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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Experta en magia (16 page)

BOOK: Experta en magia
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—Pues a mí me parece un banquete navideño después de lo que he estado comiendo a la intemperie.

—Masticaba ruidosamente, desgarrando el pan con fuertes dedos y cortando trozos de queso con su cuchillo—. ¿Piensas seguir llamándome «señor»? He soñado tanto con este momento, Igraine… —Dejó el queso para mirarla. Luego la abrazó por la cintura para acercarla a su silla—. ¿No hay una palabra cariñosa para mí? ¿Es posible que sigas siendo leal a Gorlois?

—He tomado una decisión —contestó ella dejándose atraer.

—He esperado tanto… —susurró el rey sentándola sobre sus rodillas. Luego siguió con la mano el contorno de su cara—. Empezaba a temer que este momento no llegaría jamás. Y ahora no me dedicas una sola palabra de amor o de ternura. Igraine, Igraine, ¿ha sido un sueño, después de todo, pensar que me amabas y me deseabas? ¿Tendría que haberte dejado en paz?

Ella tuvo frío; temblaba de pies a cabeza.

—No, no —musitó—. Si era un sueño, yo también lo soñé.

Lo miró sin saber qué más decir o hacer. No tenía miedo, como con Gorlois, pero ante la inminencia del momento se preguntó, con un súbito ataque de pánico, por qué había llegado tan lejos. Él la mantenía rodeada con el brazo, sentada en sus rodillas y con la cabeza apoyada en su pecho. Con la mano le abarcó toda la cintura.

—No me había percatado de lo esbelta que eres. Eres alta; te tomé por una mujer corpulenta y majestuosa, pero eres frágil, algo que podría quebrar con mis manos como los huesos de un pajarillo. Y tan joven…

—No soy tan joven —corrigió ella, riendo repentinamente—. Llevo cinco años de casada y tengo una hija.

—Pareces demasiado joven para eso. ¿Era la pequeña que vi abajo?

—Mi hija, Morgana. —Y de pronto Igraine comprendió que él también retrasaba el momento de la verdad, intranquilo. Supo por instinto que, pese a sus treinta y tantos años, sólo tenía experiencia con mujeres de la vida; una mujer decente, de su clase, era algo nuevo. Y lamentó no saber qué hacer ni qué decir.

Por ganar algo de tiempo, acarició las serpientes tatuadas en sus muñecas.

—No te las había visto antes.

—No —dijo él—. Me las hicieron en la isla del Dragón, al coronarme. Ojalá hubieras estado allí conmigo, mi reina. —Y le cogió la cara entre las manos inclinándola hacia atrás para besarla en los labios—. No quiero asustarte, pero he soñado tanto con este momento…

Ella se dejó besar, trémula, sintiendo que algo se agitaba extrañamente en su interior. Con Gorlois nunca había sido así… Y, de pronto, volvió a tener miedo. Con Gorlois no tomaba parte, era algo que él hacía y que ella se limitaba a observar a distancia. Ahora, bajo los labios de Uther, supo que ya no podría permanecer ajena; no volvería a ser la de siempre. La idea la aterrorizó. Pero saber que él la deseaba tanto le aceleraba la sangre en las venas. Apretó las serpientes azules.

—Las vi en un sueño… pero pensé que era sólo un sueño.

Él asintió gravemente.

—Yo soñé con ellas antes de tenerlas. Y tú también llevabas algo parecido en los brazos, sólo que eran doradas.

Ella sintió que se le erizaba el vello de la nuca. No había sido un sueño, sino una visión del país de la Verdad.

—No recuerdo todo el sueño —dijo Uther, mirando por encima de su hombro—. Sólo que estábamos juntos en una gran llanura, ante algo parecido a un círculo de piedras. ¿Qué significa que compartamos los sueños, Igraine?

A ella se le quebró la voz como si estuviera a punto de echarse a llorar:

—Tal vez sólo signifique que estamos destinados el uno a la otra, mi rey… mi señor… y mi amor.

