En uno de sus últimos despachos, sin embargo, Messersmith adoptaba un tono marcadamente positivo, que Dodd sin duda encontró bastante alentador. Con extraño optimismo, Messersmith informaba de que había visto señales de que Alemania se estaba volviendo más estable y atribuía ese hecho a la creciente confianza de Hitler, Göring y Goebbels. «La responsabilidad ya ha cambiado a los líderes más importantes del partido de una manera considerable»,
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decía. «Existen pruebas de que se están volviendo cada vez más y más moderados.»
Dodd, sin embargo, nunca tuvo la oportunidad de leer una carta que Messersmith escribió poco después, en la cual se retractaba de su informe anterior, muy optimista. Marcada como «Personal & Confidencial», se la envió al subsecretario Phillips. La carta, fechada el 26 de junio de 1933, llegó a Phillips justo cuando los Dodd estaban a punto de partir para Berlín.
«Lo que intentaba señalar en mis despachos es que los líderes de mayor rango del partido se están volviendo más moderados, mientras que los líderes intermedios y las masas son tan radicales como siempre, y que la cuestión es si los líderes de mayor rango serán capaces de imponer su moderación a las masas»,
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afirmaba Messersmith. «Empieza a parecer definitivamente que no serán capaces de hacerlo, ya que la presión de las bases se va volviendo cada vez más fuerte.» Göring y Goebbels en particular ya no le parecían moderados, decía. «El doctor Goebbels predica cada día que la revolución no ha hecho más que empezar, y que hasta el momento lo que se ha hecho no es más que una obertura.»
Se arrestaba a sacerdotes. El antiguo presidente de la Baja Silesia, a quien Messersmith conocía personalmente, fue recluido en un campo de concentración. Se observaba una «histeria» creciente entre los líderes de nivel medio del Partido Nazi, expresada como creencia de que «la única seguridad reside en meter en la cárcel a todo el mundo». La nación se estaba preparando discreta pero agresivamente para la guerra, desplegando la propaganda para conjurar la percepción de que «el mundo entero está contra Alemania, y que ésta se encuentra indefensa ante el mundo». Las promesas de Hitler de que sus intenciones eran pacíficas en realidad eran ilusorias, y no se proponían otra cosa que ganar tiempo para que Alemania pudiese rearmarse, advertía Messersmith. «Lo que más desean, sin embargo, definitivamente, es convertir Alemania en el instrumento de guerra más capacitado que haya existido jamás.»
* * *
Mientras estaba en Washington, Dodd asistió a una recepción que dio para él la embajada alemana, y allí conoció a Wilbur Carr. Más tarde, Carr esbozó una rápida descripción de Dodd en su diario: «Una persona agradable e interesante con gran sentido del humor y sencillez».
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Dodd también hizo una llamada al jefe del Departamento de Estado para los Asuntos Europeos Occidentales, Jay Pierrepont Moffat, que compartía el desagrado de Carr y Phillips por los judíos así como su actitud dura hacia la inmigración.
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Moffat también recogió la impresión que le causó el nuevo embajador: «Está extraordinariamente seguro de sus opiniones,
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las expresa de una manera convincente y didáctica y tiende a dramatizar todo lo que explica. La única pega es que intentará llevar la embajada con una familia de cuatro personas y sólo con su salario, y cómo conseguirá tal cosa en Berlín, donde los precios son muy altos, es algo que se me escapa».
Lo que ni Carr ni Moffat expresaron en esas anotaciones era la sorpresa y disgusto que ellos y muchos de sus colegas habían sentido al enterarse del nombramiento de Dodd. Su reino era una auténtica élite donde sólo podía esperarse que se admitiera a hombres con un cierto pedigrí. Muchos habían ido a las mismas escuelas, sobre todo St. Paul y Groton, y desde allí a Harvard, Yale y Princeton. El subsecretario Phillips se crió en el barrio de Back Bay de Boston,
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en una gigantesca mansión victoriana. Era rico e independiente desde la edad de veintiún años, y más tarde llegaría a ser rector de Harvard. La mayor parte de sus colegas del Departamento de Estado también tenían dinero, y mientras estaban en el extranjero gastaban grandes cantidades de sus propios fondos sin esperar que se les reembolsasen. Un funcionario de ese tipo, Hugh Wilson, alabando a sus compañeros diplomáticos, decía: «Todos sentían que pertenecían a un club bastante bueno. Ese sentimiento creaba un saludable espíritu corporativo».
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Según las normas del club, Dodd era un auténtico pobretón.
