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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

Episodios de una guerra (23 page)

BOOK: Episodios de una guerra
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—No sabía que los papistas eran admitidos en la Armada real, señor.

—Parece increíble, ¿verdad, señor? Es más, la mitad de los altos cargos del Almirantazgo son jesuitas, pero no conviene que se sepa. Siéntese, por favor. ¿Cómo está su hermano Ned?

—No tengo ningún hermano que se llame Ned, señor —respondió Brenton malhumorado—. Hemos venido aquí para hacerle algunas preguntas sobre el
Leopard.

—Pregunte, amigo —dijo Jack, riéndose porque se le había ocurrido una frase ingeniosa—. Lo único que sé es que al leopardo no podemos cambiarle las manchas. ¡Ja, ja, ja! Eso está en la Biblia y no se puede discutir.

Hizo una pausa y después continuó:

—¿Qué le parece el tigre? ¿No le gustaría más que habláramos del tigre? Podría contarle muchísimos cuentos de tigres.

Uno de los pacientes cercanos a Jack que estaba más loco asomó la cabeza por la puerta entreabierta y dijo:

—¡Hola, amigo!

Al ver que el capitán estaba acompañado, se retiró y entonces el más bajo de los hombres vestidos de negro se acercó al señor Brenton y con voz temblorosa por el miedo le susurró:

—Es Zeke Bates
El Carnicero.

El señor Bates no pudo resistir y después de unos momentos su corpulenta figura pasó a través de la puerta entreabierta. Avanzó hasta la cama de Jack dando largos pasos con un dedo apoyado sobre los labios, sacó un cuchillo de carnicero envuelto en un pañuelo y le enseñó a Jack cómo debía afeitarse los pelos del antebrazo. Luego volvió a ponerse el dedo debajo de la nariz, le hizo un guiño malicioso a Jack y salió silenciosamente de la habitación.

El otro hombre vestido de negro miró a su alrededor, pero como no vio ninguna escupidera, se acercó a la ventana y lanzó al jardín un escupitajo mezclado conjugo de tabaco.

—¡Oiga, señor! —gritó Jack, a quien le molestaba enormemente esa costumbre—. Sáquese esa maldita mascada de tabaco de la boca y tírela por la ventana, ¿me ha oído? Ahora cierre la ventana, siéntese y dígame qué quiere saber del tigre.

El hombre fue sigilosamente hasta la silla. El señor Brenton se secó la cara brillante y dijo:

—No es el
Tiger
sino el
Leopard
el que nos interesa, capitán Aubrey. ¿Tiene llave esta puerta? —dijo mientras miraba el pomo, que se movía muy despacio.

—No creerá usted que voy a quedarme aquí encerrado con ustedes, ¿verdad? —dijo Jack con una mirada perspicaz—. No, no tiene llave.

—Señor Winslow —dijo Brenton—, ponga esa silla contra la puerta y siéntese en ella. Bueno, señor, se afirma que el veinticinco de marzo del año pasado, cuando estaba usted al mando del
Leopard
, un navío de la Armada real, disparó contra el bergantín norteamericano
Alice B. Saivyer
. ¿Qué tiene usted que decir a eso?

—Lo confieso todo —dijo Jack—. Cambié las burdas, dormí fuera de mi barco, falsifiqué el rol, no hice los informes trimestrales, permití estibar toneles que habría que tirar por la borda y volé el
Alice B. Sawyer
disparándole sin parar con las dos baterías. Pido clemencia a este honorable tribunal.

—Anota eso —dijo Brenton, dirigiéndose a uno de sus ayudantes—. Capitán Aubrey, ¿reconoce estos documentos?

—Por supuesto que sí —dijo Jack en un tono tranquilo—. Uno es mi nombramiento y los otros… Déjeme echarles un vistazo.

Se parecían mucho a los sobres que el almirante Drury le había pedido que llevara a Inglaterra y la cuenta de los víveres de su barco, que él mismo había hecho. El más bajo de los hombres vestidos de negro se acercó a él con el montón de papeles y Jack, que había observado que antes estaba escribiendo, le arrebató el cuaderno de las manos y leyó:

«El prisionero, aparentemente borracho, declara que es el capitán Aubrey, afirma que es católico romano y hace la misma afirmación con respecto a los altos cargos del Almirantazgo británico. Admite que el
Leopard
disparó contra el
Alice B. Sawyer con
las dos baterías».

La puerta se estremeció, golpeó la silla de Winslow y éste cayó al suelo dando un grito. Entonces se abrió del todo y entró el señor Bulwer, oficial de la Armada real.

—¡Bulwer! —exclamó Jack—. Me alegro mucho de verte. Caballeros, les ruego que me disculpen, pero me urge terminar una carta.

—No tan deprisa, capitán Aubrey, no tan deprisa —dijo el señor Brenton—. Tengo un montón de preguntas que hacerle todavía.

Entonces se volvió hacia Bulwer y le dijo:

—Usted puede esperar afuera, señor.

