Espía de Dios (22 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #thriller

BOOK: Espía de Dios
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Paola estaba lívida de furia. Si hubiera tenido a Cirin delante en aquel momento no hubiera podido contenerse. Pensó que era la tercera vez que deseaba saltarle los dientes a puñetazos al muy cabrón, para comprobar si aún seguía manteniendo esa actitud calmosa y su voz monocorde.

Después de topar con el obstáculo de la azotea, habían descendido las escaleras, cabizbajos. Dante tuvo que ir hasta el otro lado de la plaza para conseguir que le funcionara el móvil, y habló con Cirin para solicitar refuerzos y pedir que analizasen la escena del crimen. La respuesta del Inspector General de la
Vigilanza
era que sólo podría acceder un técnico de la UACV, y que debería hacerlo con ropa de civil. Los instrumentos que necesitase debería llevarlos en una maleta de viaje ordinaria.

—No podemos permitir que todo esto trascienda más aún. Entiéndalo, Dicanti.

—No entiendo una mierda. ¡Tenemos que capturar a un asesino! Hay que vaciar el edificio, averiguar cómo ha entrado, recopilar pruebas…

Dante la miraba como si estuviera loca. Fowler meneaba la cabeza, sin querer inmiscuirse. Paola sabía que estaba dejando que aquel caso se le colase por los resquicios del alma, envenenando su tranquilidad. Procuraba siempre ser excesivamente racional porque conocía la sensibilidad de su carácter. Cuando algo entraba dentro de ella, su dedicación se convertía en obsesión. En aquel momento notaba que la furia le corroía el espíritu como una gota de ácido cayendo a intervalos sobre un pedazo de carne cruda.

Estaban en el pasillo de la tercera planta, donde todo había ocurrido. La habitación 55 estaba ya vacía. Su ocupante, el hombre que les había indicado que buscaran en la habitación 56, era el cardenal belga Petfried Haneels, de 73 años. Estaba muy alterado por lo ocurrido. El médico de la residencia estaba reconociéndole en la planta superior, dónde se le alojaría por un tiempo.

—Por suerte la mayoría de los cardenales estaban en la capilla, asistiendo a la meditación de la tarde. Solo cinco han oído los gritos, y ya se les ha dicho que entró un perturbado que se dedicó a aullar por los pasillos —dijo Dante.

—¿Y ya está? ¿Ese es el control de daños? —se enfureció Paola —. ¿Conseguir que ni los propios cardenales se enteren de que han matado a uno de los suyos?

—Es fácil. Diremos que se encontraba indispuesto y que lo han trasladado al Gemelli con una gastroenteritis.

—Y con eso ya está todo resuelto —replicó, irónica.

—Bueno, hay algo más. No puede usted hablar con ninguno de los cardenales sin mi autorización y el escenario del crimen ha de verse limitado a la habitación.

—No puede estar hablando en serio. Tenemos que buscar huellas en las puertas, en los puntos de acceso, en los pasillos… No puede estar hablando en serio.

—¿Qué es lo que quiere,
bambina
? ¿Una colección de coches patrulla en la puerta? ¿Miles de flashes de los fotógrafos? Seguro que gritarlo a los cuatro vientos es el medio más útil para coger a su degenerado —dijo Dante, con actitud prepotente—. ¿O tan solo busca agitar ante las cámaras su título de licenciada en Quantico? Si tan buena es usted será mejor que lo demuestre.

Paola no se dejó provocar. Dante apoyaba totalmente la tesis de darle prioridad a la ocultación. Tenía que elegir: o perdía tiempo estrellándose contra aquella pared granítica y milenaria o cedía e intentaba darse prisa para aprovechar al máximo los poquísimos medios de los que disponían.

—Llame a Cirin. Dígale que Boi envíe a su mejor técnico. Y que sus hombres estén alerta por si aparece un carmelita por el Vaticano.

Fowler tosió para llamar la atención de Paola. La llevó aparte y le habló en voz baja, la boca muy cerca de su oído. Paola no pudo evitar que el roce de su aliento le pusiera la piel de gallina, y se alegró de llevar un traje de chaqueta para que nadie lo notara. Recordaba aún su contacto fuerte y sólido de días atrás, cuando ella se había lanzado como loca hacia la multitud y el la había sujetado, la había anclado a la cordura. Anhelaba conseguir de nuevo un abrazo de él, pero en aquella situación su anhelo quedaba totalmente fuera de lugar. Bastante complicadas estaban las cosas.

—Seguramente esas órdenes ya estén dictadas y ejecutándose ahora mismo,
dottora
. Y olvídese de un operativo policial estándar, porque en el Vaticano no va a conseguirlo jamás. Tendremos que resignarnos a jugar con las cartas que el destino ha repartido, por pobres que éstas sean. En ésta situación viene muy al caso el viejo refrán de mi tierra: «En el país de los ciegos, el tuerto es el rey»
[27]
.

Paola comprendió de inmediato a lo que se refería.

—Ese refrán también lo decimos en Roma. Tiene usted razón, padre… por primera vez en éste caso tenemos un testigo. Eso ya es algo.

