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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

Episodios de una guerra (9 page)

BOOK: Episodios de una guerra
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A continuación escribió sus ocurrencias y luego prosiguió:

Respecto al maldito Kimber, cariño mío, no te atormentes. Aunque la situación empeorara y llegara a arruinarnos, la dote de las niñas está segura y yo siempre recibiré mi paga. En cuanto vuelva a casa le pediré explicaciones, te lo prometo, pero mientras tanto intentaré no preocuparme sino disfrutar del viaje y vivir tranquilo, entregado al ocio y a la música. Tal vez pueda ocuparme de los cadetes más de lo que me he ocupado hasta ahora. Como es lógico, ya han adquirido algunos conocimientos prácticos de náutica, pero les faltan muchos teóricos. El joven Forshaw, por ejemplo, es un buen muchacho (mucho más hermoso que sus hermanas, aunque seguramente cambiará cuando su adolescencia termine) pero dudo que sepa cuál es la diferencia entre la longitud este y la longitud oeste, lo cual es una desventaja para un marino, sobre todo para un marino que tiene que dar la vuelta al mundo para reunirse con su mujer. Buenas noches, amor mío.

En otra parte del barco, Stephen Maturin, que no tenía a quién confiarse, escribió para sí mismo, para el Stephen Maturin del futuro, que sería el único que podría leer el texto cifrado de su diario:

Así que Diana escribió. No me sorprende que haya obrado con generosidad, pues esa es una de sus cualidades y la mezquindad no es uno de sus defectos, pero es absurdo que me sienta tan satisfecho. Herapath dijo que aunque Louisa Wogan se acostara con otros hombres seguía siendo su amiga y no recuerdo si fue él o yo quien dijo que, en general, las mujeres no tienen el mismo concepto de la amistad que los hombres. Wogan se parecía un poco a Diana en muchas cosas, y quizá también en esa. Quiero convencerme a mí mismo (yo me convenzo fácilmente a mí mismo) de que Diana Villiers todavía siente por mí el afecto que se profesa a un amigo e incluso cierta ternura.

Hizo una pausa y luego continuó escribiendo:

El informe de Wallis sobre la situación en Cataluña es el más interesante que he leído en mi vida. Si al menos la mitad de lo que dice Mateu es verdad, el futuro es más prometedor que nunca, pero ellos necesitan a un hombre en el que todos confíen para que haga de enlace entre los diferentes movimientos y coordine sus acciones con las del Gobierno británico, que en este caso estaría representado por la Armada. Puesto que los franceses han matado a Jaume, no creo que haya nadie más capacitado que yo para esa tarea. Tengo muchos deseos de estar allí, pero mis deseos no hacen disminuir el enorme número de millas que nos separan. Pasaré los próximos meses estudiando los especímenes que he reunido y me alegro mucho de disponer de tanto tiempo para hacerlo (aunque varios años no serían suficientes para hacer una exhaustiva descripción de todos ellos). Y también espero leer y tocar música. El capitán Yorke me parece un hombre amable, cortés e instruido, no un simple oficial de la Armada. Creo que no ha leído ni viajado en vano. Sólo he conocido a algunos de los compañeros que tendré en la sala de oficiales. Espero que se parezcan más al capitán que al primer oficial, porque de ellos depende en gran medida que haya buenas relaciones sociales durante el viaje.

Apenas había relaciones sociales en la sala de oficiales y la propia sala parecía muy pequeña comparada con la del
Leopard
, que era espaciosa y clara. Warner era un simple oficial de la Armada. Su único objetivo en la vida parecía ser que
La Flèche
navegara lo más rápido posible sin que se rompieran los mástiles y aunque no era uno de esos primeros oficiales que tenían una preocupación exagerada por la limpieza y que Stephen consideraba el azote de la Armada, no era una compañía agradable salvo para aquellos que sabían lo que era un foque y una monterilla
y
conocían las estrellas. No parecía disfrutar con nada y la preocupación por la puntualidad que caracterizaba a los marinos se había convertido casi en una obsesión en él. Era mucho más viejo que los otros oficiales y, siempre con actitud severa, controlaba todo lo que se hacía en la sala de oficiales. Era alto, al igual que el segundo oficial y el oficial de Infantería de marina, y puesto que
La Flèche
había sido construida con una separación entre las cubiertas adecuada para los franceses, que eran todos unos retacos, cuando Stephen entró por primera vez a la sala de oficiales le pareció un lugar muy estrecho, bajo y oscuro y vio en su interior a tres figuras extraordinariamente altas con la cabeza agachada y mirando sus relojes. Inmediatamente después entró otro oficial que olía a tabaco, alcohol y ropa sucia. Era un hombre más alto que los otros y agachó más la cabeza bajo los baos. Entonces Warner presentó a McLean, el cirujano. El joven McLean estaba casi paralizado a causa de su timidez, y después de dar un gruñido y hacer una extraña reverencia cuando Warner pronunció su nombre, permaneció silencioso. Enseguida el tambor empezó a sonar y la sala se llenó rápidamente, y cuando ya estaban todos presentes y se colocaron detrás de sus sillas sus respectivos sirvientes, al despensero apenas le quedó espacio para pasar con el puré de guisantes y la carne de cerdo salada. El contador había sido el último en llegar y Warner le había lanzado una elocuente mirada y luego, muy despacio, había desviado la vista hacia su reloj, que aún sostenía en la mano, pero no había habido palabras duras, tal vez en honor a los invitados. Babbington y Byron habían traído consigo el sol, pero no su luz (la sala de oficiales no tenía ventanas), sino la alegría y el calor que daba y que Stephen siempre había visto asociados a las reuniones de marineros. Encontraron a una persona afín a ellos, el oficial de derrota, y ahora, sentados al final de la mesa, reían y hablaban con él animadamente de sus recuerdos y de antiguos compañeros de tripulación y contaban anécdotas y comparaban las misiones que habían llevado a cabo. Stephen se esforzó por inspirarle simpatía a McLean, que estaba sentado a su lado, comiendo con voracidad y ruidosamente, pero hasta la mitad de la comida no obtuvo ninguna respuesta. Entonces McLean, convencido ya de que el doctor Maturin no le trataría con desprecio ni se burlaría de él, dijo:

