Espía de Dios (18 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #thriller

BOOK: Espía de Dios
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—Padre, espere. Se ha saltado una parte importante. El funeral de sus padres.

Fowler hizo un gesto de disgusto.

—No llegué a ir. Simplemente arreglé unos flecos legales que había pendientes.

—Padre Fowler, me sorprende usted. Ochenta millones de dólares no es un fleco legal.

—Vaya, así que también sabe eso. Pues sí. Renuncié al dinero. Pero no lo regalé, como muchos piensan. Lo destiné para crear una fundación sin ánimo de lucro que colabora activamente en varios campos de interés social, dentro y fuera de los Estados Unidos. Lleva el nombre de Howard Eisner, el capellán que me inspiró en Vietnam.

—¿Usted creó la Eisner Foundation? —se asombró Paola—. Vaya, si que es viejo entonces.

—Yo no la cree. Sólo le di un empujón y aporté los medios económicos. En realidad la crearon los abogados de mis padres. Contra su voluntad, debo añadir.

—Bien, padre, cuénteme lo de Honduras. Y tómese el tiempo que necesite.

El sacerdote miró con curiosidad a Dicanti. Su actitud había cambiado de repente, de manera sutil pero importante. Ahora estaba dispuesta a creerle. Se preguntó qué podría haberle provocado ese cambio.

—No quiero aburrirle con detalles,
dottora
. La historia de El Aguacate daría para llenar un libro entero, pero iré a lo esencial. El objetivo de la CIA era favorecer una revolución. El mío ayudar a los católicos que sufrían la opresión del régimen sandinista. Se formó y entrenó a un ejército de voluntarios, que deberían emprender una guerra de guerrillas para desestabilizar el gobierno. Los soldados se reclutaron entre lo más pobre de Nicaragua. Las armas las vendió un antiguo aliado del gobierno, del que pocos sospechaban cómo iba a resultar: Osama Bin Laden. Y el mando de la Contra recayó en un profesor de bachillerato llamado Bernie Salazar, un fanático, como sabríamos después. En los meses de entrenamiento acompañé a Salazar al otro lado de la frontera, en incursiones cada vez más arriesgadas. Ayudé a la extracción de religiosos comprometidos, pero mis discrepancias con Salazar eran cada vez mayores. Comenzaba a ver comunistas por todas partes. Debajo de cada piedra había un comunista, según él.

—Según leí en un antiguo manual de psiquiatría, la paranoia aguda se desarrolla muy deprisa entre los líderes fanáticos.

—Éste caso corrobora su libro a la perfección,
dottora
Dicanti. Yo sufrí un accidente, del que no supe hasta mucho después que había sido intencionado. Me rompí una pierna y no pude ir en más excursiones. Y los guerrilleros comenzaban a regresar cada vez más tarde. No dormían en los barracones del campo, sino en claros de la jungla, en tiendas de campaña. Por las noches hacían supuestas prácticas de tiro, que luego se revelaron ejecuciones sumarísimas. Yo estaba postrado en cama, pero la noche en la que Salazar capturó a las monjas y las acusó de comunismo, alguien me avisó. Era un buen chico, como muchos de los que iban con Salazar, aunque le tenía un poco menos de miedo que los otros. Sólo un poco menos, porque me lo contó bajo secreto de confesión. Sabía que así yo no lo revelaría a nadie, pero pondría de mi parte todo lo necesario para ayudar a las monjas. Hicimos lo que pudimos…

La cara de Fowler estaba mortalmente pálida. Se interrumpió el tiempo necesario para tragar saliva. No miraba a Paola, sino a un punto más allá de la ventana.

—…pero no fue suficiente. Hoy tanto Salazar como el chico están muertos, y todo el mundo sabe que los guerrilleros secuestraron el helicóptero y lanzaron a las monjas sobre uno de los pueblos de los sandinistas. Necesitó tres viajes para ello.

—¿Por qué lo hizo?

