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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Error humano (21 page)

BOOK: Error humano
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»Lo que siempre me ha preocupado es —dice— que está pasando exactamente lo mismo. Nixon salió durante el juicio y dijo que Manson era culpable, porque a Nixon lo estaban culpando de todos los problemas que atravesaba la cultura. Y después salió Clinton y dijo lo mismo: “¿Por qué actúan estos chavales de forma tan violenta? Debe de ser por Marilyn Manson. Debe de ser por esta película. Debe de ser por este videojuego”. Luego el tío mira para otro lado y tira unas cuantas bombas en otro continente para matar a unas cuantas personas. Y encima se pregunta por qué los chavales tienen bombas y se dedican a matar a la gente...

Manson trae unas acuarelas que ha pintado: oscuros, brillantes y coloridos retratos de McGowen que recuerdan a los tests de Rorschach. Acuarelas que pinta... bueno, no tanto con pinturas como con el agua que queda tras limpiar los pinceles. Una de las pinturas muestra las cabezas sonrientes de Eric Harris y Dylan Klebold empaladas en los dedos levantados de una mano que hace el signo de la paz.

—Resulta que ni siquiera eran fans míos —dice—. Un periodista de Denver investigó lo bastante como para descubrir que yo no les gustaba porque era demasiado comercial. A ellos les gustaba un rollo más underground. Me cabreó que los medios se aferraran a una cosa y la hincharan hasta extremos exagerados. Y fue porque soy un blanco fácil. Parezco culpable. Y en aquel momento yo estaba de gira.

Dice:

—La gente siempre me pregunta: «¿Qué les habrías dicho si hubieras podido hablar con ellos?». Y mi respuesta es: «Nada. Habría escuchado». Ahí está el problema. Nadie escuchaba lo que decían. Si hubierais escuchado, os habríais enterado de lo que estaba pasando.

Y dice:

—Resulta extraño que, aunque la música es algo que uno escucha, creo que también te escucha a ti porque no emite juicios. Así es como los chavales encuentran cosas con que identificarse. O los adultos. He ahí un sitio al que puedes ir sin que te juzguen. Sin nadie que te diga en qué tienes que creer.

Manson reparte su sexta carta: la Estrella.

—Esta carta es el futuro —dice—. La Estrella. Esto quiere decir un gran éxito.

Dice:

—Durante mucho tiempo no me podía imaginar a mí mismo llegando a este punto. Nunca miraba más allá porque pensaba que o bien me iba a destruir a mí mismo o bien alguien me iba a matar en el proceso. Así que en cierto modo he ido más allá del sueño. Y da miedo. Es como empezar de nuevo, pero eso es bueno porque es lo que necesitaba. Ha habido muchos pequeños renacimientos por el camino, pero ahora siento que he vuelto a nacer en el mismo sitio donde empecé pero con una interpretación distinta. En cierto modo he vuelto atrás en el tiempo, pero ahora tengo más munición y más conocimientos para afrontar el mundo.

Dice:

—Lo natural sería que me metiera en el mundo del cine, pero realmente tiene que ser poniendo yo las condiciones. Creo que estoy mejor dotado como director que como actor, aunque me gusta actuar. Estoy hablando con Jodorowsky, el tío que hizo
El topo
y
La montaña sagrada.
Es un director hispanoamericano que trabajó con Dalí. Ha escrito un guión titulado
Abelcaín
que es fantástico. Hace como quince años que lo tiene y quiere hacerlo, pero se ha puesto en contacto conmigo porque yo soy la única persona con la que quería trabajar. Y el personaje es muy distinto a lo que la gente conoce de mí, y esa es la única razón por la que me interesa, porque la mayor parte de la gente que viene a mí quiere que interprete distintas versiones de mí mismo. Y eso no es ningún desafío.

En primavera de 2001, Manson planea publicar su primera novela, titulada
Holy Wood,
un relato que abarcará sus tres primeros discos. En el desván, sentado en el suelo e inclinado hacia la luz azul de su ordenador portátil, me lee en voz alta el primer capítulo, una historia mágica, surrealista y poética, trufada de detalles y sin ningún parecido con la narrativa tradicional y aburrida. Fascinante, aunque de momento alto secreto.

Reparte su séptima carta: la Suma Sacerdotisa.

—Esta... —dice—, no sé qué pensar de esta.

A la gente que viene a entrevistar a Manson, su publicista les pide que no publiquen el hecho de que se pone de pie cada vez que una mujer entra o sale de la sala. Después de que una lesión de espalda dejara a su padre inválido, Manson les compró a sus padres una casa en California y ahora los mantiene. Cuando se registra en un hotel, usa el nombre de «Patrick Bateman», el asesino en serie de la novela
American Psycho
de Bret Easton Ellis.

Reparte su octava carta:

—El Mundo —dice—. Colocada aquí de forma adecuada, representa los factores ambientales o externos que pueden neutralizarlo a uno.

