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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (77 page)

BOOK: Espacio revelación
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—Me alegro de haber estado dormido durante la aceleración —dijo Sylveste.

—No tenía más opción —respondió el traje, mostrando una falta completa de interés—. He suprimido su conciencia. Por favor, prepárese para la fase de desaceleración. Cuando recupere la conciencia habremos llegado a las proximidades de nuestro destino.

Sylveste empezó a moldear una pregunta en su cabeza. Tenía intenciones de preguntarle por qué no había aparecido aún Sajaki, a pesar de que éste le había asegurado que lo acompañaría a la superficie. Sin embargo, antes de que hubiera podido empezar a concretar sus pensamientos en el estado tácito que podía leer la red, el traje le hizo sumirse en un sueño tan carente de sueños como el anterior.

Mientras Khouri iba en busca de Pascale Sylveste, Volyova regresó al puente. No se atrevía a utilizar los ascensores pero, afortunadamente, sólo tenía que subir unas veinte plantas a pie. Era un esfuerzo grande pero soportable. También era relativamente seguro: sabía que la nave no podía enviar zánganos por los huecos de la escalera, ni siquiera las máquinas flotantes que se deslizaban por los pasillos normales sobre campos magnéticos superconductores. A pesar de todo, tenía preparada la pistola-porra, que oscilaba delante de ella mientras daba vueltas sin parar a la espiral ascendente, deteniéndose de vez en cuando para recuperar el aliento y escuchar si había algo siguiéndola o acechándola más adelante.

Durante el trayecto intentó pensar en las miles de formas distintas de matarla a las que podía recurrir la nave. Era un desafío intelectual interesante: estaba comprobando sus conocimientos de una forma que nunca antes había considerado. Esto le hizo contemplar la situación bajo una nueva perspectiva. Hacía relativamente poco tiempo, Volyova se había encontrado en una posición muy similar a la que estaba experimentando la nave en estos momentos: cuando quería matar a Nagorny o, al menos, impedir que se convirtiera en una amenaza para ella… y eso prácticamente significaba lo mismo. Al final lo había matado porque él había intentado matarla primero, aunque lo que realmente le preocupaba era cómo lo había hecho: acelerando y desacelerando la nave de una forma tan fiera que lo había aplastado vivo. Tarde o temprano (y no se le ocurría ninguna razón por la que no fuera a ocurrir algo así) la nave pensaría en algo similar. Y cuando eso ocurriera, sería buena idea que se encontraran bien lejos.

Llegó al puente sin tropezar con ningún obstáculo, aunque no por ello dejó de comprobar todas las sombras en busca de una máquina o, lo que era peor, una rata-conserje al acecho. Ignoraba qué podían hacerle las ratas, pero no tenía intención alguna de averiguarlo.

El puente estaba vacío, como cuando lo había abandonado. Los daños que Khouri había provocado seguían presentes, incluso la sangre de Sajaki que manchaba el suelo de aquella inmensa sala esférica. La pantalla de proyección se alzaba amenazadora sobre ella, mostrando los informes constantemente actualizados de los progresos de la cabeza de puente sobre la superficie de Cerberus. Durante unos instantes no pudo evitar sentir cierto interés por su creación, que seguía resistiéndose valerosamente a las fuerzas antibióticas desplegadas por el mundo alienígena. A pesar de la oleada de orgullo que la invadió, deseaba que su arma fracasara y que el mundo le negara la entrada a Sylveste… asumiendo que éste aún no hubiera llegado.

—¿A qué ha venido? —preguntó una voz.

Se giró al instante y vio que una figura la observaba desde uno de los niveles curvados del puente. No era nadie conocido: sólo un hombre envuelto en una capa oscura, con las manos entrelazadas y un cráneo hundido como rostro. Disparó, pero la figura permaneció inmutable, incluso después de que las descargas del arma hubieran atravesado su cuerpo, estelas de hierro demorándose en el aire como banderas.

Otra figura, vestida de forma distinta, había aparecido junto a la primera.

—Su trabajo ha terminado —dijo, en la variante más antigua de norte. A Volyova le costo procesar y comprender estas palabras.

—Debe comprender, Triunviro, que este dominio ya no le pertenece —dijo otra figura, que acababa de cobrar vida en el extremo opuesto de la sala. Estaba cubierta por la sección corporal de un traje espacial fantásticamente antiguo, repleto de estrías de enfriamiento y accesorios cuadrados. Hablaba la variante de rusiano más antigua que Volyova podía comprender.

—¿Qué espera encontrar allí? —preguntó la primera figura, mientras aparecía una cuarta junto a ella, y otra más. Las figuras del pasado empezaron a rodearla—. Esto es indignante…

La voz se difuminó hasta convertirse en la de otro fantasma, que le hablaba desde su derecha.

