En El Hotel Bertram (3 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: En El Hotel Bertram
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»—No. Sé que el Bertram's continúa abierto. Precisamente recibí una carta de mi amiga Amy McAllister de Boston que me envió desde el hotel. Ella y su marido se alojaron allí.

»—De acuerdo. Me encargaré de hacerle la reserva. Pero tenga presente —añadió Joan—, que quizá lo encuentre muy cambiado de cómo era en aquellos tiempos, no se vaya a llevar una desilusión.

Pero el Bertram's no había cambiado. Continuaba siendo el mismo de siempre. En opinión de miss Marple, resultaba casi un milagro. Claro que nunca se sabía.

En realidad parecía demasiado bueno para ser verdad. Sabía perfectamente, con su habitual sentido común, que sólo pretendía revivir sus recuerdos con los colores originales. Por fuerza se veía obligada a pasar la mayor parte de sus horas recordando placeres pasados. Si pudiera encontrar a alguien con quien compartirlos eso sería miel sobre hojuelas. En la actualidad, eso no resultaba tan sencillo, había sobrevivido a la mayoría de sus contemporáneos. Pero, así y todo, rememoró los viejos tiempos y, aunque resultaba extraño, eso la hizo revivir. Jane Marple, aquella ansiosa jovencita sonrosada, una adolescente ridícula en muchas cosas. ¿Cómo se llamaba aquel joven tan poco adecuado? Vaya, ya ni siquiera recordaba su nombre. Sabía que fue su madre la que cortó de raíz aquella amistad. Se había cruzado con él años más tarde y le había parecido un tipo horrendo. Sin embargo, en aquel momento se había pasado llorando una semana entera. Hoy en día, por supuesto, ya era otra cosa. Las pobres muchachas tenían madres, pero madres que no servían de mucho, madres que eran incapaces de proteger a sus hijas de las aventuras ridículas, de los hijos ilegítimos y de precipitados y desastrosos matrimonios. Todo muy triste.

La voz de su amiga interrumpió estas reflexiones.

—¡Que me cuelguen! Sí, claro que es ella. ¡Bess Sedgwick! Tantos lugares como hay en el mundo y tiene que aparecer por aquí.

Miss Marple había estado escuchando a medias los comentarios de lady Selina sobre las personas presentes en el vestíbulo. Ella y miss Marple se movían en círculos completamente diferentes y, por lo tanto, miss Marple no había podido compartir los escandalosos cotilleos sobre los diversos amigos o conocidos que lady Selina veía o creía ver.

Pero Bess Sedgwick era otra cosa. Se trataba de un personaje conocido en toda Inglaterra. Durante más de treinta años, la prensa se había ocupado de informar puntualmente de algo escandaloso o extraordinario protagonizado por aquella mujer. Durante la guerra había pertenecido a la Resistencia francesa y se decía que en la culata de su arma había seis muescas correspondientes a seis alemanes muertos. Años atrás, había hecho un vuelo en solitario a través del Atlántico y había cruzado Europa a caballo hasta las orillas del lago Van, en la Armenia turca y había sido piloto de coches de carreras. En una ocasión había rescatado a dos niños de una casa en llamas, se había casado varias veces para su mérito o descrédito y, a juicio de los expertos, era la segunda mujer mejor vestida de Europa. Entre sus proezas se comentaba que había conseguido colarse en un submarino nuclear durante un viaje de prueba.

Por lo tanto, miss Marple se irguió muy interesada y contempló a la heroína con una mirada francamente ávida.

Entre las muchas cosas y personas que había esperado encontrar en el Bertram's no figuraba Bess Sedgwick. Un lujoso club nocturno o un bar de camioneros hubieran estado más de acuerdo con la amplia gama de intereses del personaje. Pero este establecimiento respetable y anticuado parecía «un lugar un tanto insólito para ella.