Dice:

—Tuve una experiencia enormemente interesante en Dublín. Como es un sitio tan católico, hice una actuación allí dentro de mi gira europea. Tenía una cruz hecha de televisores que estallaban en llamas y luego salía yo, que básicamente estaba desnudo salvo por la ropa interior de cuero. Llevaba el cuerpo pintado como si estuviera quemado. Salí al escenario mientras la cruz estaba en llamas y vi que la gente de la primera fila apartaba la cara y miraba en otra dirección. Así de ofendidos estaban, y es increíble que alguien pudiera estar tan ofendido, que apartaran la cara y miraran para otro lado. Cientos de personas.

Manson reparte su novena carta: la Torre.

—La Torre es una carta muy mala —dice—. Representa la destrucción, pero de la forma en que esto se lee, figura que voy a tener que luchar básicamente contra todo el mundo. Va a ser una lucha revolucionaria y se va a producir alguna clase de destrucción. El hecho de que el resultado final sea el Sol quiere decir que es probable que el destruido no sea yo. Será probablemente la gente que se interponga en mi camino.

Sobre su novela, dice:

—Si coges toda la historia desde el principio ves que es paralela a mi historia, pero está contada con metáforas y distintos símbolos que he pensado que otra gente puede utilizar. Trata sobre ser inocente e ingenuo, en gran medida como estaba Adán en el Paraíso antes de caer en desgracia. Y sobre comprender algo como «Holy Wood» [Madera sagrada], que he usado como metáfora para representar lo que la gente cree que es un mundo perfecto, el ideal con el que todos hemos de compararnos, la forma en que se supone que tenemos que actuar y el aspecto que hemos de tener. Y trata sobre querer, durante toda la vida, formar parte de un mundo que no considera que encajes, al que no le caes bien, que te machaca a cada paso que das, y a pesar de todo tú luchas y luchas y luchas hasta que lo consigues y entonces te das cuenta de que toda la gente que te rodea era la gente que al principio te machacaba. Así que automáticamente odias a todo el mundo que te rodea. Los detestas por hacerte formar parte de este juego en el que no te dabas cuenta de que te estabas metiendo. En cierto sentido has cambiado una celda por otra.

»Esa acaba siendo la revolución —dice—. Ser lo bastante idealista como para creer que puedes cambiar el mundo, y descubrir que lo único que puedes hacer es cambiarte a ti mismo.

McGowen llama desde el aeropuerto y promete llamar otra vez cuando aterrice su avión. Dentro de una semana Manson partirá rumbo a Japón. Dentro de un mes empezará una gira mundial en Mineápolis. La primavera que viene su novela cerrará la década anterior de su vida. Y después de eso volverá a empezar.

—En cierta forma es como... no como una carga pero sí como si me quitara un peso de encima al dejar reposar un proyecto a largo plazo —dice—. Eso me da la libertad para ir a cualquier parte. Me siento en gran medida como hace diez años cuando monté la banda. Siento el mismo impulso, la misma inspiración y el mismo desprecio hacia el mundo que me da ganas de hacer algo que haga pensar a la gente.

»El único miedo que tengo es el miedo a no ser capaz de crear, a no tener inspiración —dice Manson.

»Puede que fracase, y puede que esto no funcione, pero por lo menos soy yo quien elige hacerlo. No es algo que haga porque no me queda más remedio.

Manson reparte su última carta: el Sol.

Los dos boston terriers están encogidos, durmiendo sobre una butaca de terciopelo negro.

Y me dice:

—Este es el resultado final, el Sol, que representa la felicidad y el cumplimiento de grandes ambiciones.

Bodhisattvas

(Bodhisattvas)

—Volamos desde Miami a Tegucigalpa —dice Michelle Keating—, y luego pasamos cinco días de terror. Había minas antipersona. Había serpientes. Había gente que se moría de hambre. El alcalde de Tegucigalpa se había matado la semana antes en un accidente de helicóptero.

Keating mira las fotografías de un montón de álbumes y dice:

—Fue el huracán Mitch. Yo nunca había imaginado que presenciaría un desastre semejante.

En octubre de 1998 el huracán Mitch arrasó la República de Honduras con vientos de doscientos noventa kilómetros por hora y días enteros de lluvias torrenciales, con sesenta y cinco centímetros cúbicos en un solo día. Murieron 9.071 personas en Centroamérica, 5.657 de ellas en Honduras, donde sigue habiendo 8.058 personas desaparecidas. Un millón cuatrocientas mil personas se quedaron sin casa y el setenta por ciento de las cosechas del país quedaron destruidas.

En los días posteriores a la tormenta la ciudad de Tegucigalpa era una cloaca abierta, atiborrada de barro y de cadáveres. Hubo un brote de malaria. También de dengue. Las ratas transmitían la leptospirosis, que causa fallos hepáticos y renales y la muerte. En aquella ciudad de mineros, situada a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, un tercio de los edificios quedaron destruidos. El alcalde de la ciudad murió mientras inspeccionaba los daños en helicóptero. Los saqueos se generalizaron.

