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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

Episodios de una guerra (7 page)

BOOK: Episodios de una guerra
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Y allí ocurrió lo que siempre había temido que ocurriera: aprovechando la oscuridad de la bodega, los marineros se bebieron el alcohol en que se conservaban los especímenes y enseguida aumentó extraordinariamente su alegría y disminuyó su destreza. Después de algún tiempo, Forshaw le tiró de la manga y le dijo que se despidiera porque iban a zarpar rumbo a Inglaterra y él salió de la oscuridad a la luz. Por el través de estribor, ya bastante lejos, se encontraba el viejo barco que había estado a punto de convertirse en su ataúd y cuando cazaron las escotas en
La Flèche
, los tripulantes del
Leopard
gritaron:

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Abrazar a los nuestros en Portsmouth!

Stephen, agitando en el aire su peluca (hacía tiempo que su sombrero se había perdido de vista), estuvo observándolo hasta que desapareció en la lejanía y luego volvió abajo. Las cosas estaban peor que nunca. El lugar olía a alcohol como una taberna, pero también a pescado, pues muchos de los especímenes eran peces; los hombres hablaban más alto y hacían más bromas. Dos grumetes estaban tirando de una piel de foca cada uno por una punta para ver quién lograba arrastrar a quién. Stephen impuso su autoridad violentamente, dando incluso algunas patadas y codazos, y logró rescatar la piel. Luego consiguió evitar que una cesta con huevos de albatros fuera pisoteada cuando
La Flèche
, con las juanetes desplegadas, escoró al ser empujada por el monzón. A partir de entonces, tan pronto como evitaba que una cesta, un pingüino o un cormorán moñudo sufrieran daños, encontraba otros en peligro, ya por haber sido colocados descuidadamente, ya por haber sido colocados de forma incorrecta, aunque sin mala voluntad. Y ahora el navío se encontraba ya fuera del resguardado fondeadero y las olas chocaban con fuerza contra la amura de babor y por eso todo lo que había en la bodega de proa estaba en constante movimiento. Stephen sentía tanta angustia que no oyó al ayudante del oficial de derrota decir: «El capitán le envía sus saludos, señor, y le ruega que le permita disfrutar de su compañía en la cena».

—¡Silencio! —gritó el joven.

Y cuando se hizo el silencio, repitió la invitación y luego añadió:

—La cena será dentro de veintitrés minutos.

—No puedo dejar mis especímenes moviéndose de un lado para otro y no terminaré de atarlos todos antes de que llegue la noche, así que presente mis respetos al capitán y dígale que estaré encantado de hacerle una visita en otro momento.

Entonces, volviéndose hacia la esquina más oscura, gritó:

—¡Eh, señor, deje eso ahora mismo!

Cinco minutos después apareció el primer oficial y cuando consiguió que el doctor Maturin le prestara atención, dijo:

—Debe de haber un error, señor. El capitán le ha invitado a cenar. Es el
capitán
quien le ha invitado a cenar.

Se había quitado la chaqueta de gala y se había puesto otra más corta que usaba para trabajar y por eso Stephen no le reconoció en la penumbra.

—Mi querido amigo —dijo—, como puede ver esto parece Bedlam
[10]
, o más bien el Purgatorio. Sin duda, comprenderá usted que no puedo dejar de ocuparme de estas cosas y mucho menos de las que aún se encuentran arriba. Lo primero es lo primero.

El señor Warner le reconvino y le dijo que su rechazo era una falta de respeto, aunque estaba seguro de que no tenía intención de faltarle a nadie, y se refirió a sus «curiosidades naturales» en un tono despectivo. La conversación fue subiendo de tono hasta que Stephen, que acababa de romper uno de los pocos huevos de falaropos que tenía, se volvió hacia él y le gritó:

—Es usted inoportuno, señor, y también indiscreto. Me cansa usted con tantas normas de cortesía. Le ruego que se vaya a hacer su trabajo y me deje hacer el mío.

