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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (84 page)

BOOK: Espacio revelación
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Entonces descubrió que no había nadie en el traje. Que sólo había sido un cascarón vacío.

Esto era lo que Khouri sabía:

Los Desterrados llegaron a los límites del sistema solar miles de años después de su exilio de la corriente principal de la cultura amarantina. Evolucionaron lentamente, pues no sólo estaban forzando los límites tecnológicos, sino que también estaban luchando contra las limitaciones de su propia psicología.

Al principio, los Desterrados conservaron los instintos de manada de su raza. Se habían convertido en una sociedad que dependía en gran medida de los modos de comunicación visuales y que se organizaba en grandes colectivos, donde el individuo era menos importante que el conjunto. Desplazado de su posición en un grupo, un amarantino experimentaba una especie de psicosis, el equivalente a una privación sensorial masiva. Ni siquiera los grupos pequeños bastaban para mitigar dicho terror, hecho que significaba que la cultura amarantina era extremadamente estable, extremadamente resistente a la confabulación y la traición interna. Sin embargo, esto también significaba que los Desterrados estaban, por su propio aislamiento, relegados a una especie de locura.

Así que lo aceptaron y vivieron con ello. Empezaron a cambiar, adoptando una sociopatía cultural. En sólo unos cientos de generaciones, los Desterrados dejaron de ser una manada y se fragmentaron en decenas de grupos especializados, cada uno de ellos proclive a una variedad de locura concreta… o lo que hubiera sido considerado una locura por aquellos que habían permanecido en su hogar.

La capacidad de funcionar en grupos más reducidos les permitió explorar más allá de Resurgam, adentrándose en la galaxia. Los individuos más psicóticos lograron llegar hasta más allá del sol, hasta Hades y el extraño e inquietante planeta que orbitaba a su alrededor. Para entonces, los Desterrados ya habían pasado por los mismos aros filosóficos que Volyova y Pascale acababan de resumirle a Khouri y habían llegado a la conclusión de que, si sus cálculos eran correctos (aunque dadas las circunstancias, probablemente no lo eran) la galaxia debería ser un lugar mucho más poblado. Habían buscado en bandas de radio, ópticas, gravitacionales y de neutrinos las voces de otras culturas, de otros seres como ellos, pero no habían encontrado nada. Algunos de los más osados (o los más perturbados, dependiendo del punto de vista) habían abandonado el sistema, pero tampoco habían hallado nada importante de lo que informar: sólo algunas ruinas dispersas y enigmáticas y, en un puñado de planetas acuáticos, un sorprendente organismo limoso que sugería cierta sofisticación organizativa.

Todo esto quedó relegado a un papel secundario cuando encontraron la esfera que orbitaba alrededor de Hades.

No cabía ninguna duda de que era artificial, de que otra civilización la había dejado allí millones de años antes. Parecía invitarles activamente a acceder a sus misterios… y decidieron explorarla.

Y entonces empezaron sus problemas.

—Era un aparato de los Inhibidores —dijo Pascale—. Eso es lo que encontraron, ¿verdad?

—Llevaba millones de años en ese lugar, esperando —respondió Khouri—. Mientras evolucionaban desde lo que nosotros consideraríamos dinosaurios o aves. Mientras se convertían en criaturas inteligentes y aprendían a usar herramientas, descubrían el fuego…

—Esperando —repitió Volyova. A sus espaldas, la pantalla táctica llevaba varios minutos centelleando en rojo, indicando que la lanzadera se encontraba dentro del alcance máximo teórico de las armas de la bordeadora lumínica que emitían rayos. A esta distancia, destruirlas sería difícil pero no imposible, ni tampoco rápido—. Esperando a que algo manifiestamente inteligente se aproximara a sus alrededores. Cuando ese algo llegara, no lo destruiría de forma automática, pues eso se opondría a su propósito, sino que lo animaría a entrar, para aprender lo máximo posible: de dónde procedía, de qué tipo de tecnología disponía, cómo pensaba, cómo cooperaba y se comunicaba…

—Es decir, para recopilar información.

—Sí. —La voz de Volyova era tan dolorosa como la campana de una iglesia—. Era paciente. Pero tarde o temprano llegaba un momento en el que decidía que ya tenía toda la información que necesitaba. Y entonces, sólo entonces, actuaba.

Ahora, las tres compartían la misma información.

—Por eso desaparecieron los amarantinos —dijo Pascale—. Ese aparato hizo algo a su sol: lo manipuló o desencadenó algo similar a una inmensa expulsión de masa coronal que eliminó la vida de Resurgam e inició una etapa de bombardeo cometario que duraría unos cientos de miles de años.

—Por lo general, los Inhibidores no habrían tomado medidas tan drásticas —explicó Volyova—, pero en este caso habían llegado demasiado tarde para poder conseguir su propósito con menos. Y ni siquiera eso fue suficiente. Los Desterrados ya habían viajado por el espacio, así que tendrían que perseguirlos… durante decenas de años luz, si era necesario.

