Escupiré sobre vuestra tumba (8 page)

Read Escupiré sobre vuestra tumba Online

Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

BOOK: Escupiré sobre vuestra tumba
7.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y por qué te dedicas a este trabajo? Podrías estar ganando más dinero.

—Gano lo suficiente, para lo que hago.

—¿Tienes familia?

—Tenía dos hermanos.

—¿Y…?

—El menor murió. De accidente.

—¿Y el otro?

—El otro está vivo. Está en Nueva York.

—Me gustaría conocerle —dijo Lou.

Parecía haber perdido esa brusquedad de que hizo gala en casa de Dexter y de Jicky, y también haber olvidado lo que yo le había hecho aquella noche.

—Prefiero que no le conozcas —repliqué.

Y así lo pensaba. Pero me había equivocado al creer que ella había olvidado.

—Tienes unos amigos muy raros —dijo, cambiando de tema sin transición.

Seguíamos bailando. No había prácticamente ninguna interrupción entre una y otra pieza, y esto me evitó tener que contestar.

—¿Qué le hiciste a Jean, la última vez? —me preguntó—. Ya no es la misma.

—No le hice nada. Sólo la ayudé a que se le pasara la borrachera. Hay una técnica muy conocida.

—No sé si me estás hablando en serio o no. Contigo nunca se sabe.

—¡Pero si soy transparente como el cristal…! —le aseguré.

Le tocaba a ella no contestar, y se concentró en el baile durante unos minutos. Se abandonaba en mis brazos, y parecía no pensar en nada.

—Me gustaría haber estado allí —concluyó ella.

—A mí también me habría gustado —afirmé—. Ahora estarías más tranquila.

Esta frase hizo que me subiera una oleada de calor por detrás de las orejas. Recordaba el cuerpo de Jean. Tirármelas a las dos y cargármelas al mismo tiempo, después de habérselo dicho. Era demasiado hermoso…

—No me creo que realmente pienses eso que dices.

—Pues no sé qué tendría que decir para que lo creyeras.

Protestó airadamente, me trató de pedante, y me acusó de hablar como un psiquiatra austríaco. Era un poco fuerte.

—Quiero decir —me expliqué—, ¿en qué momentos crees que digo la verdad?

—Me gustas más cuando no dices nada.

—¿Y cuando no hago nada también?

La estreché un poco más. Entendió perfectamente mi alusión, y bajó la vista. Pero no la iba a soltar así como así. Además, contestó:

—Depende de lo que hagas…

—¿No te parece bien todo lo que hago?

—No tiene ningún interés, si se lo haces a todo el mundo.

Poco a poco iba ganándomela. Estaba casi madura. Un pequeño esfuerzo más. Quería comprobar si de verdad estaba en su punto.

—Eres demasiado enigmática —le dije—. ¿De qué estás hablando?

Esta vez bajó no sólo la vista sino también la cabeza. Era realmente mucho más baja que yo. Llevaba un gran clavel blanco prendido en el pelo. Pero respondió:

—Sabes perfectamente de qué estoy hablando. De lo que hiciste el otro día, en el sofá.

—¿Y entonces?

—¿A todas las mujeres les haces lo mismo?

Solté la carcajada y ella me pellizcó el brazo.

—No te burles de mí, que no soy idiota.

—Nadie ha dicho eso.

—Entonces, contéstame.

—No —dije—. No se lo hago a todas las mujeres que conozco. Francamente, hay muy pocas mujeres a las que se pueda tener ganas de hacérselo.

—Me estás tomando el pelo. Vi perfectamente cómo se comportaban tus amigos…

—No son amigos, son camaradas.

—No intentes liarme con palabras —replicó—. ¿A tus camaradas se lo haces?

—¿A ti te parece que me puede apetecer hacérselo a tías como ésas?

—Me parece… —murmuró—. Hay momentos en los que se pueden hacer muchas cosas con muchas personas.

