Pero comprendió que no podía quedarse. Tenía que devolverla a su casa. Si no lo hacía, se organizaría una gigantesca operación de búsqueda de la linda sordomuda desaparecida.
La noticia de su desaparición atraería a los periodistas antes de un par de días. Se publicaría en todos los diarios de la nación, lo darían por la radio y la televisión y los bosques se llenarían con centenares de hombres dedicados a buscarla.
Hank Fisher contaría a los periodistas cómo trató de penetrar en la casa sin conseguirlo, entonces lo intentarían otros y se armaría un escándalo mayúsculo.
Enoch sintió un sudor frío al pensarlo.
Tantos años de vivir apartado, tantos años de existencia discreta y callada, no habrían servido para nada. Aquella extraña mansión en lo alto de un cerro solitario se convertiría en un misterio para el mundo, en un reto y en un objetivo para todos los chiflados del planeta.
Se dirigió al botiquín en busca de la pomada curativa incluida en el paquete de medicamentos que le envió la Central Galáctica.
Lo sacó y abrió la cajita. Quedaba aún más de la mitad. La había utilizado en el transcurso de los años, pero con parsimonia. En realidad, no era necesario aplicarla en grandes cantidades.
Cruzó la habitación hasta el sofá donde estaba sentada Lucy y se colocó detrás de ella. Le mostró lo que traía y le indicó por gestos el modo de emplearlo. Ella se bajó el vestido de los hombros y él se inclinó para examinarle las heridas.
Estas ya no sangraban pero la carne estaba roja e inflamada.
Enoch le aplicó pomada a los verdugones causados por el látigo, extendiéndola con delicadeza.
Lucy había curado a la mariposa, pensó, pero no podía curarse a sí misma.
La pirámide de esferas que tenía encima de la mesa seguía centelleando y relumbrando, esparciendo bailoteantes manchas de color por toda la habitación.
Funcionaba, pero no comprendía con que objeto. Por último se había puesto en funcionamiento, pero no sucedía nada como resultado de ello.
Ulises llegó cuando el crepúsculo se convertía en noche.
Enoch y Lucy acababan de cenar y estaban sentados a la mesa cuando Enoch oyó sus pisadas.
El extraterrestre permanecía en la penumbra y se asemejaba más que nunca a un payaso cruel, pensó Enoch. Su cuerpo esbelto y grácil parecía de cuero ahumado y curtido. Su tez abigarrada parecía brillar con una débil luminiscencia y su cara dura y angulosa, su calva lisa y reluciente y las orejas aplastadas y puntiagudas pegadas al cráneo, le conferían un aspecto malévolo y horrendo.
Si Enoch no conociese su talante benévolo y risueño, su feroz catadura era para petrificar de espanto al más pintado.
—Te estábamos esperando —dijo Enoch—. La cafetera está hirviendo.
Ulises dio un paso adelante, muy despacio, y se detuvo.
—Tienes a otra persona contigo. Yo diría que es un ser humano como tú.
—No temas, no hay peligro —le dijo Enoch.
—De otro sexo. Una hembra, ¿verdad? ¿Has encontrado a una compañera?
—No —repuso Enoch—. Ella no es mi compañera.
—Has obrado siempre con gran prudencia —le dijo Ulises—. En la situación en que te encuentras, una compañera no sería aconsejable.
—No tienes por qué preocuparte. Esta muchacha posee un defecto físico. No puede comunicarse con sus semejantes. No oye ni habla.
—¿Un defecto, dices?
—Sí, un defecto de nacimiento. Nunca ha oído ni hablado. No puede contar a nadie lo que aquí ha visto.
—¿Y no puede hacerlo por signos?
—No conoce ningún lenguaje mímico. No quiso aprenderlo.
—¿Es amiga tuya?
—Desde hace algunos años —contestó Enoch—. Vino buscando mi protección. Su padre le dio de latigazos.
—¿Sabe su padre que está aquí?
—Cree que está, pero no lo sabe con seguridad.
Ulises salió lentamente de la penumbra para colocarse bajo la luz.
Lucy lo contemplaba, pero su expresión no demostraba el menor temor. Su mirada era firme y serena y no retrocedió.
—No le doy miedo —dijo Ulises—. Veo que no grita ni echa a correr.
—No podría gritar aunque quisiese —observó Enoch.
—Pero sé que cualquier habitante de la Tierra me encontraría repugnante —dijo Ulises.
—Es que ella no ve sólo lo de fuera. Ve también tu interior.
—¿Se asustaría si me inclinase ante ella, como hacen los seres humanos?
—Creo que nada podría complacerla más —dijo Enoch.
Ulises se inclinó con una exagerada cortesía, poniéndose una mano en su vientre correoso y doblándose por la cintura.
Lucy sonrió y palmoteó.
—Ya lo ves —exclamó Ulises, encantado—. Hasta creo que llegaré a gustarle.
—¿Por qué no te sientas, pues —le invitó Enoch—, y tomamos café juntos?
—Me había olvidado del café. La vista de este otro ser humano apartó el café de mi mente.
