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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Experta en magia (21 page)

BOOK: Experta en magia
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—Yo presté ese juramento —dijo Viviana, con su habilidad de responder a las preguntas no formuladas—, pero la señal se ha ido borrando con el tiempo. Si miras bien aún se ve un poquito en la raíz del pelo, aquí.

—Sí, un poquito. ¿Qué significa consagrarse a la Diosa, señora? ¿Quién es la Diosa? Una vez pregunté al padre Columba si Dios tenía algún otro nombre y dijo que no, que sólo había un nombre por el que uno podía salvarse: Jesucristo. Pero… —se interrumpió avergonzada—. Soy muy ignorante en estas cuestiones.

—Saber que eres ignorante es el principio de la sabiduría. Así, cuando empieces a aprender, no tendrás que olvidar todas las cosas que creías saber. A Dios se le llama por muchos nombres, pero en todas partes es Uno; así que, cuando rezas a María, madre de Jesús, rezas sin saberlo a la Madre Mundo en una de sus muchas formas.

—Tu madre fue sacerdotisa antes que tú…

—Es cierto, pero no es sólo cuestión de sangre. Yo heredé su videncia, pero me consagré a la Diosa por propia voluntad. La Diosa no llamó a tu madre ni a Morgause. Igraine la sirvió con su boda. Sobre Morgause, la Diosa no tuvo poder ni convocatoria.

—Las sacerdotisas convocadas por la Diosa ¿nunca se casan?

—Generalmente no. No se consagran a nadie, exceptuando en el Gran Matrimonio, en el que un sacerdote y una sacerdotisa se unen como símbolos de Dios y Diosa; los niños nacidos de esa unión no son hijos de mortal, sino de la Diosa. Es un Misterio que aprenderás a su debido tiempo. Así nací yo y no tengo padre terrenal…

Morgana la miró fijamente, susurrando:

—¿Quieres decir que tu madre se acostó con un Dios?

—No, por supuesto que no. Sólo con un sacerdote, investido con el poder de Dios; probablemente, alguien cuyo nombre ella nunca supo.

Tenía la expresión ausente mientras recordaba cosas extrañas. Morgana las vio cruzar por su frente. Era como si el fuego dibujara imágenes en la habitación, la gran figura de un Astado… De pronto se estremeció.

—¿Estás cansada, niña? Tendrías que dormir.

Pero ella volvía a sentir curiosidad.

—¿Naciste en Avalón?

—Sí, aunque me eduqué en la isla de los Druidas, en el norte. Y cuando me hice mujer la Diosa puso la mano sobre mí; llevo la sangre de las sacerdotisas natas, y creo que tú también, hija mía.

Su voz sonaba remota. Se levantó para contemplar el fuego.

—Estoy tratando de recordar cuánto hace que llegué aquí, con la anciana… La luna estaba entonces más al sur, pues era época de cosecha y se acercaban los días oscuros de Samhain. Fue un invierno riguroso, aun en Avalón; por la noche se oían los lobos y la nieve se amontonaba; pasamos hambre, pues nadie podía viajar por el lago a través de las tormentas; algunos niños de pecho murieron al retirarse la leche a sus madres. Luego se congeló el lago y nos trajeron alimentos en trineos. Por entonces yo era doncella; aún no me habían crecido los pechos. Y ahora soy vieja, una anciana… Tantos años, hija…

Morgana notó que le temblaba la mano y se la estrechó con fuerza. Después de un momento, Viviana la atrajo a su lado y le rodeó la cintura con un brazo.

—Tantas lunas, tantos veranos… Y ahora parece que Samhain llega tras Beltane en menos tiempo que el que tardaba la luna en pasar de nueva a llena cuando yo era joven. Y tú también contemplarás este fuego y envejecerás como yo, a menos que la Madre te reserve otras tareas. Ah, Morgana, Morgana, pequeña, tenía que haberte dejado en casa de tu madre…

La niña la abrazó con fuerza.

—¡No podía quedarme allí! Habría preferido morir.