Me creí en el deber de aprovechar esta frase para acercármela un poco más. Al mismo tiempo me esforcé para acariciarle un pecho. Había atacado demasiado pronto. Se escabulló, suave, pero firmemente.

—¿Sabes?, el otro día había bebido —dijo.

—No me lo creo —respondí.

—¡Oh! ¿Te crees que te habría dejado actuar, si no hubiera bebido?

—Claro.

Bajó la cabeza de nuevo y la volvió a levantar para decirme:

—¿No irás a pensar que habría bailado con cualquiera?

—Yo soy un cualquiera.

—Sabes perfectamente que no.

Pocas veces había mantenido una conversación tan agotadora. La niña esa se escurría de entre los dedos como una anguila. Tan pronto parecía dispuesta a todo como mostraba las uñas y los dientes al menor contacto. De todos modos, seguí adelante.

—¿Qué tengo de especial?

—No sé. Físicamente estás bien, pero hay otra cosa. Tu voz, por ejemplo.

—¿Ah, sí?

—No es una voz corriente.

Me eché a reír otra vez, con ganas.

—No lo es —insistió—. Es una voz más grave… y más…, no se cómo decirlo…, más equilibrada.

—Es por la costumbre de cantar y tocar la guitarra.

—No —dijo ella—. Nunca he oído a ningún cantante o guitarrista que cante como tú. He oído voces que me recuerdan la tuya, sí…, allí… en Haití. Los negros.

—Me halagas —dije yo—, son los mejores músicos del mundo.

—¡No digas tonterías!

—Toda la música americana ha salido de ellos —afirmé.

—No lo creo. Todas las grandes orquestas son de blancos.

—Claro, los blancos están en mejor posición para explotar los descubrimientos de los negros.

—No creo que tengas razón. Todos los grandes compositores son blancos.

—Duke Ellington, por ejemplo.

—No, Gershwin, Kern y todos ésos.

—Todos europeos emigrados —le aseguré—. Son los peores explotadores. No creo que en todo Gershwin se pueda encontrar un solo pasaje original, que no haya sido copiado, plagiado o reproducido. Te desafío a que encuentres uno solo en toda la
Rhapsody in Blue

—Eres extraño —respondió—. Detesto a los negros.

Era demasiado hermoso. Pensé en Tom, y a punto estuve de dar gracias al Señor. Pero en aquel momento deseaba demasiado a la niña esa como para ser accesible a la cólera. Y no necesitaba al Señor para hacer un buen trabajo.

—Todos sois iguales —repliqué—. Os encanta enorgulleceros de las cosas que todo el mundo, menos vosotros, ha descubierto.

—No entiendo qué quieres decir.

—Tendrías que viajar —le aseguré—. Sabes, no son sólo los americanos blancos los que han inventado el cine, ni el automóvil, ni las medias de nylon, ni las carreras de caballos. Ni la música de jazz.

—Hablemos de otra cosa —dijo Lou—. Lees demasiados libros, eso es lo que te pasa.

En la mesa de al lado seguían con su bridge, y podía estar seguro de que no llegaría a nada con aquella chica si no la hacía beber. Tenía que perseverar.

—Dex me ha hablado de vuestro ron —proseguí—. ¿Es un mito, o está al alcance de los simples mortales?

—Puedes tomar el que quieras —repuso Lou—. Debí haber pensado que tendrías sed.

La solté y se escurrió hacia una especie de bar de salón.

—¿Mezclado? —me preguntó—. ¿Ron blanco y ron negro?

—Probemos. O mejor le añades un poco de zumo de naranja. Me estoy muriendo de sed.

—No hay problema —me aseguró.

Los de la mesa de bridge, al otro extremo de la habitación, nos llamaron a gritos.

—¡Lou! ¡Prepara bebida para todos, por favor!

—De acuerdo, pero os la venís a tomar aquí.