—El mensaje dejaba poco margen de error. Mataremos a cualquier sospechoso de aliarse con los sandinistas. Sea quien sea.

Paola estuvo unos instantes en silencio, reflexionando sobre lo que había escuchado.

—Y usted se culpa, ¿verdad padre?

—Sería difícil no hacerlo. No conseguí salvar a aquellas mujeres. Ni cuidé bien de aquellos chicos, que acabaron matando a su propia gente. Me arrastró hasta allí el afán de hacer el bien, pero no fue eso lo que conseguí. Solo fui una pieza más en el engranaje de la fábrica de monstruos. Mi país está tan habituado a ello que ya no se asombra cuando uno de los que hemos entrenado, ayudado y protegido se vuelve contra nosotros.

A pesar de que la luz del sol comenzaba a darle de lleno en el rostro, Fowler no parpadeó. Se limitó a entrecerrar los ojos hasta convertirlos en dos finas líneas verdes y siguió mirando por encima de los tejados.

—La primera vez que vi las fotografías de las fosas comunes —continuó el sacerdote—, vino a mi memoria el tableteo de los subfusiles en la noche tropical. Las «prácticas de tiro». Me había acostumbrado a ese ruido. Hasta tal punto que una noche, medio dormido, creí oír unos gritos de dolor entre los disparos y no le presté mayor atención. El sueño me venció. A la mañana siguiente me dije que había sido producto de mi imaginación. Si en aquel momento hubiera hablado con el comandante del campo y hubiéramos investigado más de cerca a Salazar, se habrían salvado muchas vidas. Por eso soy responsable de todas esas muertes, por eso dejé la CIA y por eso fui llamado a declarar por el Santo Oficio.

—Padre… yo ya no creo en Dios. Ahora sé que cuando morimos se acabó. Creo que todos volvemos a la tierra, tras un breve trayecto por la tripa de un gusano. Pero si de verdad necesita una absolución, le ofrezco la mía. Usted salvó a los sacerdotes que pudo antes de que le tendieran una trampa.

Fowler se permitió media sonrisa.

—Gracias,
dottora
. No sabe lo importante que son para mí sus palabras, aunque lamente el profundo desgarro que hay tras una afirmación tan dura en una antigua católica.

—Pero aún no me ha dicho cuál ha sido la causa de su vuelta.

—Es muy simple. Me lo pidió un amigo. Y nunca les fallo a mis amigos.

—Así que eso es usted ahora… un espía de Dios.

Fowler sonrió.

—Podría llamarlo así, supongo.

Dicanti se levantó y se dirigió a la cercana estantería.

—Padre, esto va contra mis principios pero, como diría mi madre, sólo se vive una vez.

Cogió un grueso libro de Análisis Forense y se lo alargó a Fowler. Éste lo abrió. Las páginas estaban vaciadas, formando tres huecos en el papel, convenientemente ocupados por una botella de Dewar's mediada y dos pequeños vasos.

—Apenas son las nueve de la mañana,
dottora
.

—¿Va a hacer los honores o a esperar el anochecer, padre? Me sentiré orgullosa de beber con el hombre que creó la Eisner Foundation. Entre otras cosas, padre, porque esa fundación pagó mis beca de estudios en Quantico.

Entonces fue el turno de Fowler para asombrarse, aunque no dijo nada. Sirvió dos medidas iguales de whisky y alzó su copa.

—¿Por quién brindamos?

—Por los que se fueron.

—Por los que se fueron, entonces.

Y ambos vaciaron su copa de un trago. El líquido rodó garganta abajo y para Paola, que no bebía nunca, fue como tragar clavos empapados de amoniaco. Sabía que tendría acidez todo el día, pero se sintió orgullosa de haber alzado su vaso con aquel hombre. Ciertas cosas, simplemente, había que hacerlas.

