Elminster. La Forja de un Mago (58 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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—¿Quién eres? —gruñó como un animal—. ¡Fuera de mi trono!

—Soy Elminster, hijo de Elthryn, al que hiciste asesinar a manos de esa serpiente de la jaula —replicó el príncipe con voz cortante—, y este trono me pertenece por derecho tanto como a ti.

Descendió los escalones de un salto, la espada centelleando, y fue al encuentro de Belaur.

18
El precio de un trono

¿Cuánto cuesta un trono? A veces una sola vida, cuando la enfermedad, la vejez o una espada afortunada toman la vida de un rey en un reino poderoso. A veces un trono cuesta la vida de toda la gente de un reino. Más a menudo, se cobra la vida de unos cuantos ambiciosos y codiciosos, y de cuantos más de ésos se libre el reino, tanto mejor.

Thaldeth Faerossdar

El modo de los dioses

Año de la Caída de la Luna

Las espadas chocaron con un resonante golpe metálico. Los dos hombres salieron rebotados hacia atrás, tambaleándose por el entumecedor impacto, y Elminster pronunció con cuidado unas palabras que resonaron y se propagaron por el salón. De repente, los dos hombres se encontraron rodeados por un muro de luminosidad blanca que parecía ser un torbellino de centelleantes espadas fantasmales.

—¿Más magia? —preguntó Belaur con desprecio.

—Es la última que libero en Faerun hasta que estés muerto —le dijo Elminster sosegadamente, y dio un paso adelante.

Se encontraron en un arremolinado entrechocar de aceros. Las chispas saltaron mientras rey y príncipe intentaban tirar tajos abriéndose paso entre la guardia del otro, los dientes apretados y el cuerpo en equilibrio. Belaur era un guerrero veterano de anchos hombros que, a pesar de haber engordado, tenía la cautela de un lobo. Su contrincante era más joven, menos corpulento y no tan alto, y veloz en la defensa cada vez que Belaur hacía uso de su peso para desbaratar las paradas de Elminster. Sólo la agilidad del joven príncipe lo mantenía con vida, esquivando, agachándose y fintando lateralmente la sedienta hoja de acero, mientras el enfurecido rey descargaba una lluvia de tajos y cuchilladas a su enemigo.

Cuando los brazos de Elminster estuvieron demasiado entumecidos para aguantar la violenta arremetida, el joven no tuvo más remedio que ceder. Retrocedió y se desplazó hacia la derecha. Belaur se giró para no darle tregua, sonriendo con ferocidad, pero Elminster se volvió y echó a correr hacia la parte trasera del trono.

—¡Ja! —gritó Belaur, triunfante, avanzando hacia él.

Estaba sólo a unos cuantos pasos cuando Elminster salió de detrás del trono para arrojar una daga contra el rey. La espada de Belaur centelleó al alzarse para desviar la mortal daga a un lado. El ileso monarca ni siquiera frenó su impetuoso avance. Hizo un gesto de desdeñoso triunfo mientras cargaba para derribar a su enemigo.

Elminster paró a la desesperada, y se agachó al tiempo que rodeaba el trono por delante. El rey saltó en pos de él y arremetió, pero su ágil oponente esquivó la estocada haciendo un quiebro. El monarca bramó de rabia, se agachó, y de una de sus botas sacó una daga que arrojó con asombrosa rapidez. Elminster se agachó hacia un lado, pero no lo bastante deprisa. La daga le abrió un ardiente tajo en la mejilla y siguió su camino girando sobre sí misma. Entre tanto, el rey se había abalanzado de nuevo sobre él, su espada centelleando.

La parada de El casi llegó demasiado tarde. El impacto le lastimó la mano, que el príncipe sacudió para quitarse el entumecimiento. Después, precipitadamente, aferró la espada con las dos manos y la impulsó hacia arriba justo a tiempo de desviar el siguiente golpe del rey. El arma de Belaur parecía estar en todas partes.