Sin embargo, allí estaba y era ella sin ninguna duda. A duras penas pasaba un mes sin que el rostro de Bess Sedgwick apareciera en alguna revista de moda o en la prensa dominical. Aquí estaba en carne y hueso, fumando un cigarrillo de una manera rápida e impaciente, mientras miraba, con expresión un tanto sorprendida, la bandeja con el té que tenía delante, como si nunca hubiese visto ninguna.

Había pedido —miss Marple forzó la mirada porque estaba un poco lejos— donuts. Muy interesante.

Mientras la miraba, Bess Sedgwick aplastó la colilla en el plato, cogió un donut y casi lo engulló de un bocado. La mermelada de fresa del relleno se deslizó por su barbilla. Bess echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, uno de los sonidos más fuertes y alegres que se hubieran escuchado en el vestíbulo del Bertram's en mucho tiempo.

Henry apareció inmediatamente junto a la mujer para ofrecerle una pequeña e impoluta servilleta. La mujer aceptó la servilleta y procedió a restregarse la barbilla con el vigor de una colegiala.

—Eso es lo que yo llamo un auténtico donut. Delicioso —exclamó.

Dejó la servilleta en la bandeja y se levantó. Como de costumbre, era el objeto de todas las miradas. Estaba habituada. Quizá le gustaba, o tal vez ya no hacía caso. La verdad es que era digna de mirar: una mujer impactante más que hermosa. El pelo rubio platino le llegaba a los hombros. El modelado de los huesos de su cabeza y el rostro eran exquisitos, la nariz levemente aquilina y los ojos grises hundidos en las órbitas. Tenía la boca grande de los comediantes naturales. Su vestido era de una simplicidad que intrigaba a los hombres. Parecía un burdo saco de arpillera, sin adornos de ningún tipo ni cierres o costuras aparentes. Pero las demás mujeres lo tenían claro. Incluso las viejas provincianas del Bertram's sabían muy bien que costaba una pequeña fortuna.

Su avance a través del vestíbulo hacia el ascensor le hizo pasar muy cerca de lady Selina y miss Marple. Bess saludó a la primera.

—Hola, lady Selina. No la veía desde Crufts. ¿Cómo están los Borzoi?

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Bess?

—He alquilado una habitación. Acabo de llegar de Land's End. Cuatro horas y tres cuartos. No está mal.

—Cualquier día de estos acabarás matándote o, lo que es peor, matarás a algún pobre inocente.

—Espero que no.

—¿Por qué te has alojado aquí?

Bess Sedgwick echó una rápida ojeada al vestíbulo. Pareció comprender la alusión y la aceptó con una sonrisa irónica.

—Alguien me dijo que debía probarlo. Creo que tenía razón. Me acabo de comer un donut incomparable.

—Querida, también tienen auténticos muffins.

—Muffins —repitió Bess pensativamente—. Sí. —Parecía considerar el asunto—. ¡Muffins!

Se despidió con un gesto y continuó su camino hacia el ascensor.

—Una muchacha extraordinaria —afirmó lady Selina. Para ella, lo mismo que para miss Marple, cualquier mujer menor de sesenta era una muchacha—. La conozco desde que era una niña. Nunca nadie consiguió domarla. Se escapó con un palafrenero irlandés cuando tenía dieciséis años. Su familia consiguió rescatarla a tiempo, o quizá no tan a tiempo. La cuestión es que al mozo le pagaron para que desapareciera y a ella la casaron con el viejo Coniston, treinta años mayor que Bess, un terrible calavera, pero que estaba muy enamorado. Aquello no duró mucho. Ella se fue con Johnnie Sedgwick. El matrimonio quizás hubiese durado, de no haber sido que él se partió el cuello en una carrera de obstáculos. Después se casó con Ridgway Becker, el regatista norteamericano. Se divorciaron hará cosa de unos tres años y me han dicho que ella ahora está con un piloto de carreras, un polaco o algo así. No sé si en la actualidad está casada. Volvió a usar el apellido Sedgwick después del divorcio. Va por el mundo con las personas más extraordinarias. Dicen que consume drogas. No lo sé. No estoy muy segura.