Me gustaba ver inclinarse hacia adelante a esa chica. Llevaba una especie de jersey ceñido con un escote completamente redondo que le descubría el nacimiento de los senos, y el cabello recogido a un lado, como el día que la conocí, pero esta vez a la izquierda. Iba mucho menos maquillada, y estaba como para hincarle el diente.

Se incorporó, con una botella de ron en la mano.

—Eres realmente hermosa —le dije.

—No empieces…

—No empiezo. Sigo.

—Bueno, pues no sigas. Vas demasiado aprisa. Se pierde toda la gracia.

—Las cosas no tienen que durar mucho tiempo.

—Sí. Las cosas agradables tendrían que durar siempre.

—¿Y tú sabes qué es una cosa agradable?

—Sí. Hablar contigo, por ejemplo.

—Tú eres la única que disfruta. Eres una egoísta.

—Y tú eres un cerdo. ¡Dilo más claro, que te aburre hablar conmigo!

—No puedo mirarte sin pensar que estás hecha para otra cosa que para hablar, y me es muy difícil hablar contigo sin mirarte. Pero, si lo prefieres, sigamos hablando. Por lo menos no juego al bridge, durante ese tiempo.

—¿No te gusta el bridge?

Había llenado un vaso y me lo ofrecía. Lo cogí y me bebí la mitad de un trago.

—Me gusta esto.

Señalé el vaso.

—Y también me gusta que lo hayas preparado tú.

Se puso de color de rosa.

—¿Ves como sabes ser agradable, cuando quieres?

—Te aseguro que conozco muchas otras maneras de ser agradable.

—Eres un engreído. Como estás bien hecho, te imaginas que todas las mujeres tienen ganas de eso.

—¿De qué?

—De las cosas físicas.

—Las que no tienen ganas —afirmé— es porque no lo han probado.

—No es verdad.

—¿Acaso lo has probado?

No contestó y se puso a retorcerse los dedos, hasta que por fin se decidió.

—Lo que me hiciste, la otra vez…

—¿Sí?

—No era nada agradable. Era… ¡Era terrible!

—¿Pero no desagradable…?

—No… —dijo, en voz baja.

No insistí y apuré el vaso. Había recuperado el terreno perdido. Qué cruz, el trabajo que me iba a dar la niña; tenía la misma sensación que a veces se tiene con las truchas.

Jean se había levantado y venía por un vaso.

—¿No te aburres mucho con Lou?

—¡Qué amable! —replicó su hermana.

—Lou es encantadora —dije yo—. La quiero mucho. ¿Puedo pedirte su mano?

—¡De ninguna manera! —dijo Jean—. Yo tengo prioridad.

—¿Y entonces yo qué pinto, en todo eso? —dijo Lou—. ¿Soy un resto de serie?

—Tú eres joven aún —dijo Jean—. Tienes tiempo. Yo, en cambio…

Me reí, porque Jean no aparentaba ni dos años más que su hermana.

—No te rías como un imbécil —dijo Lou—. ¿No la ves, lo vieja que está?

Decididamente, me caían muy bien las dos. Y ellas también parecían entenderse.

—Si no empeoras con la edad —le dije a Lou—, estoy dispuesto a casarme con las dos.

—Eres horrible —dijo Jean—. Me vuelvo a mi bridge. ¿Bailarás conmigo, luego?

—¡Y un rábano! —dijo Lou—. Esta vez tengo prioridad yo. Vete a jugar con tus estúpidas cartas.

Nos pusimos a bailar otra vez, pero el programa terminó y le propuse a Lou una vuelta por el jardín para estirar las piernas.

—No sé si me conviene quedarme a solas contigo…

—No corres ningún riesgo. Total, con ponerte a gritar…

—Eso mismo —protestó—. Para hacer el ridículo.

—Está bien —concedí—. Pues quisiera tomar un trago, si no te importa.

Me dirigí al bar y me preparé un pequeño reconstituyente. Lou se quedó donde estaba.

—¿Quieres?

