Authors: Hernán Casciari
Voy con el mate por toda la casa, a cualquier hora, incluso cuando no tengo ganas de tomar mate. Para despertar a mi hija de la siesta le canto Manuelita, la Reina Batata y Siga el Corso, en versión infantil. Despotrico contra la televisión española cada treinta minutos. Entre amigos no digo euros, digo pesitos: "prestáme diez pesitos" digo concretamente. Sigo pensando colectivo, subte, calefón, garrafa y plomero pelotudo, aunque muchas veces tenga que decir autobús, calentador, bombona y fontanero gilipollas. Del Clarín leo más que nada la sección Espectáculos, para saber si Tinelli le ganó a Suar o al revés. Y después reviso los chistes de la contratapa, para comprobar si me sigo riendo de las mismas cosas que antes.
A veces, cuando no entiendo un chiste, cuando un código argentino no se desata en mi cabeza con la soltura de la cotidianeidad, me siento terriblemente aislado, contrariado, perdido y caducado como una natilla en la nevera. Vencido como un sandy en la heladera. En orsai. En off-side. Me siento sucio como si me hubiera violado un gallego metiéndome la edición dominical del diario El País, enrollada, por el culo.
Me siento ofendido con mi propia cabeza, una cabeza que, a pesar de los esfuerzos desmesurados que hago, a veces se olvida de algo, va puliendo los baches de la memoria, se contamina de pluralidad lingüística, va desterrando la frase "dejemé a mitad de cuadra" cuando me subo a un taxi. Odio a veces a esta cabeza mía que reconoce, por la calle, a los argentinos recién llegados por su desmesurado yeísmo.
Muchos días me molesta sentir que me estoy acostumbrando a que todo funcione, a cobrar el día uno, o a que el policía de la esquina converse amistosamente con la puta de la esquina como lo que son, dos servidores públicos nocturnos que trabajan en la misma esquina. No debería acostumbrarme a eso: yo vivía en Palermo, la policía y los travestis se perseguían, se pegaban palazos, a veces ganaban ellos, a veces ganaban ellas. Pero no. Me acostumbro al orden. Me acostumbro a ir de madrugada sin ver a los chicos en la basura. Incluso hay días en que me siento cívico y tiro el paquete vacío de cigarros en la papelera. Odio esos días en que me siento cívico.
Entonces me pongo como loco y hago más esfuerzos, para no acostumbrarme, para no dar el brazo a torcer, y leo el pirulo de tapa de Página 12, y me bajo del E-Mule ochenta películas argentinas, también las películas que, si viviera en Buenos Aires, no vería ni borracho. Incluso me bajo y miro las películas en las que trabaja Nicolás Cabré.
Compro literatura argentina para saber qué están haciendo los escritores de mi edad. Escupo por la calle. Reconozco, a un golpe de vista, las publicidades españolas rodadas en Buenos Aires, por el paisaje o por la creatividad.
Despotrico, despotrico y despotrico todo lo que puedo, contra todo lo chato y todo lo triste y todo lo básico que hay en la cultura española. Hago comparaciones odiosas que a Cristina le ponen los pelos de punta. Me declaro en contra de la sociedad del bienestar, del consumo navideño, del Corte Inglés y de que en las ciudades de veraneo a las que vamos a echarnos panza arriba no haya una puta librería decente.
Hago todo lo que puedo, lo juro por dios y la virgen: una vez cada quince días canto "febo asoma ya sus rayos iluminan el histórico convento", y tengo en el bidet del baño (acá el bidet tiene tapa y no sirve para limpiase el culo) las obras completas de Borges y las de Fontanarrosa.
Sigo los partidos del Villarreal porque es el equipo con más argentinos titulares. Anoche grité bien fuerte el gol de Maxi López, y después grité más fuerte todavía el pase de Maxi López que le dio el dos a uno al Barça contra los ingleses, que son todos putos. El que no salta es un inglés, el que no salta es un inglés.
Pero a la vez me alegra que mis amigos estén a punto de conseguir los papeles. Y cocino la carne como dios manda, cocida, asada, a lo macho. Le pongo chimichurri, le pongo sal gruesa. Hago todo lo que hay que hacer. A veces hago más de lo que hay que hacer. Y sin embargo, a veces, a solas, mirando por la ventana, cagado de frío en pleno febrero, pienso que no podría vivir otra vez en Argentina. Es más, a veces pienso que no he vivido nunca en Argentina, que he tenido un sueño, un sueño real y nítido, que he tenido la sensación maravillosa de ser de allí, pero que nunca, en realidad, he estado.
Que jamás me he quedado una noche entera esperando un trasbordo en Moreno, muerto de miedo. Que nunca en la vida me robaron el discman en la estación Victoria, ni que nadie me puso jamás un cuchillo tramontina en la garganta para sacarme el bolso. Que nunca me dijeron que me iban a pagar y después no me pagaron. Que nunca dije "la semana que viene te pago" y después me mudé de ciudad para no pagarle a nadie.
