En la arena estelar (29 page)

Read En la arena estelar Online

Authors: Isaac Asimov

BOOK: En la arena estelar
7.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Apártese, hombre! —dijo el oficial médico mirándole con malhumor. De su bolsillo interior sacó su negra cartera de médico—. Por lo menos la aguja hipodérmica no se ha roto —gruñó. Se inclinó sobre Gillbret, manteniendo en su mano la jeringa llena de un fluido incoloro. La aguja penetró hasta el fondo y el émbolo presionó automáticamente. El doctor la apartó y esperó.

Los ojos de Gillbret parpadearon y luego se abrieron. Por unos instantes miraron sin ver. Cuando al fin habló, su voz no era más que un susurro.

—No puedo ver, Biron, no puedo ver.

Biron volvió a acercarse.

—Está bien, Gil. Descanse.

—No quiero descansar. —Trató de alzarse—. Biron, ¿cuándo van a dar el salto?

—¡Pronto! ¡Pronto!

—Entonces, quédate conmigo. No quiero morir solo.

Sus dedos se agitaron levemente y luego se relajaron. La cabeza cayó hacia atrás. El médico se inclinó un momento y se incorporó de nuevo.

—Llegamos demasiado tarde; ha muerto.

Los ojos de Biron se llenaron de lágrimas.

—Lo siento, Gil —dijo—, pero usted no lo sabía. No lo comprendió.

Los otros no le oyeron.

Aquéllas fueron horas difíciles para Biron. Aratap se había negado a permitirle que asistiese a la ceremonia de entierro de un cuerpo en el espacio; sabía que en algún punto de la nave, el cuerpo de Gillbret sería desintegrado en un horno atómico, y lanzado al espacio, donde sus átomos irían a mezclarse para siempre con las tenues nubéculas de materia interestelar.

Artemisa e Hinrik estarían allí. ¿Comprenderían? ¿Comprendería ella que sólo había hecho lo que no tenía más remedio que hacer?

El doctor le había inyectado un extracto cartilaginoso que aceleraría la curación de los desgarrados ligamentos, y apenas si notaba ya el dolor en su rodilla, pero en todo caso aquello no era sino dolor físico, y podía despreciarlo.

Sintió aquella perturbación interna que indicaba que la nave había saltado, y comenzaron para él sus peores horas.

Antes había tenido la seguridad de que su análisis era correcto. Tenía que serlo. Pero, ¿y si se había equivocado? ¿Y si ahora se encontraban en el centro mismo de la rebelión? Se informaría a Tyrann y la armada se reuniría. Y él moriría sabiendo que pudo haber salvado la rebelión, y que en cambio arriesgó su vida para perderla.

Fue durante aquellas negras horas cuando volvió a pensar en el documento, el documento que en otra ocasión no había conseguido obtener.

Era rara la manera como la cuestión del documento aparecía y se desvanecía. Se le mencionaba y luego se le olvidaba. Se buscaba alocadamente el mundo de la rebelión, y en cambio no se hacía nada por encontrar el misterioso documento.

¿Se daba quizá menos importancia a lo que debía importar más?

Biron pensó que por lo visto Aratap estaba dispuesto a acercarse al centro de la rebelión con una sola nave. ¿Por qué tenía tanta confianza? ¿Podía desafiar a un planeta con una sola nave?

El autarca había dicho que el documento había desaparecido hacía años, pero si era así, ¿quién lo tenía?

Quizá los tyrannios. Quizá tuviesen un documento cuyo secreto permitiese a una nave destruir un mundo.

Si era así, poco importaba dónde estuviese el mundo de la rebelión, ni tampoco si existía o dejaba de existir.

Pasó el tiempo y luego entró Aratap. Biron se levantó.

—Hemos llegado a la estrella en cuestión —dijo Aratap—. Efectivamente, allí hay una estrella. Las coordenadas que nos dio el autarca estaban bien.

—¿Y qué?

—Pero no hay necesidad de explorarla en busca de planetas. Mis investigadores astrales me dicen que esa estrella fue una nova hace menos de un millón de años. Si entonces tenía planetas, fueron destruidos. Ahora es una enana blanca, y no puede tenerlos.