—Mi reina y amada. —De súbito la miró a los ojos; fue una larga mirada y una larga pregunta—. El tiempo de soñar ha terminado, Igraine.

Y se puso en pie, reteniéndola entre sus brazos. Cruzó la habitación en dos zancadas para depositarla en la cama y, arrodillándose a su lado, la besó otra vez.

—Mi reina —murmuró—. Ojalá te hubieran coronado junto a mí. Allí celebran ritos que ningún cristiano tendría que conocer. Pero sin ellos yo no sería reconocido como rey por el pueblo antiguo, el cual estaba aquí mucho antes de que los romanos llegaran a estas islas. Recorrí un largo camino para llegar aquí; parte de él, sin duda, no existe en el mundo que conozco.

—¿Te pidieron que celebraras el Gran Matrimonio con la tierra, como antaño? —La atravesó una súbita punzada de celos al pensar que una sacerdotisa podía haber simbolizado para él la tierra que juraba defender.

—No —dijo él—. No sé si lo habría hecho, pero no me lo pidieron. Merlín dijo que era él quien tenía que prestar juramento de sacrificarse por su pueblo, en caso necesario. —Se interrumpió—. Pero esto no ha de tener sentido para ti.

—No olvides que me crié en Avalón —observó ella—. Mi madre era sacerdotisa; mi hermana mayor es ahora la Dama del Lago.

—¿Tú también eres sacerdotisa, Igraine?

Negó con la cabeza. Iba a pronunciar un simple «no», pero dijo:

—En esta vida no.

—Acaso… —Uther volvió a trazar con el dedo las serpientes imaginarias, mientras se tocaba las suyas con la otra mano—. Siempre he sabido que tuve otras existencias; me parece que la vida es algo demasiado grande para vivirla de una sola vez y apagarla luego, como una lámpara al viento. ¿Y por qué, al verte por primera vez, tuve la sensación de conocerte desde siempre? De estos misterios tal vez sepas más que yo. Dices que no eres sacerdotisa, pero supiste venir a prevenirme… Tal vez no tengo que preguntar más, para no oír de ti lo que ningún cristiano tendría que saber. En cuanto a éstas —volvió a acariciar las serpientes con la yema del dedo—, quizá las usé antes de esta existencia y por eso el hombre que me las tatuó dijo que eran mías por derecho. Las uso como símbolo de que extenderé mi protección sobre esta tierra igual que el dragón despliega las alas.

—En ese caso —susurró ella—, serás sin duda el más grande de los reyes, mi señor…

—¡No me llames así! —la interrumpió él con fiereza, inclinándose para cubrirle la boca con la suya.

—Uther —susurró ella, como en un sueño.

La besó en el hombro desnudo pero, cuando quiso quitarle el vestido, ella se apartó con un gesto de temor; tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía hablar. Uther le puso las manos en los hombros y la miró a los ojos, diciendo delicadamente:

—¿Tan mal te han tratado, amada mía? Que Dios me castigue si alguna vez tienes algo que temer de mí, ahora o siempre. —A la luz vacilante de la lámpara, las lágrimas oscurecían sus ojos aunque eran azules—. Igraine, te juro por mi corona y por mi hombría que serás mi reina y que nunca preferiré a otra mujer ni te apartaré de mi lado. ¿Crees acaso que te trato como a una cualquiera?

Su voz temblaba; Igraine comprendió que era porque tenía miedo de perderla. Y al saber que él también era vulnerable al miedo, el suyo desapareció. Le rodeó el cuello con los brazos, diciendo con claridad:

—Eres mi amor, mi señor y mi rey. Te amaré mientras viva y, después, hasta que Dios disponga.