—Lo sé —reconoció Viviana suspirando—. Creo que la Madre ha puesto su mano también sobre ti, hija. Pero vienes de una vida fácil a una difícil y amarga, Morgana. No es fácil hacer la voluntad de Ceridwen; no sólo es la Gran Madre del amor y de la fecundidad, sino también la Dama de las tinieblas y de la muerte. —Acarició con un suspiro el suave pelo de su sobrina—. También es Morrigán, la mensajera de la contienda, el Gran Cuervo… Oh, Morgana, Morgana, ojalá hubieras sido hija mía, pero aun así no puedo protegerte. Tengo que utilizarte para los fines de la Diosa, como yo misma fui utilizada. —Apoyó la cabeza en el hombro de la niña—. Te amo, créeme, pues llegará un momento en que me odiarás tanto como ahora me amas.

Morgana cayó impulsivamente de rodillas.

—Nunca —susurró—. Estoy en las manos de la Diosa… y en las tuyas…

—Quiera Ella que jamás te arrepientas de estas palabras. —Viviana alargó las manos hacia el fuego. Eran pequeñas y fuertes, algo hinchadas por los años—. Con estas manos he ayudado a nacer; he visto correr entre sus dedos la sangre vital de un hombre. Una vez traicioné a alguien, enviándolo a la muerte; un hombre que había estado entre mis brazos y a quien había jurado amar. Acabé con la paz de tu madre y ahora le he quitado a sus hijos. ¿No me temes, no me odias, Morgana?

—Te temo —dijo la niña, todavía arrodillada a sus pies, con el rostro radiante a la luz del fuego—, pero nunca te odiaré.

Su tía suspiró profundamente, apartando de sí los presentimientos y el pavor.

—No es a mí a quien temes, sino a Ella. Ambas estamos en sus manos, hija. Tu virginidad es sagrada para la Diosa. Cuida de mantenerla hasta que la Madre te haga conocer su voluntad.

Morgana apoyó las manitas sobre las de Viviana.

—Que así sea —susurró—. Lo juro.

Al día siguiente fue a la Casa de las doncellas, donde permanecería varios años.

HABLA MORGANA…

¿C
ómo escribir sobre la educación de una sacerdotisa? Lo que no es obvio, es secreto. Quienes hayan recorrido ese camino lo sabrán; las que no, nunca podrán imaginarlo, aunque revelara todas las cosas prohibidas. Siete veces Beltane llegó y se fue; siete veces los inviernos nos helaron de frío. La videncia resultaba fácil; Viviana había dicho que yo era sacerdotisa nata. Lo que ya no era tan fácil era convocarla a voluntad o evitarla cuando no era oportuna.

Era la pequeña magia la que más costaba: forzar la mente a recorrer caminos desacostumbrados. Convocar el fuego, las brumas, atraer la lluvia… todo eso era fácil; era mucho más complicado saber cuándo atraer la lluvia o la niebla y cuándo dejarlo en manos de los dioses. Había otros temas en los que la videncia no me ayudaba en absoluto: la ciencia de las hierbas y la ciencia de curar, los largos cánticos de los que no se podía escribir una sola palabra, pues ¿cómo confiar el conocimiento de los Grandes a algo hecho por manos humanas? Algunas de las lecciones eran gozo puro, pues se me permitió aprender a tocar la lira y fabricar una para mí, utilizando maderas sagradas y las tripas de un animal sacrificado en un rito. Otras lecciones eran terroríficas.