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Dodd volvió a Chicago para hacer las maletas y asistir a diversos actos de despedida, después de los cuales él y su mujer, Martha y Bill cogieron el tren hacia Virginia e hicieron una última parada en la granja de Round Hill. Su padre, John, que tenía entonces ochenta y seis años, vivía relativamente cerca, en Carolina del Norte, pero Dodd, a pesar de su deseo de que sus hijos estuvieran siempre cerca de él, no planeaba visitarlo al principio, dado que Roosevelt quería a su nuevo embajador en Berlín cuanto antes. Dodd había escrito a su padre para hablarle de su nombramiento y decirle que no tendría oportunidad de visitarle antes de su partida. Le enviaba un poco de dinero y decía: «Siento muchísimo haber estado tan lejos toda la vida».
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Su padre le respondió de inmediato que estaba muy orgulloso de que Dodd hubiese recibido «ese gran honor de Washington»,
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pero añadía también esa pizquita de vinagre que sólo los padres saben cómo aplicar, ese pequeño detalle que causa brotes de culpabilidad y hace cambiar planes. El anciano Dodd escribió: «Si no te vuelvo a ver en esta vida, me sentiré muy contento y muy orgulloso de ti en mis últimas horas».
Dodd cambió sus planes. El 1 de julio, sábado, él y su mujer cogieron un tren con coche-cama con destino a Carolina del Norte. Durante su visita al padre de Dodd tuvieron tiempo de hacer un recorrido por los lugares turísticos de la localidad. Dodd y su esposa visitaron su vieja tierra natal, como si estuvieran diciéndole adiós por última vez. Fueron al cementerio familiar, donde Dodd pasó unos momentos ante la tumba de su madre, que había muerto en 1909. Mientras paseaba por allí dio con las tumbas de sus antepasados muertos en la guerra de Secesión, incluyendo dos que se rindieron con el general Robert E. Lee en Appomattox. Fue una visita llena de recuerdos de la «desgracia familiar», y la precariedad de la vida. «Un día bastante triste», escribió después.
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El y su mujer volvieron a Virginia, a la granja, y luego se dirigieron en tren a Nueva York. Martha y Bill fueron en coche, en el Chevrolet familiar, con la intención de dejarlo en el muelle en tránsito hacia Berlín.
* * *
Dodd habría preferido pasar los dos días siguientes con su familia, pero el departamento había insistido en que en cuanto llegase a Nueva York asistiera a unas cuantas reuniones con banqueros para tratar el tema de la deuda alemana, un asunto en el que Dodd tenía poco interés, y con los líderes judíos. Dodd temía que tanto la prensa norteamericana como la alemana malinterpretaran esas reuniones y empañaran la apariencia de objetividad que esperaba ofrecer en Berlín.
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Sin embargo aceptó, y el resultado fue un día entero de reuniones que recordaba la serie de visitas de fantasmas en la
Canción de Navidad
de Dickens. Una carta de un importante activista de ayuda social judío
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le decía a Dodd que la noche del lunes 3 de julio recibiría la visita de dos grupos de hombres, el primero a las ocho y media, el segundo a las nueve en punto. Esas reuniones tendrían lugar en el club Century, la base de operaciones de Dodd mientras estaba en Nueva York.
Primero, sin embargo, Dodd tenía que reunirse con los banqueros, y así lo hizo en las oficinas del National City Bank de Nueva York, que años más tarde se llamaría Citibank. Dodd se quedó estupefacto al saber que el National City Bank y el Chase National Bank poseían cien millones de dólares en bonos alemanes, que Alemania en aquel momento estaba proponiendo pagar a una tasa de treinta céntimos por dólar. «Se habló mucho pero no se llegó a ningún acuerdo aparte de que yo debía hacer todo lo posible para evitar que Alemania decidiese no pagar», afirmaba Dodd.
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Sentía poca simpatía por los banqueros. La perspectiva de unas tasas a elevado interés por los bonos alemanes les había cegado ante el obvio riesgo de que un país aplastado por la guerra y políticamente frágil podía acabar con impagos.
Aquella noche los líderes judíos llegaron tal y como estaba previsto, entre ellos Felix M. Warburg, líder financiero que prefería las tácticas discretas del Comité Judío Americano, y el rabino Wise, del Congreso Judío Americano, mucho más combativo. Dodd escribió en su diario: «Durante una hora y media la discusión fue: los alemanes siguen matando judíos sin parar, están siendo perseguidos hasta el punto de que el suicidio es común (se dice que en la familia Warburg hay algunos casos de este tipo), y todas las propiedades judías se están confiscando».
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Durante la reunión, Warburg mencionó el suicidio de dos parientes ancianos, Moritz y Käthie Oppenheim, en Frankfurt, unas tres semanas antes.
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Warburg escribiría más adelante: «Sin duda, el régimen de Hitler consiguió que la vida para ellos fuese un horror, y ansiaban que llegase el fin de sus días».