Los sensores del casco pitaron de nuevo, alertándolas de que les había barrido otro radar. Poco después sonó otra alarma. Esto sólo significaba que la nave que las perseguía estaba estrechando las distancias.

—El artefacto Inhibidor que hay alrededor de Hades debió de alertar a otros —continuó Khouri, intentando ignorar las profecías mecanizadas de su inminente condena—. Transmitió la información que había recopilado, advirtiéndoles que estuvieran atentos a la aparición de los Desterrados.

—Seguramente no se quedaron de brazos cruzados esperando a que aparecieran —añadió Volyova—. Supongo que las máquinas dejaron a un lado su pasividad e hicieron algo más activo, como replicar máquinas de presa programadas con las plantillas de los Desterrados. No importaba en qué dirección huyeran, pues la luz los aventajaría y los sistemas Inhibidores siempre estarían un paso por delante, alertas y expectantes.

—No tuvieron ninguna oportunidad.

—Pero es imposible que su extinción se produjera de forma instantánea —comentó Pascale—. Los Desterrados tuvieron tiempo de regresar a Resurgam y preservar todo lo posible de su cultura, aunque sabían que les estaban dando caza y que el sol estaba a punto de destruir su planeta natal.

—Quizá tardaron diez años o quizá, un siglo. —Tal y como hablaba Volyova, era obvio que consideraba que eso no suponía ninguna diferencia—. Lo único que sabemos es que algunos lograron llegar más lejos que otros.

—Pero ninguno de ellos sobrevivió —señaló Pascale.

—Desde cierto punto de vista, algunos lo consiguieron —la corrigió Khouri.

La pantalla táctica que se alzaba detrás de Volyova empezó a chirriar.

Treinta y siete

Interior de Cerberus, 2567

El caparazón final estaba hueco.

Había tardado tres días en llegar hasta allí; uno desde que encontró el traje incorpóreo de Sajaki en el suelo del tercer cascarón, que ahora se encontraba a más de quinientos kilómetros por encima de su cabeza. Sabía que no tardaría en volverse loco si se detenía a pensar en esas distancias, de modo que las aisló cautelosamente de su pensamiento. El simple hecho de encontrarse en un entorno completamente extraño ya era bastante inquietante. No deseaba combinar su miedo con una dosis inicial de claustrofobia, pero como este aislamiento no era completo, detrás de cada pensamiento había un molesto trasfondo de miedo aplastante, la idea de que en cualquier instante alguno de sus movimientos haría que el delicado equilibrio de este lugar cambiara de forma catastrófica, destruyendo aquel techo inmenso e imposible.

Cada vez que atravesaba un nivel interior tenía la impresión de estar accediendo a una fase sutilmente distinta de construcción amarantina. Suponía que también de historia, pero nunca había nada tan sencillo. A medida que continuaba su descenso, los niveles no parecían estar más o menos desarrollados, sino que parecían ser una muestra de diferentes filosofías, de diferentes enfoques. Era como si el primer amarantino que llegó a este lugar hubiera descubierto algo (seguía siendo incapaz de saber qué) y hubiera tomado la decisión de englobarlo en un caparazón artificial, armado y capaz de defenderse. Después había llegado otro grupo que, a su vez, había decidido englobar ese algo, quizá creyendo que sus fortificaciones serían más seguras. El último de todos había repetido el proceso, pero llevándolo un paso más adelante: camuflando sus fortificaciones para que no parecieran artificiales. Como era imposible averiguar las distribuciones temporales en las que habían tenido lugar dichas estratificaciones, Sylveste había evitado hacerlo. Quizá, las diferentes capas se habían establecido de un modo prácticamente simultáneo… o quizá, el proceso se había desarrollado durante los miles de años transcurridos entre la partida de Ladrón de Sol con los Desterrados y su regreso divino.

Tampoco le reconfortaba haber descubierto que el traje de Sajaki estaba vacío.

—Nunca estuvo allí —dijo Calvin, inundando sus pensamientos—. Ni siquiera cuando pensabas que se encontraba en su interior. El traje estaba vacío. No me extraña que no permitiera que te acercaras.

—Maldito mentiroso.

—Eso mismo pensaba yo, pero la verdad es que no fue Sajaki quien te mintió.

Sylveste intentaba desesperadamente encontrar otra forma de explicar esta paradoja, pero no lo lograba.

—Si no fue Sajaki… —Se interrumpió, recordando que no había visto al Triunviro en persona antes de abandonar la nave. El Triunviro se había puesto en contacto con él desde la clínica, pero no había razón alguna para creer que realmente había sido él.

—Escucha, algo estuvo controlando el traje hasta el ataque —Calvin había recurrido a su truco favorito: parecer absurdamente calmado, a pesar de la situación; sin embargo, en esta ocasión no había adoptado el tono jactancioso habitual—. Yo diría que sólo hay un culpable lógico.