—Tengo sus libros.

Luego añadió algo que Stephen no pudo entender porque tenía acento escocés y hablaba muy bajo debido a que sentía vergüenza. Pero a juzgar por su expresión, las palabras que había dicho eran halagadoras, por eso Stephen hizo una inclinación de cabeza y murmuró:

—Es usted muy amable, señor. ¿También es usted un naturalista?

McLean respondió que sí. Cuando era niño había abierto un zarapito grande que su padre había cazado con una piedra y, a partir de ese día, todos los animales que encontraba en su camino. Disfrutaba haciéndoles la disección a los animales y comparaba sus órganos y el interior de sus cuerpos. Le había dado nombre a algunos de aquellos animales, pero como los nombres escoceses
scoutie-allen, partan, clokie-doo
y
gowk
no indicaban con precisión sus características, les había añadido nombres según el sistema de Linneo. Stephen hacía lo mismo con los animales que estudiaba, y ambos no tardaron en comenzar a describir en latín los estudios más interesantes que habían realizado. McLean conocía muy bien el latín, pues había estudiado en Jena, y Stephen le entendía mucho mejor en ese idioma. Ambos hablaban muy rápido y las pocas palabras que decían en su propia lengua eran: ¡Ah! ¡Sí! ¡Oh! Estaban hablando del intestino ciego del
Monodon monocerus
cuando Stephen notó que a su derecha había un gran silencio y cuando miró hacia allí vio una alegre sonrisa en los rostros de Babbington y Byron.

—Hemos hecho una apuesta por usted, señor —dijo Babbington—. Dijimos que usted hablaba latín mejor que un obispo y estos compañeros no se lo creían.

—Dilke, quita la mesa —ordenó el señor Warner muy molesto por todo eso.

Y cuando trajeron el execrable oporto, dijo:

—Brindemos por el Rey.

Stephen bendijo a Su Majestad, trató de reprimir una involuntaria mueca y luego metió la mano en el bolsillo para coger un puro de Ambón, pero se acordó de la prohibición. Entonces dijo:

—Cuando esté libre, señor McLean, le enseñaré algunos de mis especímenes con mucho gusto.

McLean se puso de pie inmediatamente y dijo que se reuniría con el doctor en cuanto terminara de fumarse una pipa en la cocina, pronunciando las últimas palabras mientras miraba de soslayo al señor Warner.

—¿Va a fumar en la cocina? —preguntó Stephen—. Iré con usted. Vaya delante, por favor.

Luego pensó: «Me estoy comportando como un imbécil. Tan pronto dejo de tener una adicción caigo en otra. ¡Qué ganas tengo de fumar un puro! Y creo que volveré a tomar rapé».

En la cocina no fueron bien acogidos. Todos los marineros que fumaban estaban allí y recibieron a los oficiales con un profundo silencio, un silencio que indicaba desaprobación. Estaban acostumbrados a que su propio cirujano estuviera en la cocina, aunque eso no les gustaba mucho porque, como era lógico, su presencia les impedía conversar libremente. Sí, estaban acostumbrados a verle allí. Y aunque no siempre les gustaban las cosas a las que estaban habituados, detestaban aquellas a las que no estaban habituados, y no estaban habituados a ver allí al nuevo doctor. Aunque le alabaran los tripulantes del
Leopard
y realmente fuera tan hábil con las píldoras como con la sierra, los tripulantes de
La Flèche
deseaban que cayera muerto en ese momento.

Con el tiempo, el doctor Maturin se dio cuenta de eso, pero por intuición, no porque ellos lo hubieran manifestado con palabras ni con miradas de soslayo. Entonces tiró el puro, que aún no había acabado de fumar, y dijo:

—Vamos, colega, vamos.

