—Y no puede hacer nada en contra. No tiene a nadie a quien acudir. No hay ningún tribunal que lo apoye. El asunto permaneció así durante muchos años.
—¿Por qué lo hicieron de forma tan despiadada?
—No les parecía despiadada. Creían estar haciendo algo positivo.
Me pasó un resumen del informe de la comisión de derechos que me había traído y me enseñó una cita de los primeros años del siglo
XX
del inspector James Isdell, que hablaba de los padres desposeídos: «Por mucho dolor y desesperación que muestren en ese momento, pronto olvidan a sus hijos».
—Creían que los indígenas eran inmunes a las emociones humanas normales —dijo Brooks. Se estremeció ante la imbecilidad de la idea—. A menudo les decían a los niños que sus padres habían muerto; a veces, que sus padres ya no los querían. Era su manera de ayudarles a superar la separación. Ya puede imaginarse las consecuencias. Hubo mucho alcoholismo provocado por la pena, niveles extraordinarios de suicidio, toda clase de desastres.
—¿Qué fue de los niños?
—A los niños se les cuidó hasta que tuvieron dieciséis o diecisiete años y después se les devolvió a la sociedad. Se les dejaba decidir entre quedarse en las ciudades conviviendo con los inevitables prejuicios, o volver a sus comunidades tradicionales y adaptarse a una forma de vida que ya no recordaban, con personas a quienes no conocían. La base para la disfunción y desestructuración se había sembrado en el sistema. Es imposible deshacerse de eso de la noche a la mañana. Algunos le dirán que la separación de niños afectó a una pequeña proporción de familias indígenas. Eso es totalmente falso: no podrá encontrar una familia que no resultara afectada a un nivel profundo e inmediato, y además, llevándose a los niños destruyeron la continuidad de las relaciones. Y dejar de hacerlo no significa que por arte de magia el daño se repare y todo vaya de maravilla.
—¿Qué hace usted por ellos, entonces? —pregunté.
—Proporcionarles una voz —dijo—. Sólo puedo hacer eso.
Se encogió de hombros con cierta desesperanza y sonrió.
Le pregunté si seguía habiendo muchos prejuicios en Australia y él asintió.
—Muchísimos —dijo—. En proporciones enormes, por desgracia.
En los últimos veinte años, los sucesivos gobiernos han hecho bastante, o bastante en comparación con lo que se había hecho antes. Han devuelto grandes zonas de tierra a las comunidades aborígenes. Han devuelto Uluru a los conservadores aborígenes. Han dedicado más dinero a sus escuelas y clínicas. Han introducido las habituales iniciativas para fomentar proyectos de las comunidades y contribuir a iniciar pequeñas empresas. Todo esto no ha representado ninguna diferencia en las estadísticas. Algunas han empeorado. Al final del siglo
XX
, un australiano aborigen tenía ochenta veces más probabilidades de morir que un australiano blanco, y diecisiete veces más de ser hospitalizado como resultado de un ataque violento. Un bebé aborigen seguía teniendo de dos a cuatro veces más probabilidades de morir al nacer, dependiendo de la causa.
Lo más curioso para un forastero es que los aborígenes no aparecen en ninguna parte. No salen en la televisión ni despachan en las tiendas. En el Parlamento sólo ha habido dos aborígenes; ninguno ha sido ministro. Los indígenas constituyen sólo el 1,5 % de la población australiana y viven mayoritariamente en zonas rurales. Por lo tanto, no cabe esperar verlos en grandes cantidades, pero sí de vez en cuando: trabajando en un banco, repartiendo el correo, poniendo multas, arreglando una línea de teléfonos, participando en el funcionamiento del mundo de forma productiva. Eso yo no lo he visto nunca. Sin duda hay alguna desconexión.
Sentado en mi mesa de Todd Street con un café y contemplando a la gente —satisfechos consumidores blancos con sonrisas de sábado y andares enérgicos, oscuros aborígenes con sus singulares vendajes y el paso lento, incierto y abrumado— me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de cuál podía ser la solución, cómo repartir los frutos de la prosperidad general australiana con quienes parecían incapaces de aprovecharla. Si me contratara la Commonwealth de Australia para asesorar sobre temas aborígenes sólo podría decir: «Hagan algo más. Inténtenlo con más ganas. Empiecen inmediatamente».
Sin ninguna idea original o útil en la cabeza, seguí sentado unos minutos más y miré pasar a aquella pobre gente desconectada. Después hice lo que hacen la mayor parte de los australianos blancos. Leí el periódico, terminé el café y dejé de mirarlos.