Todo me parece un sueño, a veces. Hasta este DNI que sigo llevando (al pedo) en la billetera, el celeste con el logo del Mercosur, el que tiene mi cara de antes. Ya no es algo real o palpable. Este documento plastificado ya se ha convertido en otro de mis esfuerzos por seguir aferrándome con desesperación a un lugar en el mundo, a una utopía, a una noche interminable de mis veinte años, a unos amores y a unos amigos, a una mesa llena de libros y porro y mugre y lamparones de vasos de cerveza.
¿Y esta foto? ¿De quién es la foto en este DNI? A veces me miro en esta foto, la miro detenidamente, y no me reconozco. No soy yo del todo, es un doble, un doble mío, un doppelganger, un double walker, un conocido, un tipo que se parecía mucho a mí en algunos gestos, en ciertas manías choubinistas. Pero ahora esta foto puede ser la de cualquiera —me digo—, aunque hay alguien que con toda seguridad no está allí, posando como un estúpido en la Policía Federal a principios del año 2000: allí no está, ése no es.
Y entonces concluyo, muerto de miedo, vencido, caducado, que en esa foto ya no hay identidad por la que valga la pena pelear. Porque ésa no es la foto del padre de la Nina. Ni lo será nunca más (ni lo seré nunca más), por más yeísmo que arrastre mi lengua hasta que el paladar se me seque de gloria morir. Ésa no es la foto del padre de mi hija. Yo es otro, ostia puta, y vengo a descubrirlo ahora, en febrero, en Barcelona, y con esta lluvia triste que parece mercedina.
Ayer volví a mi casa después de un mes de estar en otros lugares peores. He vuelto a mi baño, a la forma exacta del culo en el inodoro, a hablar por teléfono tirado en el sofá naranja, a ver películas hasta cualquier hora y, más que todo, he vuelto a tener todo el tiempo del mundo para conectarme a Internet y mirar televisión. Por alguna razón, siento que hubiera regresado no a mi sofá, sino a mi patria. Es un poco raro, pero cuando me voy de mi casa en Barcelona por algún tiempo, lo que más extraño es Argentina.
Es que con paciencia y dedicación, los que vivimos en un país extranjero hacemos de nuestra casa una especie de consulado, o embajada. En la mía, por ejemplo, el reloj más visible del comedor marca la hora argentina. No es una frivolidad nostálgica, sino algo muy útil, porque necesito saber qué hora es allí si quiero llamar al Chiri o a mi hermana, o si debo imaginar qué están haciendo mis padres, si almorzando o durmiendo la siesta. O para saber, los domingos, si ya es hora de poner la radio.
La televisión, o más bien la antena, también está tuneada para que sintonice los eventos imprescindibles del otro lado del charco; y la radio, los libros, los discos; y la compu bajando series argentinas toda la mañana, mientras duermo. Dentro de casa he construido el mundo de este modo para que casi nunca se me venga encima la sensación de estar lejos (y un poco también para molestar a Cristina).
Pero entonces, a veces, pasan cosas horribles e inesperadas. A mí me ocurrió hace treinta días: me tuve que ir de casa un mes entero.
Es increíble, pero en ese tiempo he padecido el exilio verdadero, no ese símil del que me quejo (de lleno) casi siempre en estas páginas. He vivido en carne propia aquel dolor horrendo que se sufría en la antigüedad: el de no saber nada en directo, el de no tener puntos de conexión con el origen. De hecho, ni siquiera pude ver los cuatro primeros partidos de Argentina en el Mundial de Básket, y me enteré con tres días de retraso que Matías Silvestre, el hermano chiquito de mi amigo el Chino, hizo un gol en Boca y salió en la tapa de todos los diarios. Un asquete.
Por culpa de esa vivencia espantosa (la de sentirme en diferido) me puse a pensar con seriedad y admiración en aquellos que debieron dejar Argentina en las épocas en que, realmente, no había modo de informarse ni de estar cerca de manera virtual. Porque, digámoslo de una vez, en los últimos años —mediados de los ‘90 hasta hoy— vivir lejos del país comenzó a ser más fácil para el cuerpo, y más sosegado para el alma.
Los dramas personales del desarraigo ahora son más leves: las cartas no viajan ya por barco, ni uno tarda meses en saber que la madre ha muerto. Las noticias políticas y deportivas de la patria no llegan con cuentagotas, ni tampoco tergiversadas. La memoria no se horada con el paso de los meses, ni la melancolía transita ya por el camino de la incertidumbre. “¿Me recordarán?”, o aún peor, “¿Todavía los recuerdo?” no son ya las preguntas insomnes del que se ha ido.
No hace tanto, en los años de la dictadura argentina, muchos escritores que tuvieron los reflejos de salir del país a tiempo, sin casi maleta ni despedida ni explicación ni consuelo, narraron desde el extranjero la soledad y la impotencia del exilio. A mí siempre me emocionó esa catarsis, ese desahogo literario. El que más recuerdo siempre es Humberto Costantini, un narrador porteño a ultranza que un día, de sopetón, se vio solo y desesperado en México, sin saber nada más de su familia, ni de sus amigos, ni de sus calles, ni de la suerte o desgracia de su país asediado.