Entonces se dejó desvestir y se refugió desnuda en sus brazos. Nunca había imaginado que pudiera ser así. Hasta aquel momento, pese a cinco años de matrimonio y el nacimiento de una hija, había sido una inocente e ignorante muchacha. Ahora cuerpo, mente y corazón se fundían, y se unía a Uther como nunca se había unido a Gorlois. Pensó fugazmente que no había intimidad como ésa, ni siquiera para un niño en el vientre de su madre…

Él se recostó en su hombro, fatigado, haciéndole cosquillas en los pechos con el pelo áspero.

—Te amo, Igraine —murmuró—. Surja de esto lo que surja, te amo. Y si viene Gorlois, lo mataré antes de que pueda volver a tocarte.

Ella no quería pensar en Gorlois. Le apartó de la frente el pelo claro, susurrando:

—Duerme, amor mío, duerme.

Igraine no quería dormir. Aun cuando la respiración de Uther se hizo pesada y lenta, siguió despierta, acariciándolo con suavidad. Su torso era casi tan suave como el de ella, cubierto por un vello ralo y rubio. Su olor era dulce pese al sudor. Nunca se cansaría de tocarlo. Al mismo tiempo que custodiaba celosamente su descanso, deseaba que despertara para tomarla nuevamente en sus brazos. Ya no sentía miedo ni culpa; lo que con Gorlois había sido deber y resignación se convertía en un deleite casi insoportable, como si se hubiera reencontrado con alguna parte perdida de su cuerpo y de su alma.

Por fin se quedó dormida, inquieta, acurrucada en la curva de su cuerpo. Apenas una hora después la despertó de repente una conmoción en el patio. Se incorporó mientras se apartaba el pelo del rostro. Uther la atrajo hacia el colchón, soñoliento.

—Duerme, amor mío. El alba aún está lejos.

—No —dijo ella, con seguro instinto—, no tenemos que retrasarnos más.

Después de echarse encima un vestido y una sobreveste, se recogió el pelo con manos trémulas. La lámpara se había extinguido y en la oscuridad no encontraba las horquillas, así que finalmente se cubrió con un velo y se calzó para correr abajo. Aún estaba demasiado oscuro para ver con claridad. En el gran salón sólo brillaba el pequeño resplandor del fuego cubierto. De pronto se detuvo en seco ante una ligera corriente de aire.

Allí estaba Gorlois, con un gran tajo de espada en el rostro, mirándola con indecible dolor, reproche y consternación. Era la visión que tuvo meses atrás, el espectro de la muerte. Cuando levantó la mano, Igraine notó que le faltaban tres dedos, uno de ellos el del anillo. Su palidez era fantasmagórica, pero la miraba con pena y amor, y sus labios se movieron formando su nombre. En aquel momento comprendió que Gorlois también la había amado a su manera. Por ese amor había traicionado a Uther, acabando con el honor y el ducado, sólo para que ella le respondiera con odio e impaciencia. Con la garganta atenazada por la angustia, quiso gritar su nombre, pero él desapareció en un movimiento del aire, como si nunca hubiera estado allí. Y en aquel momento el pétreo silencio que la rodeaba se convirtió en voces masculinas que gritaban en el patio:

—¡Abrid paso! ¡Abrid paso! ¡Luces aquí, luces!

El padre Columba entró en el salón y metió una antorcha entre las ascuas para encenderla. Luego corrió a abrir la puerta de par en par.

—¿A qué viene ese alboroto?

—Han matado a vuestro duque, hombres de Cornualles —gritó alguien—. ¡Traemos el cadáver del duque! ¡Abrid paso! ¡Gorlois de Cornualles ha muerto y traemos su cuerpo para sepultarlo!

Igraine sintió que los brazos de Uther la sostenían por detrás; de lo contrario se habría caído. El padre Columba protestó en voz alta:

—¡No, no puede ser! El duque llegó anoche con algunos de sus hombres. En este momento duerme arriba, en la alcoba de su señora…

—No. —La voz de Merlín, aunque suave, resonó hasta en los últimos rincones del patio. Cogió una de las antorchas, la acercó a la del sacerdote para encenderla y se la entregó a uno de los soldados— El duque traidor nunca llegó a Tintagel como ser viviente. Vuestra señora está aquí, con vuestro rey y señor Uther Pendragón. Hoy mismo los casaréis, padre.

