y como cualquier maestro que se precie, no creo que su intención sea dejarnos abandonar la escuela sólo porque nos cuesta un poco seguir las clases. No sé si creo en el Arrebatamiento o no. Creo que si Dios quiere hacerlo, lo hará. Pero sí puedo decirle que no creo que nosotros vivamos para verlo. Todavía tenemos mucho trabajo pendiente que hacer aquí.

La señora Greely se lo quedó mirando un buen rato sin relajar los tensos labios. Luego, con una lentitud prodigiosa, asintió con la cabeza.

—Gracias, jovencito.

Esas dos palabras no habrían sonado más dulces ni acompañadas por un coro de aleluyas.

—El índice de audiencia acaba de saltar al tres por ciento —informó Buffy, levantando la cabeza. Tenía los ojos abiertos como platos—. Georgia, hemos conseguido entrar entre los tres de cabeza.

—Damas y caballeros —mascullé, dejándome caer en la silla—. Creo que tenemos con nosotros a un candidato a la presidencia.

«Los tres de cabeza.» Esas palabras eran, y disculpadme el cliché, música para mis oídos. El mundo de los porcentajes y las cuotas de audiencia de la red es complicado. Todo se reduce al tráfico del servidor. Hay miles de máquinas que se dedican a calcular el flujo de datos y luego informan de qué páginas tienen el mayor número de peticiones de acceso desde fuentes externas y qué sitios subsidiarios de la red están atrayendo el mayor número de visitas. Eso configura nuestros «índices de audiencia», que es en lo que las empresas de publicidad y los financieros basan sus inversiones. Estar entre los tres de cabeza era estar en la cumbre. Sólo podía superarse introduciendo
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de porno.

El resto del turno de preguntas fue bastante corriente, y sólo se lanzaron un par de preguntas envenenadas que mantuvieron el interés.

—¿Qué piensa el senador sobre la pena de muerte?

—Dado que la mayoría de los ajusticiados se levantan y tratan de morder a la gente, no la veo como una solución útil.

—¿Qué opinión le merece el sistema público de salud?

—Su fracaso en mantener la salud y la vida de las personas roza la negligencia criminal.

—¿Está preparado para enfrentarse al desafío constante que supone estar preparados para una catástrofe?

—Tras las reanimaciones que siguieron a las explosiones de San Diego, no imagino que un mandato presidencial sobreviva sin mejorar la planificación para la actuación en el caso de catástrofes.

—¿Cuál es su postura sobre el matrimonio entre homosexuales, la libertad religiosa y la libertad de expresión?

—Bueno, amigos, puesto que ya no se puede seguir pensando que una parte de la raza humana va a yacer educadamente bajo tierra y desaparecer sólo porque la mayoría no esté de acuerdo con ellos, y dado además que se ha demostrado que la vida es corta y frágil, no veo qué sentido puede tener otorgar menos libertad y justicia a unos que a otros. Cuando pasemos a la otra vida, Dios puede dividirnos entre pecadores y salvados. Hasta que lleguemos allí, me parece que lo mejor es que seamos buenos vecinos y nos guardemos nuestros juicios morales para nosotros.

Tras una hora y media de preguntas y respuestas, más de la mitad formuladas por el público presente en el auditorio, lo que ocurría por primera vez en la campaña, el senador se puso en pie y se pasó por la frente un pañuelo, que sacó del bolsillo trasero de del pantalón.

—Bueno, amigos. Me encantaría quedarme charlando un poco más, pero se está haciendo tarde y mi secretaria me ha advertido de que si no empiezo a acortar estos debates nocturnos, voy a dar una imagen muy apagada a las personas que visito por la mañana. —El comentario fue recibido con otra oleada de risas; de risas relajadas. En algún momento durante la última hora, el senador se las había arreglado para mitigar el miedo de su público y sumirlo en un estado de relajación que la mayoría de las personas nunca experimenta fuera de sus hogares—. Quiero agradeceros vuestra hospitalidad, y vuestras preguntas y opiniones. Espero sinceramente contar con vuestro voto llegado el momento, pero en el caso de que no sea así, tengo una fe ciega en que se deberá a que habéis encontrado a alguien más preparado para liderar este país extraordinario.