Biron le miró sorprendido.

—De modo que...

—De modo que tenía usted razón. El mundo de la rebelión no existe.

22.- ¡Allá!

Toda la filosofía de Aratap no podía hacerle olvidar por completo su sentimiento de decepción. Por un tiempo no había sido él mismo, sino su padre de nuevo. Durante las últimas semanas también él había mandado una escuadrilla de naves contra los enemigos del Khan.

Pero éstos eran días degenerados, y donde podía haber habido un mundo en rebelión resultaba que no había nada. Al fin y al cabo, los enemigos del Khan no existían; no había mundos que conquistar. No era más que un comisario, condenado todavía a aplacar pequeñas perturbaciones. No obstante, las lamentaciones no conducían a nada.

—De modo que tenía usted razón. El mundo de la rebelión no existe —dijo.

Se sentó e hizo una señal a Biron para que también se sentara.

—Quiero hablarle.

El joven le contemplaba solemnemente, y Aratap se sintió levemente asombrado al pensar que apenas hacía un mes que se habían conocido. El muchacho era ahora mayor, mucho más de lo que podía haber sido en un solo mes, y había perdido su miedo. «Me estoy volviendo decadente —pensó Aratap—. ¿Cuántos de entre nosotros empezamos a estimar a algunos individuos entre nuestros dominados? ¿Cuántos de entre nosotros les deseamos el bien?»

—Voy a poner en libertad al director y a su hija —declaró el comisario—. Naturalmente, es lo más inteligente que se puede hacer desde un punto de vista político. A decir verdad, es políticamente inevitable. Pero me parece que les voy a poner en libertad ahora y enviarlos de vuelta en el «Implacable». ¿Le gustaría pilotarlo?


¿
Es que me pone en libertad? —preguntó Biron.

—Sí.

—¿Por qué?

—Usted salvó mi nave, y mi propia vida.

—Dudo que la gratitud personal influya en sus acciones, en cuestiones de Estado.

Aratap estuvo a punto de reírse a carcajadas. ¡De veras que aquel muchacho le era simpático!

—Entonces le daré otra razón. Mientras estaba persiguiendo una gran conspiración contra el Khan, usted era peligroso. Al no haberse materializado aquella gigantesca conspiración, cuando todo lo que hay es una cábala lingania cuyo jefe ha muerto, usted ya no es peligroso. La verdad es que sería peligroso juzgarle a usted o a cualquier otro de los cautivos linganios.

»Los juicios tendrían lugar ante los tribunales linganios, y, por lo tanto, no estarían del todo bajo nuestro control. Inevitablemente se discutiría el llamado mundo de la rebelión. Y aunque no exista, la mitad de los sujetos de Tyrann pensarían que quizá sí existe, ya que no hay humo sin fuego. Les habríamos proporcionado un concepto en torno al cual agruparse, una razón para rebelarse, una esperanza para el futuro. Habría rebelión en el reino tyrannio por el resto del siglo.

—Entonces, ¿nos libera a todos?

—No será exactamente una libertad, ya que ninguno de ustedes puede ser del todo leal. Arreglaremos lo de Lingane a nuestra manera, y el próximo autarca se encontrará más ligado al Khanato. No será ya un Estado asociado, y de ahora en adelante los juicios contra linganios no tendrán que celebrarse forzosamente ante los tribunales linganios. Los que han intervenido en la conspiración, incluso los que ahora están en nuestras manos, serán desterrados a mundos más próximos a Tyrann, donde resultarán bastante inofensivos. Usted mismo no podrá regresar a Nefelos, y tampoco espere ser reinstaurado en su ranchería. Se quedará en Rhodia, con el coronel Rizzet.

—Me satisface —dijo Biron—, pero, ¿qué hay del asunto del matrimonio de la señorita Artemisa?

—¿Desea que se suspenda?

—Ya debe usted saber que desearíamos casarnos. En otra ocasión dijo que podría haber manera de anular la cuestión del tyrannio.