La Espada del Ciervo, había oído Elminster que se la llamaba; era una espada forjada recientemente y, según los rumores, encantada por los señores de la magia. Elminster empezaba a creer que era verdad. Las armas chocaron de nuevo, y las chispas saltaron cuando los aceros chirriaron y se trabaron, una guarda contra otra.

Los dos hombres gruñeron, enseñándose los dientes y mirándose fijamente a los ojos, empujando, negándose a retroceder un solo paso. Los hombros de Belaur, ahora brillantes de sudor, se hincharon y se tensaron, y la espada de Elminster fue forzada hacia atrás y hacia adentro, lentamente. Belaur bramó jubilosamente al ver que su mayor fuerza empujaba las dos cuchillas trabadas hacia el cuello de Elminster; la sangre brotó. Jadeante, el príncipe se dejó caer al suelo de repente, enroscando las piernas en torno a las de Belaur, en tanto que las espadas pasaban centelleantes sobre su cabeza.

Perdido el equilibrio, el rey cayó pesadamente sobre las baldosas y se golpeó con fuerza en los codos. Las espadas trabadas salieron lanzadas al aire, lejos, cuando Elminster se liberó de una patada. Ahora los dos estaban tirados de costado en el suelo, cara a cara. Belaur rodó sobre sí mismo y alargó las manos al cuello del príncipe. Elminster intentó apartar aquellas manos y, durante un momento, los dos hombres forcejearon. Entonces el príncipe volvió a ser superado.

Unos dedos fuertes se clavaron en su garganta. Elminster le escupió a Belaur en la cara y echó la cabeza hacia atrás, debatiéndose. El rey descargó un puñetazo en la frente del joven y a continuación logró agarrarle la garganta firmemente. Elminster arañó los velludos brazos, sin resultado alguno, e intentó soltarse pateando sobre las resbaladizas baldosas. Sólo consiguió arrastrar al rey un corto trecho. Belaur seguía apretando con un gruñido de triunfo. Al príncipe le ardían los pulmones; el mundo empezó a girar lentamente y a oscurecerse.

Sus dedos, tanteando desesperadamente, toparon con algo familiar: ¡la Espada del León! Con cuidado, mientras la oscuridad se cernía sobre él para engullirlo, Elminster sacó el afilado fragmento de la espada de su padre y deslizó su filo desigual sobre la garganta de Belaur, de oreja a oreja. Cerró los ojos cuando la cálida sangre del rey lo empapó. Belaur gorgoteaba y se sacudía débilmente; sus manos soltaron el cuello de Elminster.

¡Por fin libre de incorporarse! Elminster rodó sobre sí mismo, se levantó y sacudió la cabeza para despejar el aturdimiento a la par que tosía débilmente para coger aire; miró en derredor para asegurarse de que no había cerca ningún soldado.

Un cortesano se retiraba en ese momento de la barrera mágica, siseando de dolor a causa de una red de cortes de los que manaba sangre. Otro hombre que había intentado romper la barrera yacía de bruces en las baldosas, inmóvil. El príncipe sacudió la cabeza y se volvió.

Cuando hubo recobrado el aliento y el equilibrio, y mientras se limpiaba el rostro de la sangre de Belaur, Elminster vio que los cortesanos estaban apiñados contra las paredes, debajo de la galería. Unos cuantos habían desenvainado las espadas, pero ninguno de ellos parecía tener muchas ganas de entrar en batalla. El rey hizo un último y gorgoteante ruido y murió, quedando tendido en el suelo, de bruces sobre su propia sangre. Elminster inhaló aire profunda, temblorosamente, y se volvió con la Espada del León en su mano. Daba la impresión de ser muy largo el tramo de alfombra verde que lo separaba del lugar donde Undarl Jinete del Dragón, que evidentemente había realizado un conjuro para curarse, intentaba todo cuanto estaba en su mano para romper la jaula mágica de Elminster.