—Yo me pregunto si será feliz —comentó miss Marple.

Lady Selina, quien evidentemente nunca se había planteado nada por el estilo, la miró un tanto sorprendida.

—Supongo que tendrá muchísimo dinero —replicó con un tono de duda—. La pensión de divorcio y todo lo demás. Claro que eso no lo es todo.

—No, por supuesto.

—Además, siempre tiene algún hombre, o a varios, cortejándola.

—¿Sí?

—Claro que algunas mujeres, cuando llegan a esa edad, es lo único que desean. Pero, así y todo...

La anciana hizo una pausa.

—No, yo tampoco lo creo.

Algunas personas hubieran sonreído con un leve desprecio ante este pronunciamiento por parte de una anticuada dama, de la que no se podía esperar que fuera una experta en ninfomanía y, desde luego, esa no era una palabra que miss Marple hubiera utilizado. Su frase hubiese sido «un poco demasiado aficionada a los hombres». Pero lady Selina aceptó su opinión como un refrendo de la suya.

—Siempre ha habido muchos hombres en su vida —señaló.

—Sí, por supuesto, pero yo diría que los hombres son para ella una aventura, no una necesidad.

Además, ¿alguna mujer pensaría en utilizar el Bertram's como el lugar adecuado para una cita amorosa con un hombre?, se preguntó miss Marple. Era obvio que el Bertram's no era esa clase de lugar. Pero, posiblemente, esa podía ser, para alguien como Bess Sedgwick, la razón para escogerlo.

Exhaló un suspiró, miró el bonito reloj de péndulo situado en el rincón y se levantó con el cuidadoso esfuerzo de los reumáticos. Caminó lentamente hacia el ascensor. Lady Selina buscó rápidamente nueva compañía y atacó a un caballero mayor con aspecto de militar que leía el
Spectator
.

—Qué placer volver a verle, ¿general Arlington, verdad?

El anciano caballero declinó muy cortésmente ser el general Arlington. Lady Selina se disculpó, pero no se sintió cohibida en lo más mínimo. Combinaba la miopía con el optimismo y, como lo que más le gustaba era encontrarse con viejos amigos y conocidos, siempre cometía esta clase de errores. A muchas otras personas les ocurría lo mismo, dado que las luces eran tenues y las pantallas de las lámparas muy gruesas. Pero nadie nunca se ofendía; al contrario, parecía agradarles.

Miss Marple sonrió para sus adentros mientras esperaba el ascensor. ¡Tan típico de Selina! Siempre convencida de que conocía a todo el mundo. Con ella no podía competir. Su único éxito en esa línea había sido el apuesto y elegante obispo de Westchester, al que se dirigió afectuosamente como «querido Robbie», quien a su vez le había respondido con idéntico afecto y con sus recuerdos de infancia en una vicaría de Hampshire, cuando gritaba ansioso: «Haz de cocodrilo, tía Jane. Haz de cocodrilo y cómeme.»

Llegó el ascensor, el ascensorista abrió la puerta. Para sorpresa de miss Marple, Bess Sedgwick, a la que había visto subir hacía sólo un minuto, salió de la cabina.

Entonces, Bess Sedgwick se detuvo en seco con un pie en el aire, con una brusquedad que sorprendió a miss Marple y le hizo perder pie. La mujer miraba por encima del hombro de miss Marple con tanta atención que la anciana volvió la cabeza. El portero acababa de abrir las puertas y las aguantaba para dejar pasar a dos mujeres. Una era una señora de mediana edad y cara de malas pulgas que llevaba un lamentable sombrero con flores violetas y, la otra, una muchacha alta, de pelo largo y bien vestida, de unos diecisiete o dieciocho años.