—¡Estamos con usted, Peter! —gritó alguien desde el fondo de la sala. Me volví en la silla y comprobé sorprendida que el grito no provenía de un miembro del equipo de la candidatura, sino de una mujer a la que no había visto jamás y que enarbolaba una pancarta con el lema «Senador Ryman presidente» escrito a mano.

—El senador tiene
groupies
—comentó Shaun.

—Eso siempre es buena señal —apuntó Buffy.

El senador rompió a reír.

—¡Espero de verdad que así sea! Muy pronto tendrán la oportunidad de comprobar que cumplo mis promesas. Mientras tanto, buenas noches y que Dios les bendiga.

Se despidió del público agitando la mano, dio media vuelta y abandonó el escenario al son del himno nacional, que empezó a sonar por los altavoces repartidos por la sala. La salva de aplausos no llegó a ser ensordecedora, porque no había público suficiente para que lo fuera, pero estaba cargada de entusiasmo; más incluso que en el acto anterior, que a su vez ya había despertado más entusiasmo que el anterior, y así hasta remontarnos al primer mitin de la campaña. Quizá no lo pareciera a primera vista, pero la candidatura del senador Ryman estaba ganando impulso.

Continué sentada, observando cómo se levantaba el público y, sorprendentemente, se ponía a charlar entre sí en vez de salir huyendo de la sala en busca de refugio en sus coches. Eso era un paso adelante, exactamente igual que el aplauso: gente charlando, cara a cara, hablando en directo, estimulados por el senador y sus palabras.

Cada vez veía más claro que estábamos siguiendo la campaña de un presidente.

—¿Georgia?

Era Buffy.

—Ve a comprobar las cámaras entre bastidores —le dije, y moví la cabeza en dirección a los asistentes enfrascados en sus conversaciones—. Voy a ver de qué se habla.

—Asegúrate de estar grabando —me respondió, y enfiló hacia el escenario, haciendo un gesto a Shaun para que la siguiera. Mi hermano refunfuñó afablemente, agarró su cota de malla y salió tras Buffy.

Yo me dirigí hacia el grupo de asistentes. Un par de ellos levantaron la vista hacia mí mientras me acercaba y siguieron charlando en cuanto vieron mi pase de prensa. Los periodistas pueden ser un ente invisible o un personaje que debe evitarse, dependiendo del acontecimiento o del número de cámaras que ve la gente a su alrededor. De modo que, como yo no llevaba ningún aparato de grabación a la vista, me convertí en parte del mobiliario del salón de actos.

El primer corrillo conversaba sobre la posición del senador Ryman respecto a la pena capital. Es un tema que no ha dejado de estar en el candelero desde que los muertos empezaron a levantarse y a deambular por el mundo de los vivos. Si se mata a alguien por matar a alguien, ¿no se contradice con el espíritu de la ley si luego el cadáver del ajusticiado se reanima y se lanza a matar a más gente? La mayoría de los presos en el corredor de la muerte permanecen allí hasta que mueren por causas naturales; luego el gobierno confisca sus desgarbados cadáveres reanimados y los cede para la investigación de la cura de turno. Todo el mundo sale ganando, salvo los desafortunados reos que son devorados por los recién fallecidos antes de que se les pueda controlar.

