En la filosofía de Epicuro hay algunas aparentes paradojas: la moral del placer desemboca en un frugal ascetismo, y la universalidad de la amistad epicúrea acaba reduciéndose al marco de un retirado jardín. Es una ética de limitación y renuncia en la que se anticipa una distinción que luego el estoico Epicteto hace famosa: saber qué cosas dependen de uno mismo y cifrar en ellas la felicidad. Esta autarquía del sabio, que ve las tormentas y naufragios del mundo desde su seguro retiro, es la respuesta a una dura lucha. El combate contra el escepticismo por un lado y el determinismo por otro, contra las dudas y terrores supersticiosos, es una postura defensiva.
Para obtener la visión de conjunto que es su filosofía, Epicuro ha procurado fundarse siempre en unos elementos mínimos: los átomos en la materia, las percepciones sensibles en el conocimiento, los significados básicos y primarios en las palabras, las sensaciones placenteras en la moral y el bien del individuo en la sociedad. En esta búsqueda de elementos mínimos básicos se dibuja la desconfianza del filósofo por las síntesis trascendentes: no hay Ideas, ni Providencia, ni Finalidad a la que estos elementos deben subordinarse. El epicúreo no quiere arriesgarse.
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En un mundo azaroso tampoco la vida humana tiene finalidad. Intrascendente es la ética del placer, sin retórica y sin valores absolutos. En su egoísmo, la cotidiana minucia del vivir humano no se somete a nada superior; el epicúreo es libre y procura gozar de lo que le es dado. En un mundo hostil recela la vanidad de las grandes palabras y de las pasiones y los ideales. El sabio, en cambio, sabe gustar las pequeñas alegrías: el pan, el queso fresco, el agua para la sed, los placeres fáciles y el paseo y la charla con los amigos. Del sufrimiento físico se consuela evocando otros momentos agradables, y la fuerza de su ánimo le proporciona la serenidad ante la inevitable disolución de sus átomos.
Epicuro despreciaba las ansias irracionales de la muchedumbre. Despreciaba también la cultura retórica. «Toma tu barca, hombre feliz, y huye a velas desplegadas de toda forma de cultura», escribe a Pitocles.
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Toda cultura que no contribuye a la tranquilidad del alma ni procure consuelo o placer es inútil. Es sintomático de nuestro filósofo este desprecio de la
paideia
, tan ligada a la estimación general en el mundo griego.
Para explicárnoslo podríamos recurrir a la experiencia personal de Epicuro en la situación cultural de su época, triste tiempo de decadencia en que muchos ideales se habían convertido en fórmulas amaneradas y «clichés» retóricos. Pero él señalaba cómo el estudio de la naturaleza y la dedicación a la Filosofía ayudan a vencer el temor, que amenaza al hombre, y le proporcionan alegría y placer. «En las demás ocupaciones cuesta grandes trabajos recoger el fruto una vez cumplida toda la labor; pero, en el ejercicio de la sabiduría, tal placer va a la par con el conocimiento. Pues no se goza después de haber aprendido; se aprende y se goza juntamente» (S. V. 27).
Con el materialismo atomista, Epicuro podía liberarse del temor a la muerte, destacar el valor del hombre y de su libre voluntad; con su creencia en la libre voluntad de sabio y en la fácil felicidad independiente de los acontecimientos exteriores, Epicuro, entre las tapias de su jardín, rodeado de sus amigos, enseñaba a libertarse de todos los fantasmas que oscurecían la vida del hombre. Desengañada y valiente desesperanza. Limitado horizonte, en el que enseñaba a ser sabio y «reírse de la Fortuna» (D. L. X. 133), paisaje de «alimentos terrestres» para la moderada felicidad moral, única felicidad por la que el hombre debe arduamente luchar y que, según Epicuro, el verdadero filósofo puede conquistar con facilidad.
Es ésta una filosofía melancólica y desilusionada, que intenta la sonrisa y evita el tono trágico. Una filosofía que no está dirigida a todo el mundo, sino a unos pocos hombres cansados y meditativos, esos pocos felices, los «happy few»; que se sientan en un recodo del camino, saborean la brisa y otean un lejano paisaje turbulento mientras cae la tarde inevitable.
(D.L., X, 139-154)
I. El ser feliz e incorruptible (la divinidad) ni tiene él preocupaciones ni se las causa a otro; de modo que ni de indignaciones ni de agradecimientos se ocupa. Pues todo eso se da sólo en el débil.
(En otros lugares dice (Epicuro) que los dioses son visibles a la razón, presentándose unos en su existencia numérica, y otros en forma humana, por una asimilación formal a partir de la contínua emanación de imágenes semejantes y confluyentes.)
II. La muerte no es nada para nosotros. Porque lo que se ha disuelto es insensible y lo insensible no es nada para nosotros.