—… aquí hace falta orden, Triunviro. Debo decirle…

—… ha sobrepasado su autoridad y ahora debe someterse a…

—… amargamente decepcionado, Ilia, y debo pedirle educadamente que…

—… rescinda… privilegios…

—… completamente inaceptable…

Volyova gritó mientras la confusión de voces se convertía en un rugido mudo y constante. La congregación de muertos fue llenando por completo la sala, hasta que lo único que pudo ver en cualquier dirección fue una masa de rostros antiguos, cuyas bocas se movían como si cada una de ellas fuera la única que hablaba y como si cada una de ellas pensara que tenía la atención completa de Volyova. Parecían implorarle, como si fuera omnisciente, pero también se quejaban: primero a regañadientes, como si sólo estuvieran molestas con ella, pero con más desdén y resquemor a medida que pasaban los segundos. Era como si Volyova no sólo las hubiese decepcionado de la forma más amarga posible, sino que también hubiese cometido alguna atrocidad tan terrible que incluso ahora era inconfesable y sólo podía ser expresada mediante la revulsión curvada de sus labios y la vergüenza que mostraban sus ojos.

Sopesó la pistola. La tentación de vaciar el cargador en los fantasmas la abrumaba. Aunque no podría matarlos, podría desactivar sus sistemas de proyección. Sin embargo, ahora que el archivo de guerra era inaccesible, sabía que no debía malgastar la munición.

—¡Dejadme en paz! —gritó—. ¡Dejadme en paz!

De uno en uno, los fantasmas fueron guardando silencio y desvaneciéndose. Antes de marcharse, movían la cabeza con decepción, como si les avergonzara permanecer ante su presencia un sólo segundo más. Por fin se quedó a solas en la habitación. Jadeaba con fuerza. Necesitaba tranquilizarse. Encendió otro cigarrillo y lo fumó muy despacio, intentando conceder unos minutos de descanso a su mente. Dio unos golpecitos a su pistola, satisfecha por no haber gastado el cargador, a pesar del placer transitorio que le habría proporcionado destruir el puente. Khouri había sabido elegir. Los lados del arma estaban adornados con dragones chinos en oro y plata.

Una voz habló desde el proyector.

Al levantar la cabeza, Volyova se encontró con el rostro de Ladrón de Sol.

Era como había sabido que sería, después de que Pascale le hubiera hablado de la importancia del nombre de aquella criatura. Era como había sabido que sería, pero también mucho peor, porque no sólo estaba viendo su aspecto, sino también cómo se veía a sí mismo… y era evidente que había algo muy malo en la mente de Ladrón de Sol. Volvió a pensar en Nagorny y comprendió por qué se había vuelto loco. No podía culparlo… no si había vivido con eso en su cabeza durante tanto tiempo, sin saber de dónde procedía ni qué quería de él. Ahora sentía compasión por el pobre Oficial de Artillería. Quizá, también ella se hubiera sumido en la psicosis si esta aparición hubiera acechado todos sus sueños y todos sus pensamientos conscientes.

Posiblemente, Ladrón de Sol fue amarantino en algún momento, pero había cambiado… quizá de forma deliberada, mediante la presión selectiva de la ingeniería genética, moldeándose a sí mismo y a su raza de Desterrados hasta convertirse en una nueva especie. Había remodelado su anatomía para poder volar en gravedad cero, desarrollando alas inmensas. Ahora podía verlas, alzándose amenazadoras tras la cabeza curvada y brillante que parecía abalanzarse hacia ella.

La cabeza era una calavera y las cuencas de los ojos no estaban exactamente vacías ni exactamente huecas, sino que parecían repletas de recipientes de algo infinitamente negro e infinitamente profundo, tan oscuro e insondable como la membrana de una Mortaja. Los huesos de Ladrón de Sol resplandecían con un brillo incoloro.

—A pesar de lo que he dicho antes —dijo ella, cuando la sorpresa inicial de lo que veía hubo pasado o, al menos, remitido hasta un punto en que pudo tolerarla—, creo que a estas alturas ya podrías haber encontrado la forma de matarme… si fuera eso lo que pretendías.

—No sabes qué quiero.

Cuando habló, se produjo una ausencia muda que de algún modo tenía sentido, como si se hubiera tallado a partir del silencio. Los complejos huesos de la mandíbula de la criatura no se movieron en absoluto. Entonces, Volyova recordó que, para los amarantinos, el habla nunca había sido una forma de comunicación importante, pues su sociedad se basaba en un despliegue visual. Sin duda alguna, algo tan básico se habría preservado, incluso después de que la bandada de Ladrón de Sol hubiera abandonado Resurgam e iniciado sus transformaciones… unas transformaciones tan radicales que cuando regresaron a su planeta los confundieron con dioses alados.

—Sé qué es lo que no quieres —dijo Volyova—. No quieres que nada impida que Sylveste llegue a Cerberus. Por eso debemos morir ahora: para que no tengamos la oportunidad de encontrar la forma de detenerlo.

—Su misión es muy importante para mí —respondió Ladrón de Sol. De pronto pareció reconsiderar sus palabras—. Para nosotros. Para quienes sobrevivimos.

—¿Quienes sobrevivisteis a qué? —Puede que ésta fuera su única oportunidad de alcanzar cierta comprensión—. No, espera… ¿a qué otra cosa podríais haber sobrevivido, sino a la muerte de los amarantinos? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Encontrasteis la forma de no morir?