Otro grupo de asistentes al mitin hablaba sobre los posibles candidatos. No había duda de que el senador Ryman estaba consiguiendo una recepción favorable, pues se referían a sus competidores como «una puta barata del mundo del espectáculo» —ésa debía de ser la congresista Wagman— y «un instrumento arrogante de la derecha ultrarreligiosa», que debía de ser el gobernador de Texas, David Tate, la única voz que clamaba que los zombies sólo pararían de comerse a los buenos hombres y mujeres estadounidenses cuando el país regresara a sus raíces morales y éticas. La cuestión de si los zombies también dejarían de comerse a los ciudadanos de otras nacionalidades nunca se ponía sobre la mesa, lo cual era una pena, ya que me gustaba la idea de los zombies pidiéndote el pasaporte para asegurarse de que podían morderte.

Una vez comprobado que no iba a oír nada nuevo en ese corrillo busqué alrededor una conversación a la que valiera la pena sumarse. El grupo más cercano a la puerta tenía una pinta prometedora: conté entre ellos un buen número de ceños fruncidos, y eso suele ser una garantía de que está tratándose algo interesante. Di media vuelta y me acerqué lo suficiente para oír lo que hablaban.

—Lo realmente importante es si mantendrá sus promesas —decía un hombre. Ya rondaba los sesenta años, así que debía de haber vivido el Levantamiento ya de adulto y debía de pertenecer a la generación que consideraba la cuarentena como el único medio de garantizar la seguridad contra el virus—. ¿Podemos confiar en otro presidente que no se compromete a realizar una purga total de la población zombie de los parques nacionales?

—Sea razonable —repuso la única mujer del grupo—. No se puede exterminar a las especies en peligro de extinción sólo porque puedan experimentar una amplificación del virus. Ese tipo de acciones drásticas no contribuirán a incrementar la seguridad del hombre de la calle.

—No, pero podría evitar que otras madres tengan que enterrar a sus hijos tras sufrir el ataque de un ciervo zombie —replicó el hombre.

—De hecho fue un alce, y los «hijos» eran un grupo de universitarios que cruzó un tramo vedado de la frontera con Canadá para conseguir un poco de maría barata —puntualicé. Todas las cabezas se volvieron hacia mí. Me encogí de hombros—. Era una zona de nivel 1, de acceso prohibido a casi cualquier persona no perteneciente al ejército o a ciertas áreas de la comunidad científica… En el supuesto de que estuvieran hablando del incidente ocurrido el pasado agosto y no se me haya pasado por alto el ataque de otro ungulado. —Sabía que estaba en lo cierto; sigo religiosamente todas las noticias sobre los ataques de los animales a los humanos, y los archivo en dos categorías: «Necesitamos leyes más estrictas» y «Darwin tenía razón». Creo firmemente que la gente no debería tener animales capaces de una amplificación viral, pero también creo que exterminar el resto de los grandes mamíferos del mundo no es la solución. Si uno se interna en los bosques de Canadá sin el equipo adecuado, recibe lo que merece, entre lo que se cuenta el ataque de un alce reanimado.

El hombre se puso rojo como un tomate.

—Me parece que no estaba hablando con usted, señorita.

—Tiene razón. Aun así, los datos sobre el suceso están perfectamente documentados. Insisto, en el supuesto de que estemos hablando del mismo incidente.

—Bueno, Carl, dinos, ¿a la señorita se le ha pasado por alto un nuevo incidente o estás hablando del suceso con el alce? —preguntó otro hombre, con el gesto ligeramente divertido.

La respuesta del primer hombre era innecesaria; su mirada bastaba. Dio la espalda bruscamente al trío que formábamos sus interlocutores y se dirigió hacia otro corrillo que, a un par de pasos de nosotros, condenaba con vigor la postura del senador Ryman sobre la pena de muerte.

—Creo que nunca antes lo había visto derrotado por los hechos —señaló la mujer, ofreciéndome la mano—. Nunca lo olvidaré. Rachel Green. Pertenezco a la delegación local de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales.

—Dennis Stahl, del
Eakly Times
—se presentó el otro hombre, mostrándome fugazmente su pase de prensa como una rápida muestra de solidaridad.