—Cuando lo dije trataba de conseguir algo. ¿Cómo dice aquel viejo refrán? «Las mentiras de los amantes y de los diplomáticos, les deben ser perdonadas.»

—Pero existe una manera, comisario. Basta indicar al Khan que cuando un poderoso cortesano desea casarse con un miembro de una importante familia de entre los dominados, podría estar inspirado en motivos de ambición. Una revolución de dominados puede ser dirigida por un tyrannio ambicioso lo mismo que por un ambicioso linganio.

Esta vez Aratap rió de veras.

—Razona como uno de nosotros, pero no serviría. ¿Quiere mi consejo?

—¿Cuál sería?

—Cásese con ella, pronto. En las circunstancias presentes, una vez hecho sería difícil de deshacer. Ya encontraremos otra mujer para Pohang.

Biron vaciló. Luego extendió la mano.

—Gracias, señor.

—Además, no me gusta demasiado Pohang. Y hay algo más que debe usted saber: no se deje engañar por la ambición. Aunque se case con la hija del director, usted no será nunca director. No es el tipo que necesitamos.

Aratap contempló por la placa visora cómo se iba achicando el «Implacable» y se alegró de haber tomado aquella decisión. El joven estaba en libertad; en camino de Tyrann había ya un mensaje a través del subéter. Sin duda, al comandante Andros le daría un ataque de apoplejía, y no faltaría en la corte quien pidiese su destitución como comisario.

Si fuese necesario, iría a Tyrann. De un modo u otro vería al Khan y se haría escuchar. Una vez conociese todos los hechos, el Rey de Reyes vería con claridad que no había otro camino a seguir y que, a partir de entonces, podía desafiar cualquier coalición enemiga.

El «Implacable» no era ya más que un punto resplandeciente que apenas podía distinguirse de las estrellas que empezaban a rodearle, ahora que salían de la Nebulosa.

Rizzet contempló por la placa visora cómo se iba achicando la nave capitana de Tyrann.

—¡De modo que nos ha soltado! —exclamó—. La verdad es que si todos los tyrannios fuesen como él, quién sabe si me uniría a su armada. En cierto modo me perturbaba. Tengo ideas definidas acerca de lo que son los tyrannios, pero él no encaja en ellas. ¿Cree que puede oír lo que estamos diciendo?

Biron fijó los mandos automáticos y se volvió en la silla del piloto.

—No, claro que no. Puede seguirnos a través del hiperespacio como lo hizo antes, pero no creo que pueda establecer un rayo espía. Recuerdo que cuando nos capturó todo lo que sabía de nosotros era lo que había oído sobre el cuarto planeta, y nada más.

Artemisa entró en la cabina del piloto con el dedo sobre sus labios.

—No hablen demasiado alto —dijo—. Creo que ahora está durmiendo. Ya no falta mucho para que lleguemos a Rhodia, ¿verdad, Biron?

—Podemos hacerlo en un solo salto, Arta. Aratap hizo que nos lo calculasen.

—Tengo que lavarme las manos —dijo Rizzet.

Esperaron a que se hubiese ido, y un instante más tarde Artemisa estaba en brazos de Biron. Él la besó ligeramente en la frente y sobre los ojos, luego le buscó los labios, y sus brazos se tensaron alrededor de ella. El beso terminó lentamente, perdido el aliento.

—Te quiero mucho —musitó la chica.

—Te quiero más de lo que sabría decirte —dijo él. La conversación que siguió fue tan satisfactoria como poco original.

—¿Nos casará antes de que aterricemos? —preguntó Biron al cabo de un rato.

Artemisa frunció un poco las cejas.

—Traté de explicarle que es director y capitán de la nave, y que aquí no hay tyrannios. Pero no sé. Está muy agitado. No parece el mismo, Biron. Cuando haya descansado, lo volveré a probar.

—No te preocupes. Le convenceremos.

Los pasos de Rizzet resonaron con fuerza cuando regresó.

—Me gustaría que todavía tuviésemos el remolque. Aquí apenas hay sitio para respirar.