Los visitantes de Dodd le instaron a que presionara a Roosevelt para que hubiese una intervención oficial, pero él puso reparos. «Yo insistía en que el gobierno no podía intervenir oficialmente,
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pero aseguré a los miembros de la conferencia que ejercería toda la influencia personal que pudiera contra el trato injusto a los judíos alemanes, y por supuesto, protestaría en contra de los malos tratos a los judíos norteamericanos».
Después, Dodd cogió el tren de las once de la noche a Boston y, a la mañana siguiente a primera hora, el 4 de julio, fue conducido en un coche con chófer al hogar del coronel Edward M. House, amigo y consejero cercano de Roosevelt, para celebrar una reunión mientras desayunaban.
En el curso de una conversación que trató muchos temas diferentes, Dodd supo por primera vez lo lejos que estaba de ser la primera elección de Roosevelt. Aquella noticia resultaba humillante.
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Dodd observó en su diario que ese conocimiento eliminaba cualquier posible tendencia suya a mostrarse «excesivamente egocéntrico» con el asunto de su nombramiento.
Cuando la conversación cambió a la persecución de los judíos en Alemania, el coronel House instó a Dodd a que hiciera todo lo que pudiera «para mejorar los sufrimientos de los judíos», pero añadió una advertencia: «a los judíos no se les debía permitir dominar la vida económica o intelectual de Berlín, cosa que habían hecho desde hacía mucho tiempo».
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En este sentido, el coronel House expresaba un sentimiento dominante en Estados Unidos: que los judíos de Alemania eran al menos en parte responsables de sus propios problemas. Dodd se encontró con una forma más furibunda aún de esa misma mentalidad aquel mismo día, al volver a Nueva York, cuando él y su familia fueron a cenar a Park Avenue al apartamento de Charles R. Crane, de setenta y cinco años, filántropo cuya familia se había enriquecido vendiendo suministros de fontanería. Crane era arabista y se decía que tenía cierta influencia en Oriente Próximo y en las naciones balcánicas, y apoyaba generosamente al departamento de Dodd en la Universidad de Chicago, a la cual había aportado fondos para una cátedra que estudiase la historia y las instituciones rusas.
Dodd ya sabía que Crane no era amigo de los judíos. Cuando Crane escribió a Dodd para felicitarle por su nombramiento, le dio también algunos consejos: «Los judíos, después de ganar la guerra,
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galopando a paso rápido, se hicieron con Rusia, Inglaterra y Palestina y los atraparon en el acto de intentar apoderarse también de Alemania, y al encontrarse con su primer revés se volvieron locos y empezaron a inundar el mundo (y particularmente la accesible Estados Unidos) con propaganda antialemana… Le aconsejo insistentemente que rechace todas las invitaciones sociales».
Dodd compartía la idea de Crane de que los judíos eran responsables de sus dificultades, al menos en parte.
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Escribió más tarde a Crane, después de llegar a Berlín, que aunque él «no aprobaba la dureza que se estaba aplicando allí a los judíos», pensaba que los alemanes tenían fundados motivos de queja. «Cuando tengo ocasión de hablar extraoficialmente con alemanes importantes, les digo con toda franqueza que tenían un grave problema, y que no sabían cómo solucionarlo», afirmaba. «Los judíos han ostentado muchos más puestos clave en Alemania de los que les correspondían por su número o su talento.»
Cenando, Dodd oyó a Crane expresar gran admiración por Hitler, y también se enteró de que el propio Crane no tenía objeción alguna al trato que sufrían los judíos en Alemania por parte de los nazis.
Cuando los Dodd se fueron aquella noche, Crane le dio un último consejo al embajador: «Que Hitler haga lo que quiera».
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A las once de la mañana siguiente, 5 de julio de 1933, los Dodd tomaron un taxi para ir al muelle y embarcaron en su buque, el
Washington
, con destino a Hamburgo. Se tropezaron con Eleanor Roosevelt justo después de que ella se hubiese despedido de su hijo Franklin, que navegaba con destino a Europa para iniciar una estancia en el extranjero.
Una docena de periodistas también subieron a bordo y arrinconaron a Dodd en cubierta, donde se encontraba con su mujer y con Bill.
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En aquel momento Martha estaba en otro lugar del barco. Los periodistas empezaron a hacer preguntas y pidieron a los Dodd que posaran como si estuvieran diciendo adiós. Ellos lo hicieron de mala gana, escribía después Dodd, «y sin ser conscientes de la similitud con el saludo hitleriano, entonces desconocido para nosotros, levantamos las manos».
La fotografía resultante causó un pequeño escándalo, porque parecía captar a Dodd, su mujer y su hijo a medio «
Heil
!».
Los recelos de Dodd iban en aumento. Por aquel entonces había empezado a temer abandonar Chicago y su antigua vida.
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Cuando el barco salió de su amarre, la familia experimentó lo que Martha describía posteriormente como «una cantidad desproporcionada de tristeza y aprensión».
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