Un hechizo lanzado por el atrapado hechicero centelleó y sacudió en vano la brillante jaula, y después rebotó contra él. El mago real se estremeció. Elminster esbozó una sonrisa tirante y se introdujo con cierto esfuerzo, como quien vadea por el agua, en la jaula que había creado. Las energías mágicas penetraron brevemente por sus miembros como hambrientos relámpagos, recorriendo su cuerpo hasta hacerlo temblar de manera incontrolable.

Las manos de Undarl se movían con más rapidez que las de cualquier otro mago que Elminster había visto, pero la distancia que el príncipe tenía que salvar no era mucha. La Espada del León se hincó con fuerza en la boca del hechicero que articulaba rápidamente unas palabras. Undarl hizo un ruido ahogado, y entonces Elminster saltó sobre él, sollozando y apuñalándolo repetidamente.

—¡Por Elthryn! ¡Por Amrythale! —gritó el último príncipe de Athalantar—. ¡Por el reino! ¡Y... y por mí, que los dioses te maldigan!

El cuerpo que tenía debajo empezó a retorcerse, sinuoso. De pronto, temeroso de posibles contingencias, Elminster se incorporó de un salto; al hacerlo, la sangre que escurrió de su goteante arma ¡era negra!

Elminster contempló, horrorizado, los sangrientos despojos del jefe de los señores de la magia. El hechicero Undarl se incorporó en medio de tambaleos, dio un paso vacilante y arañó débilmente al príncipe con unas manos que de repente eran garrudas y escamosas. Su rostro, retorcido de dolor, se alargó formando un hocico escamoso en el momento en que el hechicero caía, y una lengua bífida y larga colgó fláccida sobre las baldosas del suelo antes de que el retorcido cuerpo quedara envuelto repentinamente por unas luces parpadeantes. En medio de aquellas luces, la cosa escamosa desapareció lenta y progresivamente, en silencio, dejando sólo un charco de sangre negra sobre las baldosas.

Elminster se quedó mirando fijamente el punto donde había estado su mayor enemigo, sintiéndose de pronto tan cansado que apenas si podía sostenerse en pie... El príncipe cayó al suelo, y el mellado fragmento de espada que había acabado tanto con el rey como con el mago real resbaló de su mano y tintineó en las baldosas. La reluciente barrera de cuchillas se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos.

Sobrevino un silencio. Transcurrieron unos largos instantes antes de que un cortesano saliera, vacilante, de detrás de las columnas al tiempo que desenvainaba su delgada espada cortesana. Dio un paso al frente, y luego otro... y levantó el arma para atravesar al caído forastero.

Una hoja de acero brilló en su garganta, y el cortesano retrocedió de un salto al tiempo que chillaba. La espada del rey relució a la luz cuando el panadero que la sostenía salió de detrás del trono, mirándolos ferozmente.

—¡Atrás! —bramó Hannibur—. ¡Todos vosotros!

Mercaderes y cortesanos por igual contemplaron fijamente al fornido y desaliñado personaje plantado junto al forastero caído, blandiendo la Espada del Ciervo, algo inseguro, pero con fiera determinación... hasta que una gran luz se derramó sobre la sala. Los rostros se volvieron hacia ella y los ojos se desorbitaron aún más.

A través de las dobles puertas abiertas caminaba la persona que era la fuente de la luminosidad: una dama alta, delgada, de piel marfileña, ojos negros y un aire de gran seguridad. Conducía de la mano a otra mujer, una joven desconcertada, descalza, vestida con un fino vestido que no era de su talla, que chilló al ver al panadero y echó a correr hacia él.

—¡Hannibur! ¡Hannibur!

—¡Shan! —bramó él, y la Espada del Ciervo repicó al chocar contra el suelo, olvidada. Cayeron en brazos el uno del otro, sollozando.