III. Límite de la magnitud de los placeres es la eliminación de todo dolor. Donde haya placer, por el tiempo que dure, no existe dolor o pesar o la mezcla de ambos.
IV. No se demora el dolor permanentemente en la carne, sino que el más extremado perdura el más breve tiempo, y aquél que tan sólo distancia el placer de la carne tampoco se mantiene muchos días. Las enfermedades muy duraderas tienen para la carne una dosis mayor de placer aun que de dolor.
V. No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente; ni vivir sensata, honesta y justamente, sin vivir placenteramente. Quien no consigue tales presupuestos, no puede vivir con placer.
VI. Con vistas a obtener seguridad frente a la gente, sería un bien acorde a la naturaleza el ejercicio del poder y la realeza, como medios para poder procurarse en algún momento esa seguridad.
VII. Algunos han querido hacerse famosos y admirados, creyendo que así conseguirían rodearse de seguridad frente a la gente. De modo que si su vida es segura, consiguieron el bien de la naturaleza. Pero si no es segura, se quedan sin el objetivo al que se sintieron impulsados desde el principio conforme a lo propio de la naturaleza.
VIII. Ningún placer por sí mismo es un mal. Pero las cosas que producen ciertos placeres acarrean muchas más perturbaciones que placeres.
IX. Si pudiera densificarse cualquier placer, y pudiera hacerlo tanto por su duración como por su referencia a todo el conjunto o a las partes dominantes de nuestra naturaleza, entonces los placeres no podrían diferenciarse nunca individualmente.
X. Si las cosas que producen placer a los perversos les liberaran de los terrores de la mente respecto a los fenómenos celestes, la muerte y los sufrimientos, y además les enseñaran el límite de los deseos, no tendríamos nada que reprocharles a éstos, saciados por todas partes de placeres y carentes siempre del dolor y el pesar, de lo que es, en definitiva, el mal.
XI. Si nada nos perturbaran los recelos ante los fenómenos celestes y el temor de que la muerte sea tal vez algo para nosotros, y además el desconocer los límites de los dolores y los deseos, no necesitaríamos de la investigación de la naturaleza.
XII. No era posible liberarse del temor ante las más definitivas preguntas sin conocer cuál es la naturaleza del universo, y recelando algunas de las creencias según los mitos. De modo que sin la investigación de la naturaleza no era posible recoger placeres sin mancha.
XIII. Ninguna sería la ganancia de procurarse la seguridad entre los hombres si se angustia uno por los fenómenos del cielo y de debajo de la tierra, y, en una palabra, por los del infinito.
XIV. Cuando ya se tiene en una cierta medida la seguridad frente a la gente se consigue, cimentada en esta posición y en la abundancia de recursos, la seguridad más límpida, que procede de la tranquilidad y del apartamiento de la muchedumbre.
XV. La riqueza acorde con la naturaleza está delimitada y es fácil de conseguir. Pero la de las vanas ambiciones se derrama al infinito.
XVI. Poco le ofrece al sabio la fortuna. Sus mayores y más importantes bienes se los ha distribuido su juicio y se los distribuye y distribuirá a lo largo de todo el tiempo de su vida.
XVII. El justo es el más imperturbable, y el injusto está repleto de la mayor perturbación.
XVIII. No se acrecienta el placer en la carne, una vez que se ha extirpado el dolor por alguna carencia, sino que sólo se colorea. En cuanto al límite del placer puesto por la mente, lo produce la reflexión sobre esas mismas cosas que habían causado a la mente los mayores temores, y las de género semejante.
XIX. Un tiempo ilimitado y un tiempo limitado contienen igual placer, si uno mide los límites de éste mediante la reflexión.
XX. La carne concibe los límites del placer como ilimitados, y querría un tiempo ilimitado para procurárselos. Pero la mente, que ha comprendido el razonamiento sobre la finalidad y límite de la carne, y que ha disuelto los temores ante la eternidad, nos consigue una vida perfecta. Y para nada necesitamos ya un tiempo infinito. Pues no rehúye en modo alguno el placer; ni cuando los acontecimientos disponen nuestra marcha de la vida, se aleja como si le hubiera faltado algo para el óptimo vivir.
XXI. Quien es consciente de los límites de la vida sabe cuán fácil de obtener es aquello que clama el dolor por una carencia y lo que hace lograda la vida entera. De modo que para nada necesita cosas que traen consigo luchas competitivas.
XXII. Es precisa confirmar reflexivamente el fin que nos hemos propuesto y toda evidencia a la que referimos nuestras opiniones. De lo contrario, todo se nos presentará lleno de incertidumbre y confusión.
XXIII. Si rechazas todas las sensaciones no tendrás siquiera el punto de referencia para juzgar aquellas que afirmas que resultan falsas.