—Ahora lo que debe preocuparnos es recuperar para el equipo al superintendente. Como usted intuyó, le debe a Dante este inesperado regalo —dijo Paola, señalando las fotografías—. Me pregunto porqué lo ha hecho. ¿Tiene alguna clase de resentimiento contra usted?

Fowler rompió a reír. Su risa sorprendió a Paola, que nunca había escuchado un sonido teóricamente alegre que en la práctica sonase tan desgarrado y triste.

—No me diga que no lo ha notado.

—Perdone padre, pero no le entiendo.


Dottora
, para ser usted una persona tan versada en aplicar ingeniería inversa a las acciones de las personas está usted demostrando una radical falta de juicio en ésta ocasión. Es evidente que Dante tiene un interés romántico en usted. Y, por alguna absurda razón, cree que yo le hago la competencia.

Paola se quedó absolutamente de piedra, con la boca entreabierta. Notaba que un sospechoso calor le subía a las mejillas, y no era debido al whisky. Era la segunda vez que aquel hombre conseguía que se ruborizara. No estaba plenamente segura de cómo le hacía sentir aquello, pero deseaba sentirlo más a menudo, igual que un niño de estómago débil insiste en montar de nuevo en la montaña rusa.

En aquel momento sonó el teléfono, providencial para salvar una embarazosa situación. Dicanti contestó inmediatamente. Los ojos se le iluminaron de emoción.

—Bajo enseguida.

Fowler la miró intrigado.

—Deprisa, padre. Entre las fotos que hicieron los técnicos de la UACV en la escena del crimen de Robayra hay una en la que se ve al hermano Francesco. Puede que tengamos algo.

Sede central de la UACV

Via Lamarmora, 3

Jueves, 7 de abril de 2005. 09:15

La imagen aparecía borrosa en la pantalla. El fotógrafo había captado una vista general desde el interior de la capilla, y al fondo se veía a Karoski, en la piel del hermano Francesco. El técnico había ampliado aquella zona de la imagen un mil seiscientos por cien, y el resultado no era excesivamente bueno.

—No es que se vea gran cosa —dijo Fowler.

—Tranquilo, padre —dijo Boi, que entraba en la sala con un montón de papeles en las manos—. Angelo es nuestro escultor forense. Es un experto en optimización de imágenes y seguro que consigue darnos una perspectiva diferente, ¿verdad Angelo?

Angelo Biffi, uno de los técnicos de la UACV, raramente se levantaba de su ordenador. Lucía unas gafas de gruesos cristales, el pelo grasiento, y aparentaba unos treinta años. Habitaba un despacho grande pero mal iluminado, con restos de olor a pizza, colonia barata y plástico quemado. Una decena de monitores de última generación hacían las veces de ventanas. Mirando alrededor, Fowler dedujo que probablemente preferiría dormir allí con sus ordenadores que regresar a casa. Angelo tenía todo el aspecto de haber sido toda su vida una rata de biblioteca, pero sus facciones eran agradables y siempre sonreía tímidamente.

—Verá, padre, nosotros, es decir, el departamento, o sea yo…

—No te atragantes, Angelo. Toma un café —dijo Dicanti alargándole el que Fowler había traído para Dante.

—Gracias,
dottora
. ¡Eh, está helado!

—No te quejes, que pronto va a hacer calor. De hecho cuando seas mayor dirás, «Está siendo un abril caluroso, pero no tanto como cuando murió el papa Wojtyla». Ya lo verás ya.

Fowler miró sorprendido a Dicanti, que apoyaba tranquilizadora una mano en el hombro de Angelo. La inspectora estaba intentando bromear, a pesar de la tormenta que él sabía que arrasaba su interior. Apenas había dormido, tenía más ojeras que un mapache y su corazón estaba confuso, dolorido, lleno de rabia. No hacía falta ser psicólogo o sacerdote para verlo. Y pese a todo estaba intentando ayudar a aquel muchacho a sentirse más seguro con aquel sacerdote desconocido que le intimidaba un poco. En aquél momento la amó por eso, aunque apartó rápido el pensamiento de su mente. No olvidaba la vergüenza que le había hecho pasar hace un momento en su propio despacho.