Se sentó ante la tercera taza preparada para él. Enoch se dispuso a ir en busca del café, pero Lucy se le adelantó.
—¿Ha entendido lo que decíamos? —preguntó Ulises, extrañado.
Enoch meneó negativamente la cabeza.
—Vio que te sentabas ante la taza y que la taza estaba vacía.
Ella sirvió el café y después volvió a sentarse en el sofá.
—¿No se queda con nosotros? —preguntó Ulises.
—Está muy intrigada por esas chucherías de la mesita. Ha conseguido poner a una de ellas en marcha.
—¿Piensas hacer que se quede aquí?
—No puedo quedármela —repuso Enoch—. La buscarán. Tendré que devolverla a su casa.
—Esto no me gusta —dijo Ulises.
—Ni a mí tampoco. Debemos reconocer que no debiera haberla traído aquí. Pero entonces me pareció la única solución posible. No tuve tiempo de pensar en otra cosa.
—No has hecho nada malo —musitó Ulises.
—Ella no puede perjudicarnos —dijo Enoch—. Al no poder hablar…
—Es que no es eso —le atajó Ulises—. Esta muchacha es una complicación y no me gusta que te busques más complicaciones. Esta noche venía para decirte, Enoch, que nos hallamos metidos en dificultades, precisamente.
—¿Dificultades? ¿Qué dificultades?
Ulises levantó la taza de café y bebió un largo sorbo.
—Qué bueno es el café —comentó—. Me llevé la semilla y la planté en mi planeta. Pero allí no tiene el mismo sabor. Este es más bueno.
—¿De qué dificultad hablabas?
—¿Te acuerdas del vegano que murió aquí hace varios de tus años?
Enoch asintió.
—Sí, el «Brumoso»…
—Ese ser tenía nombre…
Enoch soltó la carcajada.
—Veo que no te gustan nuestros apodos.
—No es costumbre entre nosotros —repuso Ulises.
—El nombre que le puse —observó Enoch— es una muestra del afecto que me inspiraba.
—Y tú enterraste a ese vegano.
—En el cementerio de mi familia —dijo Enoch—. Como si fuese uno de los míos. Leí el oficio de difuntos sobre su tumba.
—Esto es santo y bueno —dijo Ulises—, y tal como debiera ser. Hiciste muy bien. Pero el cadáver ha desaparecido.
—¡Cómo! ¡No puede ser! —exclamó Enoch.
—Han profanado la sepultura y se lo han llevado.
—Pero eso tú no puedes saberlo —protestó Enoch—. ¿Cómo lo sabes?
—No soy yo quien lo ha averiguado, sino los de Vega. Los veganos lo saben.
—Pero están a años-luz de distancia…
Pero luego le asaltó la duda, al recordar que la noche en que falleció el anciano sabio, cuando comunicó su muerte a la Central Galáctica, le contestaron que los veganos ya se hallaban enterados de ello, y que no necesitaban certificado de defunción, porque ya sabían de qué había muerto.
Parecía algo imposible, desde luego, pero había demasiadas imposibilidades en la Galaxia que al fin y a la postre resultaban totalmente posibles; por último, uno ya no sabia verdaderamente a qué atenerse.
¿Seria posible, se preguntó, que todos los veganos estuviesen unidos entre sí por una especie de contacto mental? ¿O que una oficina central del Censo (para dar un nombre humano a algo que escapaba a toda comprensión) poseyese una especie de enlace oficial con todos los veganos vivientes, y supiese dónde estaban, cómo estaban y qué hacían en cualquier momento determinado?
Algo de este género podía ser muy posible, tuvo que admitir Enoch. No estaba fuera de las pasmosas facultades que poseían los habitantes de la Galaxia. Pero mantener un contacto similar con el vegano muerto era algo que costaba más de comprender.
—El cadáver ha desaparecido —repitió Ulises—. Eso puedo asegurártelo porque sé que es verdad. Y tú eres el responsable.
—¿Quién dice eso, los veganos?
—Sí, los veganos. Y toda la Galaxia.
—Yo hice lo que pude —dijo Enoch, acaloradamente—. Hice lo que me pidieron. Cumplí al pie de la letra lo que estipula la ley vegana. Rendí honras fúnebres al muerto, según la usanza de mi planeta. No es justo que se me haga cargar siempre con esa responsabilidad. No puedo creer que ese cuerpo haya desaparecido. Nadie sabía dónde estaba. ¿Además, a quién podía interesar?
—Si nos atenemos a la lógica humana —observó Ulises—, tienes razón, desde luego. Pero no según la lógica vegana. Y en este caso, la Central Galáctica se pondría de parte de los veganos.
—Tienes que saber que los veganos son amigos míos —dijo Enoch, sin dar su brazo a torcer—. Nunca he conocido a ninguno que no simpatizase conmigo o con el que no me entendiese. Deja que me entienda directamente con ellos.
—Si sólo se tratase de los veganos —dijo Ulises—, estoy seguro de que el asunto se resolvería satisfactoriamente. Pero la situación está más complicada de lo que parece. Aparentemente es un suceso bastante sencillo, pero en él intervienen muchos factores. Los veganos, por ejemplo, saben desde hace algún tiempo que el cadáver ha desaparecido y esto les causó gran consternación, naturalmente, pero por ciertas consideraciones, guardaron silencio.