Jack había hecho un movimiento brusco para estrecharle la mano a Bulwer y el brazo le dolía mucho. Se puso de mal humor al recordar que aún era un convaleciente y pensó que aquellos locos eran muy pesados, que no tenían la gracia y la perspicacia de Bates
El Carnicero
. Creía que sir Jahleel Brenton no tenía ni comparación con el emperador de México y aquel juego le parecía muy aburrido y estaba cansado de él.

—¡Señor Bates! —gritó—. ¡Amigo Zeke! ¡Hermano Zeke!

Enseguida el loco asomó la cabeza por la puerta. Tenía la cara enrojecida a causa de la tensión, una expresión furiosa, los ojos brillantes y los labios separados por una blanca línea de saliva.

—Señor Bates, por favor, acompañe a estos señores a la puerta. Indíqueles cómo llegar adonde se encuentra la señora Kavanagh. Ella les dará una agradable poción caliente.

—Jack! —dijo Stephen, entrando con un paquete en las manos—. He comprado ropa interior de lana para ti y para mí, pero sólo una muda para cada uno porque el invierno pasará rápido. También compré gorros con orejeras. Pero, ¿qué pasa, Jack?

—Tengo que darte muy malas noticias —dijo Jack—. ¿Has oído las bandas de música que tocaban por toda la ciudad esta tarde y los vivas que daba la gente?

—¿Cómo hubiera sido posible no oírlos? Pensé que estaban celebrando la captura de la
Java
de nuevo. Había el mismo jaleo que la otra vez y tres bandas de música tocaban
Yankee Doodle
y otras tres
Salem Heroes, Rise and Shine.

—Estaban celebrando una victoria, es cierto, pero otra victoria, una más reciente. Su corbeta
Hornet
hundió nuestra fragata
Peacock
. Entabló un combate con ella frente a la desembocadura del río Demerara y la hundió en catorce minutos.

A Stephen se le encogió el corazón al oírlo y eso le sorprendió, pues no sabía que apreciara tanto la Armada.

—¡Oh! —exclamó.

—Podrás decir lo que quieras —dijo con voz apagada—, podrás decir que la
Hornet…
¿Te acuerdas de la
Hornet
, Stephen? Era aquella pequeña corbeta que estaba anclada en Salvador… Podrás decir que las baterías de la
Hornet
disparaban doscientas noventa y siete libras y las de la
Peacock
sólo ciento noventa y dos, pero el hecho sigue siendo horrible. ¡La han hundido en catorce minutos! Además, mataron a Billy Peake e hirieron a treinta y siete hombres de su tripulación y, en cambio, sólo murieron dos norteamericanos. No me extraña que aporreen los tambores. En realidad, lo que importa en la guerra es tener más cañones que tu enemigo o apuntarlos mejor, lo que importa en la guerra es ganar, la guerra no es un juego. Bulwer me dio la noticia. Estaba tan abatido que apenas podía hablar y me dio este periódico.

Stephen le echó un vistazo. El periódico de Boston había reproducido una carta que los cinco oficiales supervivientes de la
Peacock
le habían escrito al capitán Lawrence, que estaba al mando de la
Hornet.

«

hemos dejado de considerarnos prisioneros. Tanto usted como los oficiales de la
Hornet
nos han dispensado muchas atenciones que han evitado que sufriéramos molestias a causa de la pérdida de todos nuestros bienes y ropas, una pérdida inevitable debido al rápido hundimiento de la
Peacock.
»

—Seguro que es cierto lo que dicen, pero es un escrito abyecto —comentó.

Jack miró por la ventana y pudo ver a lo lejos los barcos norteamericanos, adornados con motivo de la victoria. Y gracias a Dios no pudo ver la bandera norteamericana justo encima de la británica, ya que la
Peacock
se encontraba en la distante desembocadura del río, en aguas de cinco brazas de profundidad, la
Guerrière y
la
Java
en el fondo del Atlántico y la
Macedonian
en Nueva York. Pensó en hablar de una serie de ideas que le daban vueltas en la cabeza desde hacía mucho tiempo, como las características de la guerra, el cambio experimentado por la Armada desde los tiempos de Nelson, la tremenda estupidez de la Administración, la presunción de los capitanes con influencias, la maldita obsesión por la limpieza y otras, pero estaba demasiado cansado y afligido.

—¡Ah! Hoy ha pasado otra cosa horrible. Unos funcionarios del Departamento de Marina vinieron a verme y como no fueron anunciados les tomé por otros locos, sobre todo a su jefe, un tipo corpulento con un ojo descolorido. Y cuando él dijo que era Jahleel Brenton me convencí de que eran locos, así que les hice bromas y respondí a sus preguntas con tonterías. Más tarde llegó Bulwer y les eché porque quería terminar una carta de Sophie que él iba a llevarse.

—¿Le diste mi paquete? —preguntó Stephen.

Se refería al paquete sellado que contenía su diario y un informe de su colega en Halifax y que iba dirigido a sir Joseph Blaine, un alto cargo del Almirantazgo.