—Está bien, señor. Está bien, señor… —dijo el primer oficial secamente, sintiendo que su cólera aumentaba—. Tendrá que atenerse a las consecuencias.

—¡Atenerme a las consecuencias! —murmuró Stephen mientras volvía a ocuparse de sus frágiles paquetes—. Encima de trabajar duro tengo problemas. ¡Malditos locos! ¡Bestias!

La siguiente persona que le interrumpió en su ardua e infructuosa tarea de atar cajas, cestas y baúles y de controlar a sus ayudantes, fue el mismísimo capitán Aubrey. Pero Jack no se dirigió primero a él sino al marinero más viejo y le preguntó:

—¿Cuál es su nombre?

—Jaggers, Su Señoría. Soy ayudante del carpintero y pertenezco a la guardia de estribor.

—Jaggers, váyase a la cubierta superior con sus compañeros y diga a mi timonel y a mi despensero que vengan inmediatamente.

—Sí, sí, señor.

Los marineros salieron sigilosamente como ratones, pero ratones enormes y ebrios, y no se les oyó gritar ni silbar hasta que se perdieron de vista.

—Stephen —dijo Jack, atando con rapidez una cesta a un puntal—, veo que tienes problemas.

—Por supuesto que tengo problemas —exclamó Stephen-y estoy rodeado de un montón de godos, de hunos borrachos. Siento tanta pena que me dan ganas de llorar. ¡Hay que proteger tantas cosas! ¡Se han perdido tantas cosas ya! ¿No tienes por casualidad otro pedazo de cuerda en el bolsillo? Y luego viene ese parlanchín e insiste en que vaya a cenar con el capitán de esta máquina infernal. Le mandé a ocuparse de su trabajo, le dije que se fuera a ajustar las velas.

La máquina infernal dio un bandazo y la morsa macho se deslizó y fue a parar al costado de estribor. Jack esperó a que la embarcación se estabilizara, la volvió a poner en su lugar, le pasó una cuerda por la cintura, la amarró y entonces dijo:

—Era Warner, el primer oficial. Stephen, hay una norma de la Armada de la que debía haberte hablado antes: la invitación de un capitán no se puede rechazar.

—¿Por qué no? ¡Ah, si tuviera un gran rollo de cuerda!

—Es una antigua costumbre de la Armada aceptar la invitación, pues se la considera una orden real. El rechazo es un acto tan grave como la rebelión.

—¡Qué tontería, Jack! Por su propia naturaleza, una invitación implica una elección, la posibilidad de un rechazo. Uno no puede obligar a un hombre a que acepte ser su invitado, a que le guste sentarse a la mesa con uno, como tampoco puede obligar a una mujer a quererle. Un prisionero no es un invitado, una mujer violada no es una esposa, una invitación no es un ucase.

Jack abandonó el argumento de que era una antigua costumbre de la Armada, aunque anteriormente le había sido muy útil. Sólo faltaban cuatro minutos para la cena.

—¡Esperar un momento! —gritó, mirando hacia el escotillón.

Entonces bajó la voz y dijo:

—Si vinieras me harías un gran favor, porque Yorke te ha invitado por tener una atención conmigo. Si Yorke cree que se le hace de menos, no sólo el viaje empezará mal sino que todos nuestros compañeros de tripulación y yo mismo tendremos dificultades.

—Pero, Jack, no puedo dejar esto así —dijo Stephen desesperado, señalando los especímenes que estaban por el suelo y se movían de un lado a otro, corriendo el peligro de romperse.

—Bonden y Killick bajarán inmediatamente y traerán bastante cuerda. Además, los dos están sobrios. Y después de la cena, los restantes tripulantes del
Leopard
te ayudarán. Por favor, sé complaciente al menos una vez, Stephen.