Aliviada por que mis gafas de sol ocultaban las expresiones más sutiles de mi rostro, le estreché la mano a la señora Green.

—Georgia Mason. Soy una de las blogueras que cubren la campaña del senador Ryman.

—Mason. —Repitió la señora Green—. ¿Como en el…? Hice un gesto afirmativo con la cabeza. Ella se estremeció.

—¡Oh, querida! ¿No resultará esto un poco violento?

—No, a menos que usted tenga ganas de discutir. Estoy aquí para recoger las reacciones a las propuestas del senador, no para formular las mías. Además —añadí haciendo un gesto con la cabeza hacia la espalda de Carl—, no soy tan radical como otros. Simplemente tengo una opinión firme sobre la posesión de animales grandes en las zonas urbanas, y creo que se puede estar o no de acuerdo en ese tema, ¿no le parece?

—Por supuesto —respondió, claramente aliviada.

El señor Stahl rompió a reír.

—Rachel recibe muchas críticas de la prensa local por sus ideas. Dígame, señorita Mason, ¿cómo está tratándola la campaña electoral?

—¿Está diciéndome que no lee nuestros artículos? —le pregunté en un tono desenfadado, aunque realmente quería conocer la respuesta. La aceptación del mundo periodístico es una de las últimas cosas que un blog consigue. Tal vez se nos acepte en la comunidad, pero hasta que los medios de comunicación tradicionales no empiezan a tomarse en serio los reportajes de un nuevo blog, éste no puede considerarse realmente afianzado.

—Sí los leo —respondió—. Son buenos. Un poco duros, pero buenos. Os interesa el tema que tratáis, y eso se nota.

—Gracias. —Me volví a la señora Green—. ¿Le ha gustado la presentación?

—¿De verdad es tan sincero como parece?

—No he visto nada que me haga pensar lo contrario —contesté, y me encogí de hombros—. Dejando a un lado la fantasía de la objetividad periodística, el senador es un buen tipo. Tiene ideas brillantes y sabe exponerlas. O es el mayor impostor que me he encontrado jamás o va a convertirse en nuestro próximo presidente. No es que ambas posibilidades sean incompatibles, pero bueno.

—¿Le importa si cito sus palabras en mi periódico? —inquirió el señor Stahl, con el repentino ímpetu de depredador que rápidamente reconozco entre mis colegas.

Le sonreí.

—Adelante. Pero, si es tan amable, asegúrese de incluir para sus lectores un enlace a nuestra página.

—Por supuesto.

Los tres seguimos charlando un rato más; luego nos despedimos amablemente, nos separamos y cada uno se fue por su lado. Yo seguí saltando de grupo en grupo, observando divertida que Carl (no me había dicho su apellido y yo no se lo había preguntado) me rehuía continuamente, como si temiera que le echara por tierra sus diatribas con mi desafortunado conocimiento de los hechos. Ya me he topado otras veces con este tipo de personas, normalmente en actos de protesta. Son de esos que preferirían que limpiáramos el mundo y abatiéramos de un tiro a los enfermos en vez de jugarse la vida en situaciones impredecibles y de riesgo potencial. En otras épocas habían sido los antisemitas, los racistas, los contrarios a la liberación de la mujer, los homófobos, o todas esas cosas a la vez. Hoy en día son antizombies en el grado más extremo, y se valen de su radicalismo para declarar que los demás apoyamos el «plan de los reanimados». Me he encontrado con un montón de zombies (no tantos como Shaun o mamá, pero tampoco tengo su impulso suicida), y según mi experiencia, el único «plan de los reanimados» consiste en comerte, no en lograr la aceptación y el apoyo popular. Siempre habrá gente para la que odiar les resulta más fácil si no se basa en nada más que en el miedo. Y yo siempre haré todo lo que esté en mi mano para hostigarlos y provocar que les salga el tiro por la culata.

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