XXIV. Si vas a rechazar en bloque cualquier sensación y no vas a distinguir lo imaginado y lo añadido y lo ya presente en la sensación y en los sentimientos y cualquier contacto imaginativo de la mente, confundirás incluso las demás sensaciones con tu vana opinión, hasta el punto de rechazar toda capacidad de juicio. Por el contrario, si vas a dar por seguro incluso todo lo añadido en tus representaciones imaginativas y lo que no se presta a la confirmación, no evitarás el error.
Así que en cualquier deliberación estarás guardando una total ambigüedad entre lo auténtico y lo inauténtico.
XXV. Si no refieres en cualquier oportunidad cada uno de tales hechos al fin según la naturaleza, sino que antes te desvías dedicándote a perseguir cualquier otro, no serán consecuentes tales acciones con tales pensamientos.
XXVI. Todos los deseos que no concluyen en dolor de no saciarse, no son necesarios, sino que representan un impulso fácil de eludir, cuando parecen ser de difícil consecución o de efectos perniciosos.
XXVII. De los bienes que la sabiduría ofrece para la felicidad de la vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad.
XXVIII. El mismo conocimiento que nos ha hecho tener confianza en que no existe nada terrible eterno ni muy duradero, nos hace ver que la seguridad en los mismos términos limitados de la vida consigue su perfección sobre todo por la amistad.
XXIX. De los deseos unos son naturales y necesarios. Otros naturales y no necesarios. Otros no son naturales ni necesarios, sino que nacen de la vana opinión.
(Naturales y necesarios considera Epicuro a los que eliminan el dolor, como la bebida para la sed. Naturales pero no necesarios los que sólo colorean el placer, pero no extirpan el dolor, como los alimentos refinados. Ni naturales ni necesarios, por ejemplo, las coronas y la dedicación de estatuas).
XXX. A algunos de los deseos naturales, que no acarrean dolor si no se sacian, les es propio un intenso afán. Proceden (sin embargo) de una vana opinión; y no se diluyen, no por su propia naturaleza sino por la vanidad propia del ser humano.
XXXI. Lo justo según la naturaleza es un acuerdo de lo conveniente para no hacerse daño unos a otros ni sufrirlo.
XXXII. Respecto de todos aquellos animales que no pudieron hacer pactos sobre el no hacer daño ni sufrirlo mutuamente, para ellos nada fue justo ni injusto. Y de igual modo también respecto a todas aquellas razas que no pudieron o no quisieron hacer esos pactos sobre el no hacer ni sufrir daño.
XXXIII. La justicia no fue desde el principio algo por sí misma, sino un cierto pacto sobre el no hacer ni sufrir daño surgido en las convenciones de unos y otros en repetidas ocasiones y en ciertos lugares.
XXXIV. La injusticia no es por sí misma un mal, sino por el temor ante la sospecha de que no pasará inadvertida a los destinados a castigar tales actos.
XXXV. No le es posible a quien ocultamente viola alguno de los acuerdos mutuos sobre el no hacer ni sufrir daño, confiar en que pasará inadvertido, aunque haya sido así diez mil veces hasta el presente. Porque es imprevisible si pasará así hasta el fin de su vida.
XXXVI. El derecho común es lo mismo para todos, es decir, es lo conveniente para el trato comunitario. Pero el derecho particular del país y de los casos concretos no todos acuerdan que sea el mismo.
XXVII. De las leyes convencionales tan sólo la que se confirma como conveniente para la utilidad del trato comunitario posee el carácter de lo justo, tanto si resulta ser la misma para todos, como si no. Si se ha dado una ley, pero no funciona según lo conveniente al trato comunitario, ésa ya no posee la naturaleza de lo justo. Y si lo que es conveniente según el derecho llega a variar, mas durante algún tiempo se acomoda a nuestra prenoción de él, no por eso durante ese tiempo es menos justo para los que no se confunden a sí mismos con palabras vanas, sino que atienden sencillamente a los hechos reales.
XXXVIII. Cuando, sin sufrir variaciones en las circunstancias reales, resulta evidente que las cosas sancionadas como justas por las leyes no se adecuan en los hechos mismos a nuestra prenoción de lo justo, ésas no eran justas. Cuando, al variar las circunstancias, ya no son convenientes las mismas cosas sancionadas como justas, desde ese momento eran sólo justas entonces, cuando resultaban convenientes al trato comunitario de los conciudadanos. Pero luego ya no eran justas, cuando dejaron de ser convenientes.
XXXIX. Quien se prepara de la mejor manera para no depender de las cosas externas éste procura familiarizarse con todo lo posible: y que las cosas imposibles no le sean al menos extrañas. Respecto a todo aquello con lo que no es capaz siquiera de eso, lo deja al margen y marca los límites de todo lo que resulta útil para su actuación.