Por terror a olvidarse, Costantini había inventado un juego solitario. Por las noches, a oscuras en el DF, intentaba recordar al detalle la vereda oeste del Rosedal bonaerense, palmo a palmo; exactamente el breve trecho entre un viejo farol inglés y una matita de corona de novia. Lo hacía con cuidado, como si acariciara ese pedacito de la avenida Infanta Isabel, reinventando en el recuerdo cada baldosa, cada busto: William Shakespeare junto a Alfonsina Storni, y más allá don Luis de Góngora, hasta el arco formado por Gabriela Mistral y Carlos Guido Spano.
—Era una forma, como cualquier otra —decía el escritor exiliado— de entrar clandestinamente en el país, por la mal vigilada frontera de la imaginación.
Cuando yo tenía 18 años leía con fervor a Costantini, y ese ejercicio de la memoria que él había inventado me parecía a la vez doloroso y poético. Desesperado, pero también imposible. No me creía capaz, en mi juventud, de pasar por ese trance de no estar en mi lugar de origen. El desarraigo me parecía más una enfermedad que una decisión; me parecía una fatalidad. Yo estaba convencido, y lo aseguraba en las sobremesas juveniles, de que jamás dejaría la Argentina por voluntad propia.
Con el paso del tiempo, y una ayuda tecnológica providencial, sigo pensando lo mismo: soy incapaz de dejar mi país. No podría vivir aquí en España, ni en ningún otro sitio, sin ser argentino durante las venticuatro horas del día, con toda la fuerza de mi voluntad. Claro que ahora no hay que acostarse y, a oscuras, recordar al milímetro las plazas y los parques queridos. ¿Para qué?, si existen los mapas satelitales de Google. Ni hay que esperar a que llegue otro expatriado para preguntarle, a los gritos desde el puerto:
—¡Ey, cómo va Racing en la tabla?
Al contrario. La tecnología es tan veloz y tan puta, que hubo noches en que he visto a Racing en directo desde Barcelona, mientras que mi padre, en Mercedes, lo tenía codificado. Y yo le explicaba los goles por el messenger, en una paradoja moderna que nos sigue causando gracia y, a la vez, estupor.
Cada vez importa menos dónde estamos parados. Cada día que pasa uno puede elegir su patria con mayor facilidad, sin la desgracia de tener que padecerla.
Si entrásemos a hurtadillas en el ordenador portátil de cualquier desconocido, y estudiásemos brevemente el historial de los últimos diez periódicos que ha visitado, sabríamos en qué patria piensa, qué patria le preocupa, cuál lo desvela, con independencia de dónde haya elegido vivir, o dónde le haya tocado. Creo, entonces, que hay una nueva y moderna concepción de identidad, y quisiera resumirla en cinco palabras: “Somos de donde necesitamos saber.”
Yo, por suerte, ya he vuelto a casa; y estoy lleno de preguntas.
Las Fiestas del hemisferio norte
Toda mi vida he asociado la noche de reyes con un olor y un sonido. A las madrugadas del cinco al seis de enero, como toda criatura ansiosa, yo no las dormía sino que las soportaba en vela, conteniendo la respiración e intentando escuchar los pasos de los camellos sobre el mosaico. En la oscuridad de la noche, sin embargo, solamente se podía distinguir el runrún del ventilador. Ahora ya soy grande, pero cada vez que me despierto con el ventilador prendido, el corazón me late como si al lado de mis zapatos pudiese haber regalos.
El olor que recuerdo con más emoción es el de los espirales fuyí para los mosquitos. La única luz de aquellas madrugadas era la candela encendida de esos mata-insectos inocentes, antiguos y verdes, que soltaban un aroma a infancia y a monarquía oriental, y que me protegían de las ronchas matinales. El ventilador y el espiral siguen siendo hoy, para mí, dos milagros que al mezclarse me evocan la ansiedad infantil del fin de año, de las Fiestas y de la noche de los Reyes Magos.
También recuerdo con emoción esta canción de la época, a la que el lector argentino le pondrá música mentalmente sin esfuerzo:
Llegaron ya los reyes, eran tres,
Melchor, Gaspar, y el negro Baltasar.
Arrope y miel le llevarán
y un poncho grande de alpaca real.
Changos y chinitas duérmanse
que ya Melchor, Gaspar y Baltasar
todos los regalos dejarán
para jugar mañana al despertar.
Los países que tienen la desgracia de pasar diciembre y enero entre bufandas, estornudos y calefactores, celebran las Fiestas sin ganas, como si el festejo fuese una tortura que hay que soportar una vez cada doce meses. Como los chequeos médicos, las declaraciones juradas y los discos de Calamaro.
En algunas partes de España, por ejemplo en la que vivo yo, ni siquiera existe Papá Noel. Lo que hacen es conseguir un tronco de madera, lo tapan con una frazada y le pegan con un palo hasta que “caga” regalos. El ser sobrenatural no viene del Polo ni tiene barba ni es gordo ni va en trineo. El ser sobrenatural es un tronco y se llama Tió. La canción que se canta en Cataluña mientras se apalea la Navidad es la siguiente: