Elminster. La Forja de un Mago (56 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Anglathammaroth
se retorció violentamente, y sólo el arnés impidió que Undarl cayera de la alta silla de montar. Las extremidades del dragón negro se encogieron mientras intentaba desgarrar o golpear a su enemigo con una garra al menos, pero el wyrm plateado se alejaba de ellos trazando un arco. ¡Iba a escabullirse completamente! Mientras los tejados de Hastarl les salían al encuentro a velocidad vertiginosa, Undarl bramó de rabia y volvió a disparar su varita, apuntando a la cara del wyrm plateado. Los ojos de éste, orgullosos y afligidos, se encontraron con los suyos; sabía que no podía fallar.

El rayo verde se disparó... y hubo un estallido cuando chocó contra una barrera invisible, una esfera que rodeaba a Undarl y que... ¡dioses!

El mago real aulló de terror cuando el rayo rebotado se descargó sobre él. Faerun pareció estallar a su alrededor. Los trozos rotos de las correas del arnés lo golpearon en el rostro y los hombros; se retorció de dolor y sintió un daño mucho mayor cuando una de las varitas que llevaba en la manga explotó, destrozándole el brazo y desmontándolo de la silla. Luego, misericordiosamente, Undarl Jinete del Dragón dejó de ver el cielo, los dragones retorciéndose y los tejados allá abajo...

El dragón negro chilló, un ruido bronco de terror y agonía que retumbó en la ciudad, despertando a todos los vecinos de Hastarl que todavía dormían. La bestia se arqueó y se retorció, pero tenía la espalda rota, los músculos desgarrados allí donde había estado la silla de montar, la sangre esparciéndose en el aire. Las alas insensibilizadas temblaron impotentes. Incapaz de virar,
Anglathammaroth
se precipitó sobre Athalgard.

El impacto hizo que toda Hastarl temblara. Volando torpemente, envuelto en una nube de agónico dolor, Braer vio aquellas alas negras desmenuzarse como las de un insecto aplastado, y la torre del castillo contra la que chocó, bambolearse, resquebrajarse y, en medio de un atronador estruendo, desplomarse en el patio, allá abajo. Los condenados soldados chillaron al ver echárseles encima la muerte; Braer cerró los ojos para no presenciar tanta destrucción.

El dolor se adueñó totalmente de él, y Braer sintió que su magia perdía fuerza, de manera que su ensangrentado cuerpo empezó a cambiar y a transformarse. Cuando las alas se redujeron a los esbeltos hombros de un elfo, empezó a caer.

Los tejados estaban ya muy cerca; no tenía mucho tiempo para una última oración.

—Madre Mystra —jadeó, luchando por abrir los ojos. Captó un fugaz atisbo de humo saliendo de sus propios miembros, y entonces fue cogido y acunado gentilmente por algo, en tanto que el silbido del viento amainaba. Las lágrimas lo cegaban. Furioso, Baerithryn parpadeó para librarse de ellas y se encontró mirando el rostro de la persona que lo había salvado.

Unos ojos negros brillaban con poder en el rostro inclinado sobre el suyo. Era la compañera de Elminster, Myrjala, y sin embargo...

Los ojos de Braer se desorbitaron por el sobrecogimiento al reconocerla.


¿Señora?

Estaba oscuro y hacía frío a esta profundidad en los sótanos de Athalgard. Aquí, debajo de las alcantarillas, las sólidas paredes de piedra rezumaban agua, y cosas que llevaban mucho tiempo sin que nada ni nadie las molestara se escabulleron o se deslizaron cuando la repentina llamarada ardió en medio de ellas; carne cuyos contornos se volvían borrosos, que se enroscaba y sufría espasmos conforme todo lo que quedaba de Undarl Jinete de Dragón luchaba por reconstruir su cuerpo. El mago real se debatió largo tiempo. La luz titilaba y se debilitaba en tanto que el hombre daba forma a un brazo sobre un hombro, cabeza y espalda que habían sobrevivido. Después luchó con toda su voluntad, jadeando, para proporcionarse piernas de nuevo.