Un radiante fulgor parecía emanar del cuerpo de la regia dama, que sonrió al ver a la pareja abrazada y se encaminó pausadamente, por la alfombra manchada de sangre, hacia donde Elminster estaba tendido en el suelo. Agitó una mano y de repente algo relució y vibró en el aire, alrededor de ambos. Allí plantada, a la luz conjurada por ella misma, la mujer semejaba una especie de diosa hechicera, con la barbilla levantada y recorriendo la sala con aquellos oscuros, misteriosos ojos. Los que se encontraron con su mirada se quedaron paralizados, incapaces de hacer nada para apartar la vista. Myrjala miró en torno hasta que tuvo a todos los presentes bajo su dominio.

Entonces habló y, posteriormente, todos los que estaban allí, hombres y mujeres, juraron que se dirigió exclusivamente a cada uno de ellos.

—Éste es el alba de una nueva etapa en Athalantar —dijo—. Quiero ver a aquellos que eran bienvenidos en este salón cuando Uthgrael era rey. Traedlos aquí, ante el trono, antes de que caiga la noche. Si Belaur y sus señores de la magia han dejado que algunos de ellos sigan vivos hasta ahora, traedlos, y dadles una buena acogida. ¡Un nuevo rey los convoca!

Myrjala chasqueó los dedos y sus ojos se ensombrecieron. De pronto, los presentes empezaron a moverse, dirigiéndose hacia las puertas y empujándose por las prisas.

Cuando la mujer chasqueó de nuevo los dedos, sólo Hannibur y Shandathe, sonriendo y llorando de alegría, seguían en la sala; se volvieron y vieron cómo un cofre ornamentado se materializaba en el aire, obedientemente.

Myrjala alzó la vista, sonrió y les hizo un gesto para que se quedaran. Luego sacó un frasco del cofre. Al tiempo que se arrodillaba junto a Elminster y destapaba el recipiente, el brillante resplandor de su piel empezó a apagarse.

Las calles no tardaron en llenarse de gentes curiosas, algunas oliendo todavía a la cena abandonada con precipitación. Algo vacilantes, cruzaron los portones de Athalgard, rodearon el combate que sostenían los soldados de los señores de la magia contra unos guerreros desconocidos, y entraron en tropel en el salón del trono. Había niños que miraban todo con excitación; tenderos que echaban ojeadas cautelosas a uno y otro lado; y ancianos de ojos brillantes, hombres y mujeres, que caminaban renqueantes, arrastrando los pies, apoyados en bastones o en los brazos de gente más joven.

Orgullosos y humildes por igual penetraron en el salón del trono, mirando, boquiabiertos, la sangre y los cuerpos ensangrentados y colgados de los soldados, y, sobre todo, el cadáver medio desnudo del rey Belaur, despatarrado junto al trono.

Un hombre joven de nariz aguileña, al que no conocían, estaba sentado en el trono, y una mujer alta y esbelta, de negros y grandes ojos, estaba de pie a su lado. El joven parecía un vagabundo exhausto, a pesar de la Espada del Ciervo puesta sobre sus rodillas, pero ella tenía el porte de una reina.

Cuando la estancia estuvo tan abarrotada que los apretados cuerpos de los que se encontraban detrás de Shandathe la empujaron contra la reluciente barrera y la joven dio un breve chillido de alarma, Myrjala consideró que había llegado el momento oportuno. Se adelantó un paso y señaló al hombre de aspecto cansado que se sentaba en el trono.

—¡Gentes de Athalantar, ante vosotros está Elminster, hijo del príncipe Elthryn! Ha recuperado el trono de su padre por la fuerza de las armas. ¿Alguno de los presentes niega su derecho a sentarse en el Trono del Ciervo y gobernar el reino que era de su progenitor? —Por única respuesta hubo silencio—. ¡Hablad, o arrodillaos ante el nuevo rey!

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