—Explícale tu método al padre Fowler —pidió Paola—. Seguro que le resultará interesante.

El chico se animó al oír eso.

—Observe la pantalla. Tenemos, tengo, bueno, he diseñado un software especial de interpolación de imágenes. Como sabe, cada imagen está compuesta de puntos de colores, llamados píxeles. Si una imagen normal tiene, por ejemplo, 2500 x 1750 píxeles, pero nosotros sólo queremos una esquinita de la foto, al final tenemos unas manchitas de color sin mayor valor. Al ampliarlo, da como resultado esta imagen borrosa que está usted mirando. Verá, normalmente cuando un programa convencional intenta ampliar una imagen lo hace por el método bicúbico, es decir, teniendo el cuenta el color de los ocho píxeles adyacentes al que intenta multiplicar. Por lo que al final tenemos la misma manchita pero en grande. Pero con mi programa…

Paola miraba de reojo a Fowler, que se inclinaba sobre la pantalla con interés. El sacerdote procuraba prestar atención a la explicación de Angelo a pesar del dolor que había sufrido apenas minutos antes. El contemplar las fotografías había sido una prueba muy dura que le había dejado muy tocado. No hacía falta ser psiquiatra o criminalista para darse cuenta de ello. Y pese a todo estaba esforzándose por caerle bien a un chico tímido al que no volvería a ver en su vida. En aquel momento le amó por eso, aunque apartó rápido el pensamiento de su mente. No olvidaba la vergüenza que acababa de pasar en su despacho.

—…y al considerar las variables de los puntos de luz, se le aporta al programa información tridimensional que puede considerar. Está basado en un logaritmo complejo que tarda varias horas en renderizar.

—Demonios, Angelo, ¿y para eso nos has hecho bajar?

—Esto, es que verá…

—No pasa nada, Angelo.
Dottora
, lo que sospecho que éste inteligente muchacho quiere decirnos es que el programa lleva varias horas trabajando y está a punto de darnos el resultado.

—Exacto, padre. De hecho, está saliendo por aquella impresora.

El zumbido de la impresora láser junto a Dicanti dio como resultado un folio en el que se veían unos rasgos ancianos y unos ojos en sombra, pero mucho más enfocados que en la imagen original.

—Buen trabajo, Angelo. No es que sea válido para una identificación pero es un punto de partida. Eche un vistazo, padre.

El sacerdote estudió atentamente los rasgos de la foto. Boi, Dicanti y Angelo le miraban expectantes.

—Juraría que es él. Pero es complicado sin verle los ojos. La forma de las cuencas oculares y algo indefinible me dicen que es él. Pero si me lo hubiera cruzado por la calle no le hubiera dedicado una segunda mirada.

—¿Entonces éste es un nuevo callejón sin salida?

—No necesariamente —apuntó Angelo. Tengo un programa que es capaz de conseguir una imagen tridimensional a partir de ciertos datos. Creo que podríamos deducir bastante con lo que tenemos. He estado trabajando con la foto del ingeniero.

—¿Ingeniero? —se sorprendió Paola.

—Si, del ingeniero Karoski, que está haciéndose pasar por un carmelita. Que cabeza tiene usted, Dicanti…

El doctor Boi abría mucho los ojos haciendo gestos ostensibles de alarma por encima del hombro de Angelo. Finalmente Paola comprendió que a Angelo no se le había informado de los detalles del caso. Paola sabía que el director había prohibido marcharse a casa a los cuatro técnicos de la UACV que habían trabajado recogiendo pruebas en los escenarios de Robayra y Pontiero. Les había autorizado a hacer una llamada a sus familias para explicarles la situación y les tenía en
cuarentena
en una de las salas de descanso. Boi podía ser muy duro cuando quería, pero también era un hombre justo: les pagaba las horas extras al triple.

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