Pensemos en el ornitorrinco. En un país lleno de animales inverosímiles, es el que se lleva la palma. Pertenece a un mundo anatómico inferior a medio camino entre los mamíferos y los reptiles. Cincuenta millones de años de aislamiento dio tiempo a los animales australianos para evolucionar en direcciones insólitas, y en ocasiones para no evolucionar. El ornitorrinco hizo las dos cosas.
En 1799, cuando se enteraron en Inglaterra de que en Australia existía un animal sin dientes, venenoso, cubierto de pelo, ovíparo y semiacuático con pico de pato, cola de castor, patas palmeadas y con garras, y un extraño orificio denominado cloaca que servía tanto para la reproducción como para excretar (una característica que, como observó delicadamente un taxonomista, era «extremadamente curiosa pero no muy bien adaptada a las funciones primordiales»), no es de extrañar que se lo tomaran como una broma. Incluso después de un examen cuidadoso de un espécimen que se les mandó, el anatomista del Museo Británico George Shaw manifestó que «le costaba no albergar algunas dudas sobre la autenticidad del animal, y suponer que podría haberse practicado alguna falsificación en su estructura». Según la historiadora de ciencias naturales Harriet Ritvo, en el espécimen original todavía se ven las cicatrices de las tijeras allí donde Shaw abrió y manipuló para averiguar si estaba siendo víctima de un engaño.
A lo largo del siglo siguiente, los científicos discutieron —y lo hicieron acaloradamente, porque era una época obsesionada por la exactitud— qué clasificación correspondía al animal hasta que decidieron incluirlos —a él y a su pariente el equidna (un animal parecido al erizo)— en una familia exclusivamente para ellos: los monotremas. El nombre significa «un solo orificio», en referencia a la singular cloaca. Pero quedó sin resolver la cuestión de si los monotremas se consideraban mamíferos o reptiles. Era evidente por su peculiar anatomía que los monotremas ponían huevos, un rasgo de los reptiles, pero era igual de evidente que amamantaban a sus crías, una característica de los mamíferos. Una vejación adicional fue que durante casi un siglo nadie pudo encontrar un huevo de monotrema. Por consiguiente, podemos imaginar el murmullo y el alboroto que barrió el auditorio cuando, en 1884, en una reunión de la Asociación Británica, se leyó a los delegados un cable que acababa de llegar de W. H. Caldwell, un joven naturalista británico en Australia.
El mensaje de Caldwell decía: «Monotremas ovíparos, óvulo meroblástico».
Pues bien, los murmullos eran interminables y se armó un gran alboroto. Caldwell afirmaba con tan esquemática elegancia que había encontrado huevos de ornitorrinco y que eran sin lugar a dudas propios de los reptiles. Al fin y al cabo, el descubrimiento de Caldwell no representó una gran diferencia. Los monotremas acabaron en el campo de los mamíferos, pero durante un tiempo fue una lucha reñida.
Explico esto para dotar de contexto a la gran emoción que sentí al día siguiente cuando, recién llegado a Perth, topé con un monotrema: un equidna que cruzaba un camino en un rincón solitario de Kings Park. He de decir que estaba muy animado. Perth es una ciudad preciosa y una de mis favoritas de Australia. A lo mejor le tengo un cariño exagerado porque la primera vez que fui, en 1993, venía de Johannesburgo, donde un grupo de jóvenes con navajas me había robado de forma terrorífica, en pleno día, en el centro de la ciudad. Fue un alivio tremendo llegar a una ciudad donde podía deambular sin miedo de que me acosaran en un callejón, me despojaran de mis posesiones y me pincharan con instrumentos afilados.
Pero aunque no acabes de sufrir este tipo de incidente, Perth es un lugar alegre y acogedor. De entrada ya es una delicia llegar allí, porque Perth es la metrópoli más aislada y remota de la Tierra; aunque más próxima a Singapur que a Sydney, no está demasiado cerca de ninguna de las dos. Tras de ti hay 2.700 km de inmóvil y rojiza desolación hasta Adelaida; ante ti no hay nada más que 5.000 millas de un mar azul y uniforme hasta África. La razón de que 1,3 millones de miembros de una sociedad libre elijan vivir en un lugar tan solitario y fronterizo es algo que vale la pena considerar, pero el clima ya lo explica en parte. Perth tiene un clima estupendo, agradable, de esos que hace silbar a los carteros y que carga de energía a los repartidores. Arquitectónicamente, no es nada del otro mundo —es una ciudad grande, limpia y moderna: la Minneapolis de las antípodas— pero su luz nítida y radiante la embellece. No veréis cielos más azules en una ciudad ni una luz solar más pura rebotando en los rascacielos como en Perth.