Fowler bajó aún más el tono.

—Hable con Dante. Sea diplomática, por una vez. Que nos deje vía libre hasta Shaw. Quizás consigamos una descripción viable.

—Pero sin un artista forense…

—Eso vendrá luego,
dottora
. Si el cardenal Shaw le vio, conseguiremos un retrato robot. Pero lo más importante es acceder a su testimonio.

—Me suena su apellido. ¿Ese Shaw es el que aparece en los informes de Karoski?

—El mismo. Es un hombre duro e inteligente. Esperemos que pueda ayudarnos con la descripción. No mencione el nombre de nuestro sospechoso: veremos si le ha reconocido.

Paola asintió y regresó junto a Dante.

—¿Qué, ya han terminado de secretos ustedes dos, tortolitos?

La criminalista decidió hacer caso omiso del comentario.

—El padre Fowler me ha recomendado calma y creo que voy a seguir su consejo.

Dante le miró con recelo, sorprendido de su actitud. Decididamente aquella mujer era muy extraña a sus ojos.

—Eso es muy sabio por su parte, ispettora.


Noi abbiamo dato nella croce
[28]
, ¿verdad, Dante?

—Es una forma de verlo. Otra muy distinta es darse cuenta de que es usted una invitada en un país que no es el suyo. Esta mañana era a su modo,
ispettora
. Ahora es a la nuestra. No es nada personal.

Paola respiró hondo.

—Está bien, Dante. Necesito hablar con el cardenal Shaw.

—Está en su habitación, reponiéndose de la impresión sufrida. Denegado.

—Superintendente. Por una sola vez, haga lo correcto. Quizá así le cojamos.

El policía giró su cuello de toro con un crujido. Primero a la izquierda, luego a la derecha. Estaba claro que se lo estaba pensando.

—De acuerdo,
ispettora
. Con una condición.

—¿Cuál es?

—Que utilice las palabras mágicas.

—Váyase a la mierda.

Paola se dio la vuelta, sólo para encontrarse con la mirada reprobadora de Fowler, que atendía a la conversación a cierta distancia. Se giró de nuevo hacia Dante.

—Por favor.

—¿Por favor qué,
ispettora
?

El muy cerdo estaba disfrutando con su humillación. Pues nada, ahí la tenía.

—Por favor, superintendente Dante, solicito su permiso para hablar con el cardenal Shaw.

Dante sonrió abiertamente. Se lo había pasado en grande. Pero de repente se puso muy serio.

—Cinco minutos, cinco preguntas. Nada más. Yo también me la juego en esto, Dicanti.

Dos miembros de la
Vigilanza
, ambos con traje y corbata negros, salieron del ascensor y se situaron a ambos lados de la puerta 56, en cuyo interior yacía el cadáver de la última víctima de Karoski. Custodiarían la entrada hasta la llegada del técnico de la UACV. Dicanti decidió aprovechar el tiempo de la espera entrevistando al testigo.

—¿Cuál es la habitación de Shaw?

Estaba en aquella misma planta. Dante les condujo hasta la 42, la última habitación antes de la puerta que daba a las escaleras de servicio. El superintendente llamó con delicadeza, usando solo dos dedos.

Les abrió la hermana Helena, que había perdido la sonrisa. Al verles el alivio se pintó en su rostro.

—Ay, menos mal que están ustedes bien. Sé que han perseguido al lunático por las escaleras. ¿Han podido atraparle?

—Por desgracia no, hermana —le respondió Paola—. Creemos que se escapó por la cocina.

—Ay Dios mío, ¿por la entrada de mercancías? Santa Virgen del Olivo, qué desastre.

—¿Hermana, no nos dijo que sólo había un acceso?

—Sólo hay uno, la puerta principal. Eso no es un acceso, es una cochera. Es gruesa y tiene una llave especial.

Paola comenzaba a darse cuenta de que la hermana Helena y ellos no hablaban el mismo italiano. Se tomaba muy a pecho los sustantivos.

—¿El ase…. digo el asaltante pudo entrar por ahí, hermana?

La monja negaba con la cabeza.

—La llave sólo la tenemos la hermana ecónoma y yo. Y ella sólo habla polaco, como muchas de las hermanas que trabajan aquí.

La criminalista dedujo que la hermana ecónoma debía ser la que había abierto la puerta a Dante. Sólo dos copias de las llaves. El misterio se complicaba.

—¿Podemos pasar a ver al cardenal?

La hermana Helena negó con la cabeza, enérgicamente.

—Imposible,
dottora
. Está… como se dice…
zdenerwowany
. En estado de nervios.

—Sólo será un momento —dijo Dante.

La monja se puso aún más seria.


Zaden
. No y no.

Parecía que prefería refugiarse en su idioma natal para dar la negativa. Ya estaba cerrando la puerta cuando Fowler puso un pie en el marco, impidiendo que se cerrara del todo. Y le dijo con voz vacilante y masticando las palabras


Sprawiać przyjemność, potrzebujemy żeby widzieć kardynalny Shaw, siostra Helena
.