Bess Sedgwick recuperó el control, dio media vuelta y volvió a meterse en el ascensor. Miss Marple la siguió y Bess aprovechó para disculparse.

—Lo siento. Casi la atropello. —Su voz era cálida y amistosa—. Acabo de recordar que me he olvidado una cosa. Le parecerá una tontería, pero no lo es.

—¿Segundo piso? —preguntó el ascensorista.

Miss Marple sonrió, aceptando la disculpa con un gesto amable, salió del ascensor y caminó pausadamente hacia su habitación mientras se entretenía dándole vueltas a diversos problemas sin importancia como tenía por costumbre.

Por ejemplo, lo que Sedgwick había dicho no era verdad. Sólo acababa de subir a su cuarto, y había tenido que ser entonces cuando «recordó que había olvidado algo» (si es que había una pizca de verdad en dicha afirmación) y había bajado para buscarlo. ¿O había bajado para encontrarse o buscar a alguien? En ese caso, lo que había visto al abrirse la puerta del ascensor la había sorprendido y alarmado de tal modo que se había metido otra vez en la cabina, para no encontrarse con la persona que había visto.

Tenía que tratarse de las dos recién llegadas. La mujer mayor y la muchacha. ¿Madre e hija? No, no podían ser madre e hija.

Incluso en el Bertram's, pensó miss Marple alegremente, podían ocurrir cosas interesantes.

Capítulo III

—¿Está el coronel Luscombe?

La mujer del sombrero con flores violetas se encontraba en el mostrador de recepción. Miss Gorringe le sonrió cordialmente y un botones, que esperaba órdenes, fue enviado de inmediato en busca del huésped, aunque no tuvo la oportunidad de cumplir su misión, porque el coronel Luscombe apareció en el vestíbulo en aquel preciso momento y se acercó rápidamente al mostrador.

—¿Cómo está usted, Mrs. Carpenter? —Estrechó la mano de la dama y después se volvió hacia la muchacha—. Mi querida Elvira. —Le cogió las manos en un gesto afectuoso—. Vaya, vaya, qué sorpresa tan agradable. Espléndido. Vengan, vamos a sentarnos. —Las acompañó hasta unos sillones y las invitó a sentarse—. Vaya, vaya —repitió—, qué sorpresa tan agradable.

Sus esfuerzos resultaban tan evidentes como su incomodidad. No podía continuar repitiendo «qué sorpresa tan agradable». Las damas no le ayudaron a salir del paso. Elvira sonrió dulcemente. Mrs. Carpenter soltó una risita tonta y se alisó los guantes.

—¿Un viaje agradable?

—Sí, gracias —respondió Elvira.

—¿Nada de niebla?

—No.

—Nuestro vuelo llegó con cinco minutos de adelanto —comentó Mrs. Carpenter.

—Sí, sí. Excelente, excelente. —El coronel se rehizo—. ¿Confío en que este lugar les parezca adecuado?

—Estoy segura de que es muy agradable —contestó Mrs. Carpenter entusiasmada, echando una ojeada al vestíbulo—. Muy cómodo.

—Un tanto anticuado —señaló el coronel con un tono de disculpa—. Mucha gente mayor. Aquí no hay bailes, ni nada por el estilo.

—No, supongo que no —asintió Elvira.

Contempló el vestíbulo con una expresión impasible. Desde luego, parecía imposible relacionar al Bertram's con un baile.

—Mucha gente mayor —insistió el coronel, repitiéndose—. Quizá tendría que haberte llevado a un lugar más moderno. Verás, no soy muy experto en estas cosas.

—Esto está muy bien —le tranquilizó Elvira amablemente.

—Sólo será por un par de noches —prosiguió Luscombe—. Creo que esta noche podríamos ir a ver algún espectáculo. Un musical —pronunció la palabra con un leve titubeo, como si no estuviera muy seguro de emplear el término correcto—.
Soltaos la melena, chicas
. ¿Espero que les parezca bien?

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