Ese fue el principio de una estrecha relación entre colegas y también el principio del viaje más agradable que Stephen había hecho hasta entonces. Empujados por el monzón, navegaron plácidamente por el inmenso mar encalmado en dirección suroeste con las nubes como únicas compañeras. Durante mucho tiempo no avistaron ningún barco ni ninguna isla y sólo de vez en cuando veían algún pájaro, que era lo único que les recordaba la existencia de la tierra. Su vida seguía la rutina de la vida de los hombres de mar, marcada por campanadas a intervalos exactos y por ritos navales. Por la mañana temprano, con mucho ruido, se limpiaban las cubiertas con la piedra arenisca y se secaban con los lampazos; se guardaban los coyes en cubierta; se realizaban los trabajos de mediodía; se hacía la ceremonia de mediodía, en la cual, desde el abarrotado alcázar de
La Flèche
, una docena de sextantes se movían en dirección al sol y el capitán Yorke decía: «Adelante, señor Warner»; el contramaestre y sus ayudantes, tocando el silbato, llamaban a los hombres a comer y a beber grog; el tambor llamaba a los oficiales a comer; la tarde transcurría en silencio y después se oía de nuevo el tambor llamando a todos a sus puestos y finalmente tocando retreta; se bajaban los coyes y empezaba la guardia. Todas esas cosas le eran familiares a Stephen, pero lo que no le era familiar, lo que le causaba tanto asombro que le parecía una ilusión, era que los sucesos imprevistos que solían perturbar la vida en la mar no interrumpían esos ritos: ni las repentinas tormentas ni la indeseable calma alteraban el monótono transcurso de los días.
La Flèche
surcaba el océano, que parecía un enorme círculo cuyo contorno estaba siempre a la misma distancia, ni más cerca ni más lejos, sin que la pertubaran el enemigo, las tempestades y los delitos cometidos a bordo y parecía que seguiría navegando eternamente. Para Stephen el pasado ya no existía y el futuro era incierto y tan lejano que no le parecía real. Los tripulantes del
Leopard
y de
La Flèche
estaban saludables y aunque podía parecer extraño, les mantenían así la carne de vaca y la de cerdo conservadas en sal, los guisantes secos, el trabajo duro, el exceso de ron y dormir poco y en una atmósfera cargada. Como consecuencia de eso, los cirujanos tenían poco trabajo en la enfermería, así que cada mañana después del desayuno se iban a la bodega de proa y allí clasificaban y describían los innumerables especímenes procedentes de Desolación y Nueva Holanda y los comparaban con otros que conocían mucho mejor, descubriendo a veces asombrosas analogías entre ellos. Ocasionalmente, se trasladaban a un pequeño espacio que había detrás de las bitas, un lugar que era el reino de McLean, y bajo la potente luz de grandes faroles diseccionaban los animales en medio de un fuerte olor a alcohol y otros compuestos preservativos, a veces hasta altas horas de la noche. McLean no era un bebedor —por lo que el olor a alcohol que solía tener no era indicativo de una falta— pero era un fumador y, según le confesó a Stephen, siempre tenía encendida su pipa allí, desafiando al primer oficial. McLean era un joven muy formal que, a pesar de ser hijo de un colono, a fuerza de trabajo y perseverancia había logrado adquirir conocimientos de medicina suficientes para desempeñar el cargo de cirujano naval y amplios conocimientos de anatomía, una materia que le encantaba. Era un admirable compañero para llevar a cabo esa clase de trabajos, pues tenía experiencia, era concienzudo y preciso y dedicaba todos sus esfuerzos a alcanzar el objetivo que se había propuesto. Había estudiado en Jena con el ilustre Oken y conocía muy bien los huesos del cráneo de todos los vertebrados y su relación con el desarrollo de cada uno de ellos. Sabía muy poco de literatura, música y otras artes, pero como científico habría sido un compañero ideal si no se hubiera imbuido de las teorías metafísicas divulgadas por los filósofos alemanes, pues ni siquiera el respeto que sentía por el doctor Maturin le impedía citarlas con frecuencia, mientras formaba nubes de humo. Considerándole desde el punto de vista personal, era un compañero desagradable, pues no se lavaba, tenía malos modales en la mesa y era un resentido. Cuando averiguó que el doctor Maturin era irlandés habló abiertamente de su antipatía hacia los ingleses. Les llamó tontos y dijo que no sabían lo que era la limpieza ni sabían muchas cosas más antes de que Hunter les enseñara anatomía. Añadió que era vergonzoso el modo en que se aprovechaban de los demás reinos de la unión y que despreciaban a quienes tenían más rango que ellos. Luego dijo que no eran otra cosa que un atajo de cabrones y que no sabía adonde habrían llegado sin los generales escoceses.

A Stephen no le gustaba la forma en que el Gobierno inglés trataba a Irlanda y había conspirado contra él, pero sentía afecto por muchos ingleses e inglesas y, aunque él mismo criticaba a Inglaterra, le molestaba que los demás lo hicieran.

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