—Ya sabes dónde entré en Sylveste. —No era una pregunta, sino una afirmación que hizo que Volyova se preguntará cuántas de sus conversaciones habían sido privadas.

—Tuvo que ser en la Mortaja de Lascaille —respondió ella—. Es lo único que tiene lógica… aunque debo admitir que no demasiada.

—Allí fue dónde encontramos un refugio durante novecientos noventa mil años.

La coincidencia era tan grande que tenía que significar algo.

—Desde que terminó la vida en Resurgam.

—Sí. —Esta afirmación se demoró en un siseo sibilante—. Las Mortajas fueron nuestra creación. La última empresa desesperada de nuestro Grupo, incluso después de que aquellos que permanecieron en la superficie fueran incinerados.

—No entiendo nada. Lo que dijo Lascaille… y lo que descubrió Sylveste…

—No les mostramos la verdad. Lascaille contempló una ficción: nuestra identidad reemplazada por la de una cultura mucho más antigua, completamente distinta a la nuestra. No le fue revelado el verdadero propósito de las Mortajas. Le mostramos una mentira que animaría a otros a venir.

Volyova era consciente de lo bien que había funcionado esa mentira. Lascaille había descubierto que las Mortajas eran lugares en los que se almacenaban tecnologías dañinas, cosas que la humanidad anhelaba en secreto, como métodos de viaje hiperlumínico. Cuando Lascaille reveló esta información a Sylveste, incrementó sus deseos de acceder a la Mortaja. Para alcanzar su objetivo, Sylveste consiguió el apoyo del conjunto de la sociedad Demarquista de Yellowstone, que consideraba que los primeros en desvelar el misterio alienígena recibirían recompensas espectaculares.

—Pero si era una mentira —dijo Volyova—, ¿cuál era la verdadera función de las Mortajas?

—Las construimos para ocultarnos en su interior, Triunviro Volyova. —Parecía estar jugando con ella, disfrutando de su confusión—. Eran nuestros santuarios. Zonas de espacio-tiempo reestructurado, en cuyo interior podíamos refugiarnos.

—¿Refugiaros de quién?

—De quienes sobrevivieron a la Guerra del Amanecer. De quienes recibieron el nombre de los Inhibidores.

Volyova asintió. Había muchas cosas que no comprendía, pero ahora sabía algo con certeza: lo que Khouri le había contado, los fragmentos que recordaba del extraño sueño que había tenido en la artillería, era algo similar a la verdad. Khouri no recordaba aquel sueño por completo ni se lo había explicado siguiendo el orden correcto de los acontecimientos, pero era obvio que eso se debía a que la mujer había intentando comprender algo demasiado inmenso, demasiado extraño y demasiado apocalíptico para que su mente pudiera asimilarlo. Se había esforzado todo lo posible en conseguirlo, pero no había sido suficiente. Ahora, Volyova estaba descubriendo otras partes de esa misma imagen, desde una perspectiva completamente distinta.

La Mademoiselle le había hablado de la Guerra del Amanecer, pues no deseaba que Sylveste lograra su objetivo. Pero Ladrón de Sol deseaba con todas sus fuerzas que lo consiguiera.

—¿De qué va todo esto? —preguntó—. Sé qué estás haciendo: me estás demorando, haciéndome esperar porque sabes que haré todo lo posible por oír las respuestas que tienes. Y no te equivocas. Tengo que saberlo. Necesito saberlo todo.

Ladrón de Sol esperó en silencio, antes de responder a todas las preguntas que le formuló Volyova.

En cuanto su curiosidad estuvo satisfecha, Volyova decidió que podía utilizar una de las balas de su cargador. Disparó a la pantalla y el gran globo de cristal se rompió en millones de fragmentos, destrozando el rostro de Ladrón de Sol en la explosión.

Khouri y Pascale recorrieron un largo camino para llegar a la clínica, evitando los ascensores y el tipo de pasillos reformados por los que podían deslizarse con facilidad los zánganos. Mantuvieron las armas en la mano en todo momento y dispararon a todo aquello que les resultaba vagamente sospechoso, aunque después resultara ser una alineación fortuita de sombras o un cúmulo de corrosión en una pared o un mamparo.

—¿Sabías que se pondría en marcha tan pronto? —preguntó Khouri.

—No. Sabía que lo intentaría en algún momento, pero intentaba quitarle esa idea de la cabeza.

—¿Qué sientes por él?

—¿Qué esperas que diga? Era mi marido. Estábamos enamorados. —De pronto, pareció que Pascale iba a desplomarse, pero Khouri logró sujetarla a tiempo. La mujer secó las lágrimas de sus ojos, frotándoselos hasta que enrojecieron—. Lo odio por lo que ha hecho… tú también lo harías. Y aunque no lo entiendo, lo sigo amando… y sigo pensando que, quizá, ya está muerto. Es posible, ¿verdad? Y aunque no lo esté, no hay ninguna garantía de que vuelva a verlo jamás…

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