—Ladrón de Sol —Sylveste pronunció estas palabras de forma experimental, como si las estuviera sopesando. La idea resultaba amarga—. Era él, ¿verdad? Khouri tenía razón desde el principio.

—Yo diría que seríamos estúpidos si rechazáramos esta hipótesis. ¿Quieres que continúe?

—No —respondió Sylveste—. Todavía no. Concédeme un minuto para que pueda poner en orden mis pensamientos. Después podrás aplicar sobre mí toda la sabiduría que consideres adecuada.

—¿Qué es lo que debemos considerar?

—Pensaba que era obvio: si seguimos adelante o no.

Fue una de las decisiones más difíciles de su vida. Ahora sabía que, durante una parte o el conjunto de toda esta historia, había sido manipulado. ¿Hasta dónde habría llegado dicha manipulación? ¿Se habría extendido hasta el poder de la razón? ¿Sus procesos de pensamiento habrían sido subyugados hacia este fin durante la mayor parte de su vida, desde que regresó de la Mortaja de Lascaille? ¿Realmente había muerto en ese lugar y había regresado a Yellowstone como una especie de autómata que actuaba y sentía como su antiguo ego, pero que en realidad sólo se dirigía hacia un único objetivo, que ahora estaba a punto de culminarse? ¿Y acaso eso tenía ahora alguna importancia?

Independientemente del modo en que hubiera irrumpido, independientemente de lo falsos que fueran dichos sentimientos, independientemente de lo irracional que fuera la lógica, éste era el lugar en el que siempre había querido estar.

No podía dar media vuelta. Todavía no.

No hasta que supiera la verdad.

—Maldito
svinoi
—dijo Volyova.

Las primeras detonaciones habían golpeado el morro de la lanzadera treinta segundos después de que la sirena de ataque táctico hubiera empezado a sonar, apenas el tiempo suficiente para soltar una nube de tamo ablativo, diseñado para disipar la energía inicial de los fotones de rayos gamma entrantes. Justo antes de que las ventanas de la cubierta de vuelo se volvieran opacas, Volyova vio un destello plateado, mientras la coraza del casco se desvanecía en una boqueada de excitados iones de metal. El impacto estructural se extendió por el fuselaje como una conmoción. Más sirenas se unieron al canto fúnebre y una inmensa superficie de la pantalla táctica se activó en modo ofensivo, mostrando los datos de disposición de las armas.

Inútil; todo era inútil. Las defensas del
Melancolía
tenían una escala demasiado reducida, un alcance demasiado pequeño, para que tuvieran alguna oportunidad contra el mega-tonelaje de la bordeadora lumínica. Esto no era en absoluto sorprendente, pues algunas armas del
Infinito
eran más grandes que la lanzadera y, probablemente, Ladrón de Sol no se había molestado en detonarlas todavía.

Cerberus era una gris inmensidad que ocupaba una tercera parte del cielo desde la perspectiva de la lanzadera. En estos momentos deberían estar desacelerando, pero estaban muy ocupadas gastando unos segundos preciosos siendo atacadas. Aunque hubieran logrado rechazar la ofensiva, se estarían moviendo con excesiva rapidez…

Otra extensión del casco se evaporó.

Los dedos de Volyova se encargaban de dar las órdenes, tecleando un patrón de evasiva programado que, sin duda alguna, les permitiría escapar del foco inmediato del ataque. El único problema era que tendrían que mantener una propulsión de diez g. Ejecutó la rutina y, casi al instante, se desvaneció.

La cámara estaba hueca, pero no vacía.

Sylveste calculaba que debía de medir unos trescientos kilómetros de ancho, aunque no eran más que conjeturas, pues el radar de su traje se negaba obstinadamente a sugerir una distancia coherente para el diámetro de la sala, por muchas lecturas que Sylveste le pidiera que efectuara. Sin duda alguna, lo que había en su centro era lo que le estaba causando tantas dificultades. Podía entenderlo; también era difícil para él, aunque por razones distintas. Le estaba provocando dolor de cabeza.

De hecho, había dos objetos… y Sylveste no sabía cuál de los dos era más extraño. Se estaban moviendo o, mejor dicho, uno de ellos lo hacía, girando en órbita alrededor del otro. El que se movía parecía una piedra preciosa, pero era tan complicada y cambiante que era imposible describir su forma, su color o su brillo, pues variaba en cuestión de segundos. Sólo sabía que era grande (al parecer, medía decenas de kilómetros de ancho), pero cuando le pidió al traje que le confirmara estos datos, éste fue incapaz de darle una respuesta coherente. De hecho, Sylveste consideraba que la respuesta habría sido la misma si le hubiera pedido que comentara el texto subyacente de un fragmento de haiku.

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