—No tenían que haberlo hecho. Hubieran podido acudir a mí. No sé qué se hubiera podido hacer, pero…
—No guardaron silencio por ti, sino por otra cosa.
Ulises acabó de tomarse el café y se llenó de nuevo la taza. Después terminó de llenar la taza medio llena de Enoch y dejó la cafetera encima de la mesa.
Enoch esperó a que prosiguiese.
—Es posible que tú lo ignores —dijo Ulises—, y no sepas que cuando se fundó esta estación, encontró una oposición considerable entre numerosas razas de la Galaxia. Se esgrimieron muchas razones, como suele suceder en tales casos, pero en el fondo la razón primordial, básica, estriba lisa y llanamente en la pugna constante por la preponderancia racial o regional. Una situación semejante, supongo, a las continuas pendencias y maniobras que se producen en la Tierra para obtener una supremacía económica de un grupo sobre otro, o de una nación u otra. En la Galaxia, desde luego, las consideraciones económicas son sólo ocasionalmente los factores fundamentales. Existen muchos otros que ellos.
Enoch asintió y dijo:
—Ya lo sospeché. No recientemente. Pero no presté mucha atención a ello.
—Es en gran medida cuestión de dirección —dijo Ulises—. Cuando la Central Galáctica comenzó su expansión a su brazo espiral, ello significaba que no había tiempo o esfuerzo alguno disponibles para expansiones en otras direcciones. Hay un gran número de razas que ha acariciado durante siglos el sueño de expandirse a alguno de los grupos globulares próximos. Desde luego, ello tiene cierto sentido. Con las técnicas que poseemos, resulta del todo posible el mayor salto a través del espacio a uno de los grupos más cercanos. Además, esos grupos parecen hallarse extraordinariamente exentos de polvo y gas, por lo que una vez llegados a ellos, podríamos expandirnos más rápidamente a su través, de lo que podemos hacerlo en muchas partes de la Galaxia. Pero, en el mejor de los casos, es asunto puramente especulativo, pues no sabemos lo que encontraremos allí. Después de haber realizado todo el esfuerzo y gastado todo el tiempo, podemos encontrar poco o nada, excepto posiblemente un afincamiento real. Pero de ellos disponemos en gran cantidad en la Galaxia. Sin embargo, los grupos tienen una amplia atracción para cierta clase de mentes.
Enoch asintió nuevamente, añadiendo:
—Lo comprendo. Sería la primera aventura fuera de la propia Galaxia. Y podría ser el primer paso en la ruta que nos condujera a las otras galaxias.
Ulises le dirigió una penetrante mirada.
—¡Tú también! —dijo— ¡Debiera haberlo sabido!
Enoch repuso con cierto remilgo:
—Pues si… opino de esa manera.
—Bien, en todo caso, había ese bando de agrupación globular —supongo que puede llamársele así— que se resistía enconadamente cuando comenzamos nuestro movimiento en esa dirección. Ya comprendes, de seguro que sí, que apenas hemos comenzado la expansión a esa vecindad. Tenemos menos de doce estaciones y necesitaremos un centenar. Llevará siglos antes de que la red esté completa.
—Así que ese bando se halla oponiéndose aún —dijo Enoch—. Todavía es tiempo de detener ese proyecto de brazo espiral.
—Así es. Y eso es lo que me preocupa. Pues el bando ese pone por bandera el incidente del cadáver desaparecido como argumento emocional contra la extensión de esa red. Y se le han unido otros a los que atañen ciertos intereses especiales. Los cuales ven una mejor probabilidad de obtener lo que desean si pueden arruinar ese proyecto.
—¿Arruinarlo?
—Sí, dar al traste con él. Tan pronto como el incidente del cadáver se haga del dominio público, comenzarán a chillar que un planeta tan salvaje como la Tierra no es un emplazamiento en absoluto propio para una estación. E insistirán en que esta estación debe ser abandonada.
—¡Pero no pueden hacer eso!
—Lo pueden —dijo Ulises—. Dirán que es degradante y peligroso el mantener una estación tan bárbara que hasta las tumbas son profanadas, en un planeta en el que los venerados muertos no pueden descansar en paz. Es la clase de superior argumento emotivo que obtendrá amplia aceptación y apoyo en algunos sectores de la Galaxia. Los veganos hicieron lo posible. Intentaron mantenerlo secreto, a causa del proyecto. Jamás hicieron algo así. Son gente orgullosa, y tienen un puntillo de honor —acaso lo sienten más profundamente que muchas otras razas— pero sin embargo, y para un bien mayor, estuvieron dispuestos a aceptar la deshonra. Y lo habrían conseguido de haber quedado todo oculto. Pero la historia salió a flote como fuese… sin duda por un buen espionaje. Y no pueden soportar el humillante descrédito por la sabida deshonra. El vegano que va a llegar aquí esta tarde es un representante oficial encargado de transmitir una protesta oficial.