Pero lo que caracteriza a Perth es contar con uno de los parques más grandes y hermosos del mundo, Kings Park. Ocupa unas cuatrocientas cinco hectáreas en un risco sobre la amplia cuenca del río Swan, y es todo lo que debería ser un parque urbano: lugar de recreo, santuario, paseo, jardín botánico, mirador, monumento. Es tan grande que nunca estás seguro de haberlo visto todo. En gran parte está dispuesto de forma convencional —prados ondulantes, senderos, parterres—, pero un rincón sustancial, que representa una cuarta parte del total, se ha conservado como
bush
natural. Fui paseando por un sendero soleado de la zona menos visitada cuando vi un pequeño hemisferio peludo, algo así como el cepillo de una pulidora, que salía de la maleza por un lado del camino y avanzaba con parsimonia hacia la maleza idéntica del otro lado.
Al verme, se detuvo. Tenía unas púas negras y brillantes que apuntaban hacia atrás y se había enrollado en una bola para ocultar su puntiagudo hocico, pero estaba claro que era un equidna. Es un poco patético, lo confieso, que éste fuera mi momento más emocionante de contacto con un animal salvaje de Australia. En un país repleto de formas de vida exóticas y asombrosas, mi punto culminante fue encontrar a una inofensiva almohadilla animada en un parque urbano. No me importó. Era un monotrema: una anomalía fisiológica, una maravilla del mundo reproductivo y una rareza de una rama aislada de los mamíferos. Cuando el equidna percibió que me había apartado a una distancia respetuosa, se desenrolló y siguió con su paso de pato hacia la maleza.
Encantado de la vida, seguí por el sendero de regreso al parque propiamente dicho, donde fui a parar a una larga y hermosa avenida de altos y blancos eucaliptos plantados hacía tiempo en conmemoración de los caídos en la Primera Guerra Mundial. Cada árbol tenía una plaquita que daba algunos detalles de una vida truncada; era conmovedor leer una tras otra en aquel largo paseo. «En honor del capitán Thomas H. Bone, batallón 44», decía una. «Muerto en la batalla de Passchendaele, 4 de octubre de 1917, 25 años. En nombre de su esposa e hija». Es un dato poco conocido fuera de Australia —y al menos se merece que lo mencione— que ningún otro país perdió a tantos hombres en proporción a su población en la Primera Guerra Mundial. De una población de menos de cinco millones, Australia sufrió 210.000 pasmosas bajas: 60.000 muertos, 150.000 heridos. La tasa de bajas en combate fue del 65 %. Como dijo John Pilger: «Ningún otro ejército quedó tan diezmado como éste que vino de tan lejos. Y todos eran voluntarios». Pocos días antes, había leído en uno de los semanarios una crítica de una nueva crónica de la Primera Guerra Mundial del historiador británico John Keegan. Discretamente, el crítico comentaba, con un suspiro evidente, que las 500 páginas de densas observaciones de Keegan no incluían ni una sola mención de los soldados australianos.
Pobre Australia, pensé. Otros países tienen soldados desconocidos. Australia tiene ejércitos desconocidos
[*]
.
Al término de aquella umbrosa avenida estaba el reino más animado y soleado de los jardines botánicos, y allí me dirigí con insólita devoción, porque las plantas australianas son excepcionales y no hay sitio donde se encuentren más bellamente expuestas. Australia es en efecto un país asombrosamente fecundo. Contiene alrededor de veinticinco mil especies de plantas (Gran Bretaña, para establecer una comparación, tiene 1.600 especies) pero esta cifra es una suposición. Al menos una tercera parte de lo que hay no ha sido identificado, y cada día aparece algo nuevo en los lugares más inesperados. Por ejemplo, en 1989, en Sydney, los científicos descubrieron una especie nueva llamada
Allocasuarina portuensis
. La gente había vivido con aquellos árboles doscientos años, pero como no eran muy numerosos —sólo se encontraron diez— no se habían fijado en ellos. De una forma parecida, en 1994, en las Blue Mountains, un botánico que había salido a dar una vuelta encontró otra de esas reliquias inesperadas de una especie que se creía extinguida hacía tiempo. Se llaman pinos de Wollemi y no eran matas modestas ocultas entre la hierba sino unos sólidos e imponentes árboles de 40 m de alto y tres metros de circunferencia. Lo que pasa es que con tanto terreno y tan pocos botánicos, los dos factores tardaron en coincidir. No se sabe, por supuesto, qué más se puede descubrir. Por eso Australia es un lugar tan emocionante para los naturalistas. En Gran Bretaña, Alemania o Estados Unidos, se encuentra con suerte una nueva forma de liquen montañoso o una ramita de un musgo que antes se había pasado por alto, pero si uno sale de excursión por Australia encuentra docenas de flores silvestres sin identificar, un bosquecillo de angiospermas jurásicas y probablemente un pedazo de oro de diez kilos. Ya sé dónde iría a trabajar si me tirara la ciencia.