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Authors: Rodolfo Martínez

Tags: #fantasia, #Ciencia ficción, #el adepto de la reina

Embrión, una historia de Yáxtor Brandan (2 page)

BOOK: Embrión, una historia de Yáxtor Brandan
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Su casa parecía en pie de puro milagro. La valla que un día la había rodeado era un esqueleto arruinado y el jardín, un caos enmarañado en el que ella había conseguido despejar un trozo para convertirlo en un pequeño huerto.

Sin saber por qué, se la había quedado mirando mientras trabajaba. Era mayor, aunque no mucho. Veinte años, tal vez, había pensado. No más. Alta, esbelta y fibrosa, el rostro concentrado en un mohín pensativo que convertía sus facciones en algo fascinante.

Debería haber seguido su camino, y en lugar de eso se había quedado mirándola como un tonto hasta que ella reparó en su presencia.

Idiota
, se decía ahora tumbado en su celda.

«Si quieres ver algo mejor, ven esta noche.»

Tonterías
.

Estaba prácticamente solo en el dormitorio común. Muy pocos acólitos renunciaban a la libertad de los meses de verano. Generalmente sólo aquellos que no tenían a donde ir. Yáxtor era un bicho raro entre ellos, un excéntrico que había decidido quedarse por propia voluntad.

«Si quieres ver algo mejor, ven esta noche.»

Se incorporó en el lecho y dejó el dormitorio. A medida que caminaba, el esbozo de un plan iba asomando a su cabeza.

 

 

—Necesito ropas de civil. De clase baja. Y un modo de camuflar mi estoque.

El adepto que estaba en el guardarropa lo contempló unos instantes.

—¿Tienes permiso de tu tutor para esto?

—Acabo de hablar con él —dijo Yáxtor.

Lo cual era cierto, aunque su conversación no había tenido nada que ver con aquello. El adepto se encogió de hombros y dejó pasar al joven.

—Esto te irá bien, creo que es de tu talla —dijo al cabo de un rato, tendiéndole un hato de ropas—. Y esto seguramente le irá bien a tu estoque.

Le tendía algo a medio camino entre un bastón y un garrote. Yáxtor lo tomó entre sus manos, lo hizo girar y lo escudriñó con interés.

Lanzó sus mensajeros hacia el objeto y lo exploró con cuidado. Asintió de pronto y su garganta formó la palabra impronunciable adecuada.

El garrote se abrió y reveló en su interior un espacio hueco más que suficiente para su estoque.

—Esto me vendrá bien —dijo—. Gracias.

 

 

La mujer no estaba sola.

Hablaba con un hombre. Él parecía interesado en entrar en la casa y ella intentaba decidir si se lo permitía o no.

Yáxtor se detuvo al otro lado de la calle, fingiendo una escandalosa falta de interés por lo que ocurría frente a él.

La mujer, sin dejar de hablar con su posible cliente, lo reconoció y, de pronto, dio por terminada la conversación.

—Me parece que esta noche no podrá ser —dijo.

El hombre masculló algo, dudó unos instantes y acabó por irse. Sólo cuando hubo dado la vuelta a la esquina, ella se acercó a la calle e hizo un gesto en dirección a Yáxtor.

—Has venido —dijo.

Él asintió, en silencio.

La mujer lo sopesó como si estuviera valorando una mercancía dudosa. Sonrió de repente.

—Pasa.

Sin esperar a ver lo que hacía Yáxtor, dio media vuelta y entró en la casa. Tras unos instantes de vacilación, él la siguió.

 

 

Regresó a la Torre al amanecer. Los adeptos de guardia lo contemplaron unos instantes y luego le franquearon el paso mientras se intercambiaban una sonrisa.

No quería ir al dormitorio común. Los pocos acólitos que había en él eran, en aquellos momentos, una multitud molesta a la que no quería enfrentarse.

Así que subió torre arriba, hasta la sala de atraque de los aerobajeles. Allí, mientras la luz del sol iba despertando poco a poco a la ciudad adormilada, se sentó, sacó una pipa de entre sus ropas y empezó a cargarla.

Maklén le había permitido fumar el año anterior, y el joven no había tardado en tomarle el gusto al hábito.

Lo hacía pocas veces, generalmente cuando necesitaba aclarar sus ideas. Y casi nunca si había otras personas presentes. Para muchos habitantes de Lambodonas, el tabaco era una repugnante costumbre de las tierras altas, un hábito de paletos e hidalgos rurales venidos a menos.

La noche había sido… desconcertante.

Ella lo había hecho pasar, lo había guiado a través de un largo pasillo y, tras dejar atrás un par de puertas, le había franqueado el paso a un pequeño salón. Luego, le había indicado que se sentase en un rincón, entre un grupo de cojines, y había desaparecido en dirección a lo que Yáxtor supuso que era la cocina. Por dentro, la casa desmentía su apariencia cochambrosa exterior. Humilde, sin duda, pero limpia, bien cuidada, todo ordenado con una precisión casi maniática. El único lugar invado por el caos era donde Yáxtor se había sentado: una especie de deliberado desorden concebido para la comodidad y la despreocupación.

Volvió a los pocos minutos, con una tetera humeante y dos tazas. En silencio, tomó asiento frente a Yáxtor, sirvió la infusión y la bebió sin dejar de mirar al joven.

—Espero que merezcas la pena —le dijo—. Esta noche he dejado de ganar un buen dinero.

En lo alto de la Torre, mientras veía despertarse a la ciudad, Yáxtor se preguntó si habría merecido la pena. Al menos para él, sí.

Habían estado hablando toda la noche. Ella, de su huerto y sus clientes. Él… de las tierras familiares en el norte, de las montañas, de los húmedos inviernos y las noches preñadas de presagios. Soltarse le había costado menos de lo que pensaba y contarle a ella lo que pasaba por su cabeza había resultado natural a los pocos minutos. Más que natural, casi inevitable.

Ninguno de los dos intentó acercarse al otro. Ella se arrebujaba entre los cojines como una gata satisfecha y Yáxtor se limitaba a disfrutar de la contemplación de su cuerpo. Para su sorpresa, descubrió que era suficiente; que, al menos aquella noche, no necesitaba nada más.

Cuando ya se iba, ella le había dicho:

—Tu nivel de mensajeros es… sorprendente.

Él se había encogido de hombros. Llevaba oyendo palabras como esas durante la mayor parte de su vida. Era consciente de que, lo que a otros les costaba horas de esfuerzo y manipulación, él lo hacía como si fuera lo más natural del mundo. Y, en realidad, así era.

Luego lo había acompañado hasta la calle. Había sonreído un momento antes de tomarlo por el mentón y depositar sobre sus labios un beso largo y cálido.

—Puedes volver —le había dicho.

Volver, pensaba ahora en lo alto de la Torre. Cuándo. Ella no lo había dicho. Se dio cuenta en ese momento de que tampoco le había dicho su nombre.

 

 

El resto del tiempo que Yáxtor pasó en Lambodonas aquel verano se repartió entre ella y la Torre.

Por las mañanas tenía cosas que hacer como acólito. Al fin y al cabo, había decidido quedarse allí cuando podría haberse ido, y ni sus profesores ni su tutor iban a permitir que permaneciese ocioso.

Trabajó con los artífices, aprendiendo a modificar mensajeros para que se adaptasen a tareas precisas, a imbricarlos en objetos concretos, a hacer que fueran parte de las herramientas que fabricaba.

Estudió en los archivos. Memorizó, clasificó, resumió, redactó informes, extrapoló posibles comportamientos futuros a partir de los datos a su alcance.

Se ejercitó en el claustro. Entrenó con espadas y dagas, con lanzadores de proyectiles y lanzas. Entrenó sólo con su cuerpo, convertido él mismo en un arma de propósitos mortales.

A veces sus preceptores le imponían supuestos prácticos. Le hacían disfrazarse, acudir a un lugar determinado y, sin ser descubierto, averiguar todo lo que pasaba. Luego, ya en la Torre, analizaban sus errores, le explicaban en qué había fallado su disfraz, cómo podrían haberle reconocido si hubieran estado más atentos.

Aunque lo cierto es que con Yáxtor tenían pocos errores que analizar. Se dedicase a lo que se dedicase, todo parecía dársele bien y no parecía costarle apenas esfuerzo.

Sus problemas, si los había, no estaban en sus habilidades como futuro adepto empírico, sino en su falta de interés por socializar con los demás acólitos. No era hosco ni distante, pero no concedía su confianza con facilidad y, salvo Ítur, nadie sabía realmente lo que pasaba por su cabeza.

En cuanto a ella…

Supo su nombre a la noche siguiente. Se llamaba Endra Barenden y sus abuelos habían emigrado de Wahrang a Alboné en busca, literalmente, de tierras más fértiles. Las encontraron en el sur de la isla, para ellos y para sus hijos. Pero no para una nieta que no quería pasarse el resto de su vida destripando terrones y que había huido de casa con rumbo a la capital a los dieciséis años.

—Barenden es la forma wahranger de Brandan —dijo Yáxtor cuando ella se lo contó.

Endra sonrió, traviesa.

—¿Entonces somos primos? ¿Lo bastante cercanos para cometer incesto?