—Bueno, iré —dijo mirando con pena lo que dejaba—. Pero te advierto, amigo mío, que iré por hacerte un favor solamente. Me importan un comino tanto esas antiguas costumbres que perpetúan el despotismo y la opresión como ese hombre que tiene que ser tratado como un zar o un rey.

—¡Bonden! ¡Killick! —gritó Jack.

Ambos entraron enseguida por el escotillón. Killick llevaba en las manos el uniforme que aún le quedaba al doctor Maturin, una camisa limpia y un peine, porque sabía muy bien lo que había ocurrido: el cirujano del
Leopard
, borracho como una cuba, había rechazado la invitación del capitán. Confidencialmente, le habían dicho que el señor Warner le llevaría a popa con grilletes y allí le abrirían la boca con un espeque y le harían comerse la cena, quisiera o no, y que luego sería arrestado y confinado a su cabina durante el resto del viaje y sería juzgado por un consejo de guerra en cuanto
La Flèche
llegara a Pompey
[11]
.Así que tuvo una decepción, tuvo la misma sensación que se experimentaba en un anticlímax al verle pasar junto a él rápidamente, siguiendo a su capitán, con bastante buen aspecto, cuando sólo faltaba un minuto para la hora de la cena.

—¿Te comportarás cortésmente? —le preguntó Jack en voz muy baja cuando llegaron a la puerta de la cabina.

Jack se quedó intranquilo porque Stephen no se comprometió a nada sino que se limitó a inspirar con fuerza, pero sintió un gran alivio inmediatamente después, cuando le vio hacer una reverencia y le oyó decir con tono cortés: «Servidor de usted, señor». Pensó que Stephen era un hombre bien educado, después de todo, aunque desconocía las costumbres de la Armada, y recordó que en una recepción le había visto ir de un lado a otro comportándose con desenvoltura y recibiendo los saludos e incluso las atenciones de un numeroso grupo de personas, algunas muy importantes.

A pesar de que Stephen desconocía las costumbres de la Armada, al menos sabía que los invitados del capitán de un barco que tuvieran un rango inferior al suyo no debían dirigirle la palabra hasta que él les hablara, lo cual era una prolongación del protocolo de la corte, así que permaneció en silencio, con expresión sonriente, mientras bebía una pinta de jerez y comía sopa de tortuga y recorría la cabina con la vista. Aquella era la única cabina llena de libros que había visto. Estaba cubierta por filas y filas de libros y debajo de ellas, junto al cañón de nueve libras, rodeado de partituras y libros pequeños, había un pequeño piano. Jack le había dicho que el capitán Yorke era músico, y, evidentemente, también era aficionado a la lectura, pues nadie llevaba libros en su barco sólo para impresionar a los demás. Pudo distinguir los nombres de los autores y los títulos de los que estaban más cerca y que eran de gran interés para un marino: Woodes Rogers, Shelvocke, Anson, Churchill, Harris, Bouganville y Cook y la
Histoire Générale des Voyages
, que era una obra inmensa. Más allá había libros de Gibbon y Johnson, y extendiéndose considerablemente estaba la edición de las obras de Voltaire hecha por Kehl. Por encima de las obras de Voltaire había un número aún mayor de libros medianos y pequeños cuyo nombre no podía distinguir, pero era muy probable que fueran novelas. Entonces miró al dueño de los libros con mayor interés. Era un hombre moreno, no muy delgado y con expresión inteligente. Tenía más o menos la edad de Jack, aunque no su inconfundible aspecto de marino, y a pesar de que parecía un buen profesional, Stephen tenía la impresión de que prefería una vida más fácil.

—Por poco se nos hace tarde —dijo Jack—. Mis medias tenían los hilos podridos y una se me rompió cuando me la ponía… Las que me trajiste no podían haber llegado en mejor momento… Por otra parte, el doctor estaba muy atareado colocando esas criaturas de la naturaleza y sus huevos.