—Llegaremos a Rhodia dentro de un par de horas —aseguró Biron—. Pronto saltaremos.

—Ya lo sé —dijo Rizzet malhumorado—. Y nos quedaremos hasta el fin de nuestros días; no es que me queje demasiado, me alegra estar vivo. Pero es un fin bastante tonto.

—No ha terminado aún —dijo Biron lentamente. Rizzet alzó la mirada.

—¿Quiere decir que podemos volver a empezar? No, no lo creo. Usted, quizá; pero yo no. Soy ya demasiado viejo, y no queda nada para mí. Lingane formará con los demás, y nunca más volveré a verlo. Creo que eso es lo que más siento. Nací allí, y allí viví toda mi vida. En cualquier otro lugar, no seré sino la mitad de lo que soy. Usted es joven y se olvidará de Nefelos.

—Hay algo más en la vida que el planeta natal, Tedor. Nuestro mayor defecto en los siglos pasados ha sido que no hemos sabido reconocer ese hecho. Todos los planetas son nuestros planetas.

—Quizá, quizá. Si realmente hubiese habido un mundo de rebelión, entonces tal vez hubiese sido así.

—¡Pero es cierto que hay un mundo de rebelión, Tedor!

—No estoy de humor para eso, Biron —dijo Rizzet secamente.

—No miento. Tal mundo existe y sé dónde está localizado. Pude haberlo sabido hace semanas, lo mismo que cualquiera de nuestro grupo. Todos los hechos estaban allí; estaban golpeándome la mente sin conseguir entrar, hasta aquel momento en el cuarto planeta en que usted y yo tuvimos que derribar a Jonti. ¿No se acuerda usted nunca de cuando estaba allí de pie diciendo que no podríamos nunca encontrar el planeta sin su ayuda? ¿Recuerda sus palabras?

—Exactamente, no.

—Yo creo que las recuerdo. Dijo: «Hay por término medio sesenta años luz cúbicos por estrella. Sin mí, y procediendo por aproximación, las probabilidades de que lleguéis a menos de un billón de kilómetros de cualquier estrella son de una entre doscientos cincuenta mil billones». Creo que fue en aquel instante que los hechos entraron en mi mente. Lo noté.

—Pues yo no noto nada en mi mente —dijo Rizzet—. Vamos a ver si se explica usted un poco.

—No veo lo que quieres decir, Biron —dijo Artemisa.

—¿No os hacéis cargo de que son precisamente esas probabilidades las que, al parecer, Gillbret venció? Recordad su historia. El meteoro dio en el blanco, desvió el curso de la nave y al final de sus saltos se encontró realmente en el interior de un sistema estelar. Eso sólo pudo haber ocurrido en virtud de una coincidencia tan increíble que no merece crédito alguno.

—Entonces era realmente la historia de un loco, y no existe el mundo de la rebelión.

—A menos que exista una condición dada la cual las probabilidades de ir a parar al interior de un sistema estelar sean menos increíbles, y tal condición existe. La verdad es que hay un juego de circunstancias, y sólo uno, bajo las cuales hayamos tenido que llegar a tal sistema. Hubiese sido inevitable.

—¿Y bien?

—Recordad el razonamiento del autarca. Las máquinas de la nave de Gillbret no resultaron afectadas, de modo que la energía de los impulsos hiperatómicos, o, en otras palabras, las longitudes de los saltos, no fueron modificadas. Sólo se alteró su dirección, de tal manera que se llegó a una de entre cinco estrellas en un área increíblemente grande de la Nebulosa. Tal interpretación, en sí misma, parece improbable.

Other books

Play Me Hot by Tracy Wolff
The Ultimate Truth by Kevin Brooks
Twenty Something by Iain Hollingshead
Night Train to Lisbon by Emily Grayson
The Illusionist by Dinitia Smith
A March Bride by Rachel Hauck
Fire & Ice by Anne Stuart
The Older Woman by Cheryl Reavis
Dark Desire by Christine Feehan
Queenie Baby: Pass the Eggnog by Christina A. Burke