A ese país donde el cincuenta por ciento de los seis millones y medio de personas viven por debajo del nivel de pobreza establecido por las Naciones Unidas y el treinta por ciento de la población está desempleada, fueron Michelle Keating y su golden retriever, Yogi, a ayudar a encontrar a los muertos.

Michelle mira una foto de Yogi sentado en un asiento de la American Airlines, comiéndose un menú de avión que tiene en una bandeja delante.

Refiriéndose a otro voluntario del equipo de búsqueda y rescate, me dice:

—Harry me dijo: «Esta gente tiene hambre y es posible que intenten comerse a tu perro». Volvía a casa en coche de una reunión con él y empecé a decirme: «¡No quiero morir!». Pero sabía que sí quería ir.

Mira varias fotos del cuartel de bomberos de Honduras donde dormían. Habían llegado perros entrenados para el rescate de México, pero no eran de gran ayuda. A las dos de la madrugada se había desmoronado un embalse que había por encima de la ciudad.

—Una ola de doce metros lo había arrasado todo y después se había retirado dejando atrás nada más que un lodazal increíblemente profundo —dice Keating—. Allí donde el agua y el barro habían tocado un cadáver se habían impregnado de su olor. Y era eso lo que estaba confundiendo a los perros mexicanos. Los olores los llamaban desde todas partes.

Mirando las fotos del río Choluteca, crecido y fangoso, dice:

—Había dengue. Había gérmenes. Allí donde uno fuera, olía a cadáver. Y Yogi tampoco pudo librarse, y ya no movía la cola para nada. Había carestía de agua, pero nosotros lo lavábamos todo siempre que podíamos.

En las fotografías aparece gente quitando con palas el barro de las calles a cambio de comida del gobierno. El olor de los muertos era «acre», dice Keating.

—Se notaba en la boca.

Y dice:

—Murieron diez mil personas por todo el país y un buen porcentaje de ellos estaba aquí, en Tegucigalpa, porque también hubo corrimientos de tierra. Primero está la gente que murió ahogada por la ola de doce metros que arrasó la ciudad. Y luego se hundió el campo de fútbol.

Me enseña fotos de salas a oscuras, llenas de barro y muebles rotos. Dice:

—El primer día fuimos a un restaurante chino donde había muerto una familia. El departamento de bomberos tenía que excavar, y lo que nosotros podíamos hacer era ahorrarles un montón de tiempo, y de dolor, porque podíamos señalar exactamente dónde estaban. En el restaurante chino nos pusimos protector labial mentolado debajo de la nariz, mascarillas y cascos con luz porque estaba oscuro. Toda la comida, como el cangrejo, estaba por el suelo, las cloacas se habían desbordado y el barro llegaba hasta las rodillas. Y estaba todo lleno de pañales sucios. Así que Yogi y yo fuimos hasta la cocina y yo pensé: «Madre mía, ¿qué vamos a encontrar?».

En las fotos lleva un casco de minero con una luz montada en la parte de delante y una mascarilla quirúrgica de gasa.

—Toda la ropa y los efectos personales de aquella gente estaban incrustados en el barro —dice—. Su vida entera.

Encontraron los cadáveres aplastados y retorcidos:

—Resultó que estaban debajo de una tarima. Era una tarima del restaurante sobre la que había sillas y mesas y el agua los había arrastrado hasta allí.

Michelle está sentada en el sofá de su sala de estar, con los álbumes de fotos en una mesa delante de ella. Yogi está sentado en el suelo a su lado. Otro golden retriever, Maggie, está sentado en un sillón de fumar al otro lado de la sala. Los dos perros tienen cinco años y medio. Maggie procede de un refugio de animales donde la encontraron, enferma y muerta de hambre, al parecer abandonada por un criador después de que hubiera dado a luz a tantas carnadas que ya no podía parir más.

A Yogi se lo vendió un criador cuando tenía seis meses y no podía caminar.

—Resultó que tenía displasia de las articulaciones del codo —dice—. Y hace un par de años lo llevé a un veterinario de Eugene, que lo operó para que pudiera caminar. El veterinario le recolocó la articulación del codo. Lo que pasaba era que aquella pequeña articulación tenía que funcionar como puntal, pero en cambio estaba recibiendo todo el peso y se estaba fragmentando, y al perro le resultaba muy doloroso.

Mira a la perra que está en el sillón y dice:

—Maggie es más bien del tipo rojizo y pequeño. Debe de pesar unos treinta kilos. Yogi es de los grandes, rubios y peludos. En invierno llega a los cuarenta y cinco kilos. Tiene el típico trasero grande y dorado.

Mira las fotos más antiguas y dice:

—Hace unos ocho años tenía un perro llamado Murphy. Era una mezcla de border collie y pastor australiano, un perro increíble, y pensé: «Es una buena manera de practicar obediencia con él y de paso conocer gente». Yo estaba trabajando en la Hewlett-Packard, en una oficina, así que necesitaba algo distinto.

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