— J'ai failli attendre
, como dijo Luis XIV —dijo Yorke, sonriendo—. ¡Eso es terrible! Doctor Maturin, seguro que ha advertido que un capitán se arroga una condición parecida a la de rey, lo cual resulta cómico a veces. Lamento que esas criaturas le causen problemas y espero que mi invitación no haya sido inoportuna. ¿Pueden servirle de ayuda mis hombres? Uno de ellos, Jemmy Ducks, era castrador de cerdos en tierra y entiende mucho de aves y otros animales.

—Es usted muy amable, señor, pero los ejemplares vivos que tengo se encuentran bien. Están en mi cabina, colocados en fila y mirándose unos a otros. Son los seres que no tienen vida los que me preocupan, puesto que se mueven de un lado a otro.

—Pero el problema ya está resuelto —dijo Jack—, pues mi timonel se encuentra ahora en la bodega de proa ocupándose de colocarlos bien. Ahora están seguros. Por suerte, el doctor no puso todos los huevos en la misma cesta… ¡Ja, ja, ja! Hay docenas de ellas con huevos diferentes, de albatros, petreles, pingüinos…

El capitán Aubrey no pudo terminar la frase porque la risa se lo impidió. «Todos los huevos en la misma cesta» tal vez no era una frase muy aguda, pero a él se lo parecía y, además, era de su cosecha. La frase le hizo tanta gracia que su cara, roja como la caoba debido a la acción del sol y el viento, se puso de color púrpura, sus ojos desaparecieron y estuvo riéndose a carcajadas hasta que se oyeron chocar los vasos. Stephen notó que Yorke miraba a Jack con afecto y sintió una gran simpatía por el capitán de
La Flèche.

—No has cambiado mucho desde que estabas en el
Reso
, Aubrey —dijo Yorke por fin—. Espero que todavía toques el violín.

—Sí, todavía lo toco —dijo Jack, secándose los ojos—. Todos en la misma cesta… Ja, ja, ja! Tengo que acordarme de decírselo a Sophie cuando le escriba. Sí, todavía lo toco. Veo que ahora tocas el piano. ¿Cómo logras afinarlo?

—No puedo lograrlo —respondió Yorke—. Lo intento con una llave que tengo, pero sigue sonando como una caja de música. Me gustaría poder reclutar a un afinador de piano… A pesar de todo, no puedo estar sin él, no puedo estar tantos meses en la mar sin oír algún tipo de música.

—A mí me pasa exactamente lo mismo. El doctor y yo solemos tocar música, aunque su violonchelo y mi violín han sufrido muchos daños. Se han despegado y se les ha caído casi todo el barniz y hemos tenido que completar las cuerdas de los arcos con algunos cabellos de los marineros con coletas más largas.

—¿Toca usted el violonchelo, señor?

Stephen asintió con la cabeza.

—Me alegro mucho y espero que podamos tocar juntos. Estoy harto de oír mi propia voz, y, como usted sabe, un capitán apenas oye otras.

La cena fue muy agradable, ya que el capitán Yorke tenía un cocinero mucho mejor que la mayoría de los capitanes. Y mientras los marinos bebían el oporto, Stephen se acercó adonde estaban los libros.

—¿Dónde los guardas cuando hace zafarrancho de combate? —inquirió Jack, siguiéndole con la vista.

—Están colocados en compartimentos unidos entre sí y sólo hay que mover la palanca que está detrás del libro de Richardson para que se suelten —respondió Yorke—. El sistema lo he inventado yo mismo. Esa barra que está delante de cada compartimento impide que los libros se caigan y todos los compartimentos pueden bajarse a la bodega en un minuto. Bueno, en dos minutos. Pero la verdad es que no desocupo el barco de proa a popa con la frecuencia que debería y, por supuesto, no con la frecuencia que quisiera el primer oficial. Si fuera por él, el barco parecería un granero vacío cada vez que el tambor llama a todos a sus puestos, pues lo prepararía como para un combate real y no dejaría en pie ni una cabina ni un mamparo.

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