La más difícil de todas fue, quizá, mirar dentro de mí misma, bajo la influencia de drogas que liberaban la mente del cuerpo, y leer en las paginas del pasado y del porvenir. Pero de eso no puedo decir nada. Finalmente me arrojaron de Avalón, vestida sólo con una camisa larga y sin más armas que mi pequeña daga de sacerdotisa, para que regresara… si podía. Si no lo conseguía me llorarían como si hubiera muerto, pero las puertas no volverían a abrirse ante mí a menos que lo hiciera con mi voluntad. Y cuando las brumas se cerraron a mi alrededor, vagué largamente por la orilla del lago extraño, oyendo sólo las campanas y los dolientes cánticos de los monjes. Y por fin me abrí paso entre la niebla y la convoqué, con los pies en la tierra y la cabeza entre las estrellas, esparcidas por todo el horizonte, y pronuncié en voz alta el gran verbo del Poder…

Y las brumas se abrieron y vi ante mí la misma costa soleada a la que había llegado con la Dama siete años atrás, y planté los pies en la tierra sólida de mi hogar y lloré, como lo había hecho al llegar por primera vez, como una niña asustada. Entonces la mano de la Diosa puso entre mis cejas la señal de la media luna… Pero éste es un Misterio del que está prohibido escribir. Quienes han sentido arder la frente con el beso de Ceridwen sabrán a qué me refiero.

La segunda primavera a partir de entonces, cuando ya se me había liberado del silencio, Galahad volvió a Avalón, ya diestro en la lucha contra los sajones a las órdenes de su padre, el rey Ban de la baja Britania.

12

A
lcanzado cierto grado, las sacerdotisas se turnaban para servir a la Dama del Lago, sobre todo en la temporada en que estaba muy atareada con los preparativos para la fiesta de mitad del verano. Era tan temprano que el sol aún estaba escondido en la neblina, en la línea del horizonte, pero Viviana entró en el cuarto contiguo donde dormía su ayudante y la despertó sin hacer ruido.

La mujer se levantó de la cama, poniéndose la sobreveste sobre el vestido.

—Di a los barqueros que se preparen. Y dile a mi sobrina Morgana que venga a atenderme.

Al poco Morgana se detuvo respetuosamente ante la entrada; tras nueve años de aprendizaje en las artes sacerdotales, sabía moverse tan silenciosamente que ni una pisada ni un soplo de aire delataban su paso. Pero ya no le extrañaba que Viviana se volviera de inmediato, diciendo:

—Pasa, Morgana.

Contrariamente a su costumbre, no la invitó a sentarse. La dejó en pie para observarla atentamente.

Morgana no era alta: sólo medía un par de pulgadas más que la Dama. Llevaba el pelo oscuro trenzado desde la nuca y atado con una cinta de piel de ciervo; vestía la túnica azul oscuro y las pieles de ciervo de las sacerdotisas; entre sus cejas brillaba la media luna azul. Por delicada y anónima que pudiera parecer, en sus ojos había un destello y, cuando así lo deseaba, podía arrojar sobre sí misma un hechizo que la hacía crecer, no sólo en estatura, sino en majestuosidad. Ya parecía no tener edad; su aspecto sería el mismo cuando asomaran las canas en su pelo oscuro.

«No, no es hermosa —pensó Viviana con cierto alivio: luego se preguntó qué importancia tenía—. Cuando tengas mi edad, hija, no importará que seas hermosa o no, pues todo el mundo te tendrá por una belleza cuando así lo desees; y cuando no podrás sentarte en un rincón y fingir que eres una simple anciana, lejos ya de esos pensamientos.» Ella misma había tenido que librar aquella batalla más de veinte años atrás, al ver que Igraine se hacía mujer con la belleza felina por la que ella, aún joven, habría dado con gusto su alma y todo su poder.

Entonces cayó en la cuenta de que Morgana aún esperaba en silencio.

—Me estoy haciendo vieja —dijo con una sonrisa—. Me he perdido entre los recuerdos. Ya no eres la criatura que llegó aquí hace muchos años, pero a veces lo olvido.

La sonrisa transformó la cara de Morgana, que en reposo parecía muy mohína. «Como la de Morgause —pensó Viviana—, aunque por lo demás no se parecen en nada. Es la sangre de Taliesin.»

—Creo que no olvidas nada, tía.

—Tal vez no. ¿Has desayunado, hija?

—No, pero no tengo hambre.

—Muy bien. Quiero que vayas en la barca.