Rehusó con la cabeza, cerrando sus ojos amarillos. Dejé de prestarle atención y me fui al otro extremo de la sala, a observar el juego de Jean.

—Vengo a traerte suerte —le dije.

—Llegas en buen momento.

Se volvió ligeramente hacia mí con una sonrisa radiante.

—Pierdo ciento treinta dólares. ¿Te parece divertido?

—Depende del porcentaje exacto de tu fortuna que eso represente —respondí.

—¿Y si dejáramos de jugar? —propuso ella entonces.

Los otros tres, que no parecían tener más ganas de jugar que de otra cosa, se levantaron al mismo tiempo. En cuanto al individuo llamado Dexter, hacía tiempo que se había llevado a la cuarta chica al jardín.

—¿Esto es todo lo que hay? —preguntó Jean, señalando la radio con desdén—. Voy a encontrarte algo mejor.

Se puso a manipular los botones y consiguió, efectivamente, conectar con algo que se podía bailar. Uno de los dos tipos invitó a Lou, el otro se puso a bailar con la otra chica, y yo me llevé a Jean a tomar algo antes de empezar. A ella sabía perfectamente lo que le hacía falta.

CAPÍTULO XIII

Cuando subimos a acostarnos, Dex y yo, no le había vuelto a dirigir prácticamente la palabra a Lou desde nuestra larga conversación. Nuestras habitaciones estaban en el primer piso, en el mismo lado que las de las chicas. Los padres ocupaban la otra ala. Los demás invitados habían vuelto a sus casas. Digo que los padres ocupaban la otra ala, pero en aquel momento estaban en Nueva York o en Haití, o algún sitio así. Las habitaciones seguían en este orden: la mía, la de Dexter, la de Jean y la de Lou. Estaba mal situado para las incursiones.

Me desnudé y me di una ducha, frotándome enérgicamente con el guante de crin. Oí a Dexter que iba de un lado para otro en su habitación. Salió y regresó al cabo de cinco minutos, y percibí el ruido de un vaso que se llena. Había ido a hacer una pequeña expedición de avituallamiento: no era mala idea. Llamé discretamente a la puerta que comunicaba su habitación con el cuarto de baño que nos separaba. Acudió en seguida.

—¡Oh!, Dex —dije yo desde el otro lado de la puerta—, ¿lo he soñado o es que he oído rumor de botellas?

—Te paso una —dijo Dex—. Me he subido dos.

Era ron. Nada mejor para dormirse o para permanecer despierto, según la hora. Confiaba en permanecer despierto, pero a Dex lo oí que se acostaba poco después. Se lo había tomado de otra forma que yo.

Esperé una media hora y salí cautelosamente de mi habitación. Llevaba un slip y la chaqueta del pijama. No puedo resistir los pantalones del pijama. No hay forma.

El pasillo estaba a oscuras, pero yo sabía bien adónde iba. Avancé sin tomar ninguna precaución, porque la alfombra habría bastado para amortiguar los ruidos de un partido de baseball, y llamé a la puerta de Lou.

La oí acercarse; mejor dicho, la olí acercarse, y la llave giró en la cerradura. Me colé en su habitación y volví a cerrar con presteza la puerta de madera lacada.

Lou llevaba un encantador deshabillé blanco que debía de haber robado a una de las Vargas Girls.
[2]
A simple vista se advertía que su indumentaria comprendía, además, un sostén de encaje y unas braguitas que hacían juego.

—Vengo a ver si sigues enfadada conmigo —le dije.

—No te quiero en mi habitación —protestó.

—¿Y entonces por qué me has abierto? ¿Quién te creías que era?

—No sé, Susie, quizá…

Other books

Embracing the Wolf by Felicity Heaton
What a Westmoreland Wants by Brenda Jackson
A Twitch of Tail by R. E. Butler
Jaguar Sun by Martha Bourke
Las ciudades invisibles by Italo Calvino
A Groom With a View by Sophie Ranald