Hubo gritos y murmullos entre los soldados; los criados, habían acudido a la carrera, miraban estupefactos la tosca litera de cuero cosido que introducían en el salón. Igraine rehuyó aquel cuerpo cubierto. El padre Columba descubrió la cara, hizo la señal de la cruz y se apartó, dolorido y furioso.

—Esto es brujería —escupió, blandiendo la cruz entre ellos—. Esta sucia ilusión fue obra tuya, anciano hechicero.

Igraine intervino:

—¡Cuidado, cura, con lo que le dices a mi padre!

Merlín alzó una mano.

—No necesito la protección de ninguna mujer… ni de ningún hombre, señor Uther —dijo—. Y esto no ha sido hechicería. Visteis lo que deseabais ver: el regreso de vuestro señor. Sólo que vuestro señor no era el traidor Gorlois, que había perdido todo derecho sobre Tintagel, sino el verdadero gran rey y señor, que venía a coger lo que era suyo. Limitaos a vuestro sacerdocio, padre; tenéis que oficiar un entierro y celebrar una misa nupcial entre vuestro rey y mi señora, a la que ha escogido como esposa.

Igraine, desde los brazos de Uther, devolvió la mirada resentida del cura; sin duda se habría vuelto contra ella, tratándola de bruja y puta, pero el miedo a Uther lo mantuvo callado. El padre Columba le volvió la espalda y se arrodilló junto al cadáver de Gorlois para rezar. Pasado un momento, Uther también se arrodilló; su pelo rubio relucía a la luz de las antorchas. Hizo lo propio a su lado. ¡Pobre Gorlois! «Había recibido la muerte del traidor y la tenía bien merecida, pero la había amado.»

Igraine se disponía a arrodillarse junto a Uther cuando una mano en su hombro se lo le impidió. Merlín la miró a los ojos.

—Así que ha sucedido, Grainné. Tu destino, tal como estaba predicho. Procura afrontarlo con todo tu valor.

Arrodillada junto a Gorlois, rezó por el difunto; después, sollozando, rezó por sí misma y por el destino desconocido que tenían ante ellos. Al contemplar el rostro de Uther, ya tan amado, comprendió que pronto tendría que tomar las riendas de su reino; nunca volvería a ser tan completamente suyo como la noche pasada. Así, arrodillada entre el cadáver de su esposo y el nombre al que amaría durante toda su vida, luchó contra la tentación de aprovecharse de su amor para alejarlo de los deberes de estado, obligándolo a pensar sólo en ella. Pero Merlín no los había unido para su placer; si trataba de conservarlo no haría más que destruirlo. Cuando el padre Columba se levantó para indicar a los soldados que llevaran el cuerpo a la capilla, ella le tocó el brazo. El cura se volvió, impaciente.

—¿Sí, señora?

—Tengo mucho que confesaros, padre, antes de que el duque vaya a su último descanso… y antes de casarme. ¿Querréis oír mi confesión?

Él la miró con el entrecejo fruncido. Por fin dijo:

—Cuando amanezca, señora.

Y se alejó.

Igraine se acercó a Merlín y le miró a los ojos.

—Eres testigo, padre mío, de que a partir de este momento renuncio para siempre a la hechicería. Hágase la voluntad de Dios.

Merlín contempló con ternura su expresión desolada. Su voz sonó más suave que nunca.

—¿Crees que nuestra hechicería puede conseguir algo que no sea voluntad divina, hija mía?

Ella se aferró a algún resto de aplomo, sin el cual se habría echado a llorar como una criatura ante todos aquellos hombres.

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