—¡Por supuesto que sí! No podía haberlo olvidado porque escribí la carta sobre él. Cuando vi a Bulwer subir a bordo observé que lo llevaba bajo el brazo. Fue él quien me dijo que es verdad que hay un Jahleel Brenton norteamericano y que se ocupa del canje de prisioneros. Parece que ese nombre es muy corriente en estas tierras. El Brenton de nuestra Armada nació en Rhode Island.

—¿Qué te preguntaron?

—Querían saber si el
Leopard
le había disparado a un mercante norteamericano para obligarle a detenerse. Me parece que su nombre era
Atice B. Sawyer
. No creo que lo hiciera, pero tendría que consultar el diario de navegación para estar seguro. También querían que les explicara detalles sobre algunos documentos relacionados con mi misión, entre ellos una cuenta de víveres, y sobre algunas cartas privadas que el almirante Drury me había pedido que llevara a Inglaterra.

Permanecieron sentados en la penumbra. Por la ventana abierta llegaban hasta ellos gritos de alegría y, ocasionalmente, el estruendo de alguna salva. Por fin Jack dijo:

—¿Te acuerdas de Harry Whitby, que estaba al mando del
Leander
en1806? Le atendiste por algunas molestias que sentía.

Stephen asintió con la cabeza y él continuó.

—Bueno, pues cuando estaba en las inmediaciones de Sandy Hook le disparó a un mercante norteamericano para que se detuviera porque quería comprobar si había mercancías de contrabando a bordo. Un hombre murió, no se sabe si a causa del ataque o no, pero el caso es que perdió la vida. Whitby aseguró que el causante no era el
Leander
, pues su bala había pasado por lo menos a un cable de distancia de la proa del barco norteamericano. Sin embargo, los norteamericanos aseguraron que sí lo era y movieron cielo y tierra para traerlo a su país y juzgarle por asesinato. Parece que el Gobierno llegó a pensar en entregarle, pero al final decidieron que debía juzgarle un consejo de guerra. Le absolvieron, desde luego, pero con el fin de apaciguar a los norteamericanos, no volvieron a darle otro barco hasta después de muchos, muchos años. Se quedó en tierra sin empleo hasta que consiguió encontrar la prueba de que el hombre no había muerto a causa del disparo del
Leander
. Pienso que quizá ellos estén tratando de hacer lo mismo en este caso, pero en este caso no necesitan persuadir al Gobierno de que me entregue porque ya estoy aquí.

—¿Crees que tienen tanta malevolencia? A mí me es difícil creerlo. Además, no recuerdo que obligaras a ningún barco norteamericano a detenerse durante el último viaje que hicimos.

—Bueno, seguramente lo he pensado porque estoy muy desanimado. La melancolía trae a la mente esa clase de ideas. Pero, sin duda, eso explicaría por qué tardan en canjearme. Por otra parte, ellos odian a muerte el
Leopard
, lo cual es comprensible, y yo estoy ligado a él… Y cualquier pretexto es bueno para perjudicar al enemigo. Los marinos norteamericanos que he conocido son buenos navegantes, valientes y generosos, generosos en extremo, y no les creo capaces de hacer una cosa así, pero los civiles, los funcionarios…

—¡Pero si están sentados en la oscuridad, los pobres! —exclamó Bridey Donohue—. Doctor, una señora desea verle. ¿Quiere encender la lámpara ahora?

Por la puerta abierta se oyó una risa lejana, una risa muy alegre, cristalina. Ambos sonrieron involuntariamente, pero Jack, con una expresión triste otra vez, dijo:

—Ésa es Louisa Wogan. Reconocería su risa en cualquier parte. No tengo ánimos para recibir visitas ahora, Stephen. Por favor, quisiera que tuvieras la amabilidad de presentarle mis respetos y mis excusas.

CAPÍTULO 5

A Louisa Wogan la habían hecho pasar a la sala de espera. Era la primera vez que una visita del doctor Maturin no paseaba por los pasillos de la Asclepia con entera libertad, como era lo usual. Pero la puerta se había quedado abierta y los moradores de la Asclepia habían ido a la sala de espera a verla. Ahora estaban allí, riendo alegremente, el emperador de México y un par de millonarios. Pero eran locos con buena educación y en cuanto la señora Wogan corrió hacia Stephen y, cogiéndole ambas manos, exclamó: «¡Doctor Maturin, cuánto me alegro de verle!» salieron sigilosamente, con un dedo apoyado en los labios.

—¿Cómo está usted? —continuó ella—. No ha cambiado en nada.

Tampoco ella había cambiado. Seguía siendo tan hermosa como siempre, con su pelo negro, sus ojos azules, su tersa piel y su agilidad comparable a la de un muchacho. Llevaba puesta la piel de nutria que Stephen le había regalado en la isla Desolación, cerca del polo sur, y le sentaba muy bien.

—Tampoco usted ha cambiado, amiga mía —dijo él—. Bueno, a excepción de que su piel está más sonrosada, seguramente por el aire de su tierra y la buena alimentación. Dígame, ¿pudo soportar el viaje sin dificultad?

Stephen la había visto por última vez cuando estaba en avanzado estado de gestación y temía que le hubiera ocurrido algo a su hijo.

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