La monja abrió los ojos como platos.


Wasz język polski nie jest dobry
[29]
.

—Lo sé. Debería visitar más a menudo su bello país. Pero no he estado allí desde los tiempos en que nació Solidaridad
[30]
.

La religiosa meneó la cabeza, ceñuda, pero era evidente que el sacerdote se había ganado su confianza. A regañadientes abrió la puerta del todo, haciéndose a un lado.

—¿Desde cuando sabe usted polaco? —le susurró Paola, mientras entraban.

—Solo tengo ligeras nociones,
dottora
. Viajar ensancha la mente, ya sabe.

Dicanti se permitió mirarle asombrada un segundo antes de dedicar toda su atención al hombre que estaba tendido en la cama. La habitación quedaba en penumbra ya que la persiana estaba casi echada. El cardenal Shaw tenía un pañuelo o quizá una toalla mojada sobre la frente, con tan poca luz no se distinguía bien. Cuando se acercaron a los pies de la cama el purpurado se incorporó sobre un codo, resoplando, y la toalla le resbaló por la cara. Era un hombre de rasgos firmes, de constitución más bien gruesa. El pelo, completamente blanco, estaba apelmazado en la frente, donde la toalla lo había mojado.

—Perdonen, yo…

Dante se inclinó para besar el anillo cardenalicio, pero el cardenal le detuvo.

—No, por favor. Ahora no.

El inspector dio un paso atrás, algo extrañado. Tuvo que carraspear antes de tomar la palabra.

—Cardenal Shaw, lamentamos la intromisión pero necesitamos hacerle unas preguntas, ¿se siente con fuerzas de respondernos?

—Claro, hijos míos, claro. Sólo estaba descansando un momento. Ha sido una terrible impresión el verme asaltado así en éste lugar santo. De hecho tengo una cita para resolver unos asuntos dentro de pocos minutos. Sean breves, por favor.

Dante miró a la hermana Helena y luego a Shaw. Éste comprendió. Sin testigos.

—Hermana Helena, por favor, avise al cardenal Pauljic de que me retrasaré un poco, si es tan amable.

La monja salió de la estancia, refunfuñando maldiciones a buen seguro poco propias de una religiosa.

—¿Cómo ocurrió todo? —preguntó Dante.

—Había subido a mi habitación a recoger mi breviario cuando escuché un grito terrible. Me quedé paralizado unos segundos, supongo que intentando averiguar si había sido producto de mi imaginación. Creí oír ruido de gente subiendo la escalera a toda prisa y después un crujido. Salí al pasillo, extrañado. En la puerta del ascensor había un fraile carmelita, que se ocultaba en el pequeño recodo que forma la pared. Le miré, y él se dio la vuelta y también me miró. Había mucho odio en sus ojos, Santa Madre de Dios. En ese momento sonó otro crujido y el carmelita me embistió. Yo caí al suelo y grité. El resto ya lo saben ustedes.

—¿Pudo verle bien la cara? —intervino Paola.

—Estaba casi toda tapada por una tupida barba. No recuerdo gran cosa.

—¿Podría describirnos su rostro y su complexión física?

—No lo creo, tan sólo le vi un segundo y mi vista ya no es lo que era. No obstante recuerdo que tenía el pelo blanco grisáceo. Pero supe enseguida que no era un fraile.

—¿Qué le indujo a pensar eso, Eminencia? —inquirió Fowler.

—Su manera de actuar, por supuesto. Allí pegado a la puerta del ascensor no parecía un siervo de Dios en absoluto.

La hermana Helena regresó en ese momento, carraspeando nerviosa.

—Cardenal Shaw, el cardenal Pauljic dice que en cuanto sea posible le espera la Comisión para comenzar a preparar las misas de novendiales. Les he preparado la sala de reuniones del primer piso.

—Gracias, hermana. Adelántese usted con Antun, porque necesitaré algunas cosas. Dígales que en cinco minutos estaré con ustedes.

Dante se dio por enterado de que Shaw daba por terminada la reunión.

—Gracias por todo, Eminencia. Hemos de retirarnos ya.

—No saben cuanto lo lamento. Las misas de novendiales se dirán en todas las iglesias de Roma y en miles por todo el mundo, rogando por el alma de nuestro Santo Padre. Es un trabajo ímprobo, y no lo voy a retrasar por un simple empujón.

Paola iba a decir algo, pero Fowler le apretó discretamente el codo y la criminalista se tragó la pregunta. Con un gesto se despidió también del purpurado. Cuando estaban a punto de salir de la habitación, el cardenal les hizo una pregunta de lo más comprometida.

—¿Tiene ese hombre algo que ver con las desapariciones?

Dante se giró muy despacio y respondió con palabras que destilaban almíbar en todas sus vocales y consonantes.

—De ningún modo, Eminencia, se trata tan solo de un provocador. Probablemente uno de esos jóvenes antiglobalización. Suelen disfrazarse para llamar la atención, ya lo sabe.

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