La muchacha, que se había habituado al silencio, respondió sólo con un gesto de respeto y asentimiento. La petición no era extraña, por supuesto: la barca de Avalón tenía que ser guiada siempre por una sacerdotisa que conociera el camino secreto a través de la niebla.

—Es una misión familiar —dijo Viviana—. Mi hijo se aproxima a la isla y me parece conveniente que alguien de la familia esté allí para darle la bienvenida.

Morgana sonrió.

—¿Balan? Y Balin, ¿no temerá por el alma de su hermano de leche si éste se aleja de las campanas de iglesia?

Una chispa de humor iluminó los ojos de la tía.

—Los dos son hombres orgullosos y guerreros abnegados, que llevan vidas intachables, siempre buscando deshacer entuertos. No me arrepiento de haber hecho que Balan se educara en el mundo exterior, pues no tenía vocación de druida. Pero no: él está lejos, combatiendo contra los sajones junto a Uther. Me refería a mi hijo menor.

—Suponía que Galahad aún estaba en Britania.

—Yo también, pero anoche la videncia me lo mostró. Está aquí. La última vez que nos vimos tenía sólo doce años. Ha crecido mucho; debe de tener dieciséis años, o más, y está listo para ser armado caballero. Pero no estoy segura de que lo logre.

Morgana sonrió. A su llegada a la isla, cuando era una niña solitaria, a veces le habían permitido pasar sus ratos libres con Galahad.

—Ban de Benwick ya debe de ser anciano —comentó.

—Anciano, sí. Y como tiene muchos hijos varones, el mío es sólo uno más entre los bastardos del rey. Pero un hijo del Gran Matrimonio no puede ser tratado como cualquier otro bastardo. —Viviana había respondido a la pregunta no formulada—. Su padre le habría dado tierras y propiedades en Britania, pero antes de que cumpliera seis años me ocupé de que el corazón de Galahad estuviera siempre aquí, en el lago.

Viendo el destello en los ojos de su sobrina, volvió a responder al comentario callado.

—¿Te parece cruel hacer que sea desdichado para siempre? Quizá. Pero la crueldad no fue mía, sino de la Diosa. Su destino está en Avalón; la videncia me lo mostró arrodillado ante el sagrado cáliz.

Una vez más, con una inflexión irónica, Morgana hizo el pequeño gesto de asentimiento con que las sacerdotisas bajo voto de silencio aceptan una orden.

De pronto, Viviana se enfadó consigo misma. «Heme aquí, justificándome por lo que he hecho con mi vida y la de mis hijos ante una simple niña. ¡No le debo ninguna explicación!» Luego dijo con voz glacial:

—Ve con la barca, Morgana, y tráelo a mí.

Por tercera vez, Morgana hizo un gesto afirmativo y dio media vuelta para salir.

—Un momento —dijo su tía—. Desayunarás con nosotros cuando volváis. También es tu primo.

Cuando Morgana volvió a sonreír, Viviana se dio cuenta sorprendida de que había estado tratando de provocar aquel gesto.

Morgana bajó por el sendero hasta la orilla del lago. Su corazón latía más rápidamente que de costumbre. Últimamente le sucedía que, cuando hablaba con la Dama, a menudo se mezclaban afecto y enfado; no podía expresar ninguno de esos sentimientos, lo cual provocaba reacciones extrañas en su mente. Era sorprendente, pues le habían enseñado a dominar sus emociones tanto como sus palabras e, incluso, sus pensamientos.

Recordaba a Galahad de sus primeros años en Avalón: un niño escuálido, moreno y apasionado. No le había inspirado mucho cariño, pero como echaba de menos a su hermano pequeño permitió que el solitario niño correteara tras ella. Después lo enviaron a educarse lejos; desde entonces sólo había vuelto a verlo a los doce años, todo ojos, dientes y huesos asomando entre la ropa, que se le había quedado estrecha. Por entonces Galahad manifestaba un intenso desdén por todo lo femenino y, como ella estaba ocupada con la parte más difícil de su aprendizaje, le prestó poca atención.

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