Era ella quien marcaba el ritmo de la relación, y Yáxtor se dejaba llegar sin mostrar ninguna impaciencia. Tal vez porque no la sentía. La forma en que Endra hacía las cosas lo hacía sentirse relajado, a gusto, sin la menor sensación de urgencia. Tumbarse en los cojines a su lado, acariciarse mientras no dejaban de hablar, saborear a veces su boca, parecía ser suficiente. No lo era; o, más exactamente, tarde o temprano dejaría de serlo. Pero en aquellos momentos, no importaba.

Igual que no le importaba gran cosa cómo se ganaba la vida. Descubrir de pronto que no sentía celos, que no envidiaba a los hombres que compartían su lecho ni se sentía disminuido por el hecho de que ella vendiera sus favores a otros, había sido un mazazo, en cierto modo. Una sorpresa en un momento en que, con la arrogancia de la adolescencia, creía que no había nada sobre sí mismo que pudiera sorprenderle ya.

No podía evitar preguntarse qué había visto Endra en él. Tenía, tal como había supuesto, veinte años: para ella no debería haber sido más que un crío a medio destetar. Así pues, ¿qué había encontrado de interesante en Yáxtor, por qué le había puesto las cosas tan fáciles, por qué le había dejado pasar a lugares de su casa que, estaba seguro, ningún otro hombre había visto?

¿Por qué?

Era una pregunta incómoda en la que Yáxtor prefería no pensar y a la que intentaba no dar respuesta; pero no se iba jamás de su mente. Zumbaba al fondo, como una mosca molesta. Apenas perceptible, pero nunca ausente.

La noche antes de que él dejase Lambodonas, se dio cuenta de que ella se comportaba de un modo distinto. Esta vez las cosas iban a ser diferentes.

Lo fueron.

Ella le tomó de la mano, lo llevó al dormitorio y, de dos zarpazos expertos, le quitó la ropa. Luego, se desnudó y se tumbó en la cama.

—¿A qué esperas? —dijo.

No tuvo que hacerlo mucho.

La experiencia sexual de Yáxtor se había limitado, un año atrás, a Manli, la carneútil que, junto con el viejo Maklén, lo había criado. Ella se había dejado tomar por el impaciente joven y había intentado complacerle en todo. Al fin y al cabo, para eso había sido diseñada, como todos los de su especie. Maklén, al descubrir los escarceos del joven amo con Manli, lo había llamado y había intentado hacerle comprender que hacer eso con los carneútiles estaba mal, no era bueno ni para él ni para ellos. Yáxtor se había dejado amonestar, aunque no había terminado de comprender lo que Maklén le decía.

Tampoco lo comprendió ahora, aunque no tardó en darse cuenta de la diferencia entre estar con una criatura concebida para complacerle y tener que preocuparse por el placer de su compañera de lecho aparte del suyo. Se sentía torpe, carente de experiencia y no podía quitarse de la cabeza la idea de que todo lo que hacía estaba siendo sopesado, comparado con lo que otros habían hecho y considerado inferior.

Es una tontería
, se dijo.

Pero el pensamiento estaba allí, y la rabia y la vergüenza no tardaron en hacerle compañía. Se sentía atrapado, en mitad de un laberinto del que no conocía ni las reglas ni la salida.

Hizo lo único que sabía hacer. Lo que siempre había hecho. Lo que, a lo largo de toda su vida, le había resultado natural hacer.

Soltó sus mensajeros. Los lanzó hacia la mujer con un único propósito: darle placer, llevarla al éxtasis. Poco a poco, a medida que las diminutas criaturas exudadas por su cuerpo cumplían su propósito, rabia y vergüenza desaparecieron, la inseguridad se fue y se abandonó por completo a su propio placer sin importarle nada más.

No lo necesitaba. Sus mensajeros estaban haciendo el trabajo por él.

Cuando ella lo despidió, a la mañana siguiente, lo hizo con una sonrisa. Antes de dejarlo marchar, le dijo:

—Saluda a las montañas de mi parte.

Muy serio, como si aquello fuera el encargo más importante que le habían hecho en su vida, respondió:

—Lo haré.

 

 

Pasó el resto del verano en casa Brandan y lo primero que hizo fue cumplir lo que Endra le había pedido. Subió, en compañía de Maklén, al pico Br’ndon y, en la cima, saludó silenciosamente a los alrededores en nombre de su amante.

Si el viejo Maklén se dio cuenta de lo que estaba haciendo, guardó silencio. Y si vio cambiado al joven señor, tal vez un poco más adulto, se lo guardó para sí.

El resto del tiempo discurrió a mitad de camino entre la placidez y la impaciencia. Reencontrarse con el territorio familiar era como volver a un lugar donde el tiempo no pasaba, donde eran los años los que se desgastaban al pasar a su alrededor y no al revés. Y, al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en Endra.

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