Varias veces se deslizó hacia su verdadera forma, pero en cada ocasión conservó la apariencia que deseaba; un Undarl más alto, más regio. El dolor remitió a medida que crecía la seguridad en sí mismo... Estaba triunfando... Podía manejar toda clase de materia a voluntad, disponiendo del tiempo suficiente para hacerlo.

Un segundo brazo creció, y en el extremo aparecieron una mano y después los dedos. Undarl luchó por controlar las sacudidas espasmódicas del miembro, pero no pudo. «Concededme, dioses, un poco más de tiempo, nada más...»

Los señores de la magia discutían con acritud cuando Elminster surgió como un espectro vengativo del cristal de Ithboltar. Fragmentos del techo se desprendieron aquí y allí y fueron a caer sobre el suelo. Los orgullosos hechiceros retrocedieron precipitadamente. Los ojos de El estaban prendidos en el Anciano a la par que susurraba cuidadosamente las últimas palabras de un poderoso encantamiento.

Terminó, y el suelo de piedra de la cámara se rajó de punta a punta con un crujido que ensordeció a todos. Gemas que relucían como diminutas bolas de fuego volaron en todas direcciones desde la corona del Anciano.

Ithboltar se tambaleó, gritó de dolor y se aferró la cabeza.

Unos cuantos señores de la magia vieron a Elminster cuando éste desaparecía de nuevo en el cristal, pero sus furiosas e incrédulas miradas fueron atraídas por las parpadeantes fuerzas que salían girando en espiral de la rota calavera que adornaba la cabeza de Ithboltar. Salía humo de los ojos de su tambaleante ex tutor. La corona palpitó, creando un vórtice de fuerza que se iba acumulando dentro de la cámara.

Se entonaron encantamientos precipitadamente por toda la destrozada estancia al tiempo que el vórtice se estremecía, arrojando hacia afuera ondas de fuerza que empujaban a un mago contra otro y los estrellaban contra las paredes.

La corona explotó y blancos rayos de destrucción salieron como lanzas en todas direcciones. Los señores de la magia aullaron, y se los vio y se los dejó de ver alternativamente conforme las descargas mágicas se producían.

Presenciando la escena desde un balcón al otro lado del patio, Myrjala musitó las últimas palabras de un conjuro propio. Un Elminster ensangrentado y desaliñado se materializó en el aire a su lado, jadeando.

Los dos contemplaron fijamente la destrozada cámara. El cuerpo descabezado de Ithboltar se tambaleó un instante, dio un paso vacilante y se desplomó. Pegado contra una pared, un señor de la magia, postrado de rodillas, farfullaba incomprensiblemente, y otro de los hechiceros se había convertido en un humeante montón de huesos y cenizas.

Los otros magos se debatían para escapar, trazando frenéticos movimientos mágicos con las manos. El vórtice, adornado con los arremolinados rayos que la corona había arrojado, cobró velocidad y fuerza, como un furioso ciclón, a medida que se desplazaba por la cámara hacia ellos, barriéndolo todo a su paso. Un estruendo semejante a un trueno profundo e interminable creció y se desplazó con él, levantando ecos en las murallas y torres de Athalgard. Todo el castillo empezó a temblar.

Myrjala frunció el entrecejo e hizo un movimiento con las manos, como si tirara hacia sí. El ojo vigilante que tenía bajo su dominio se deslizó entre la irregular grieta de la pared y se quedó suspendido en el aire, fuera de la torre.

—La corona —musitó la maga— debe de retenerlos dentro de la habitación.

El vórtice alcanzó a los magos y giró a través de ellos hacia la pared trasera de la cámara de conjuros de Ithboltar, hasta chocar contra aquellas vetustas piedras. La torre se estremeció... y lentamente, con terrible determinación, la demolida cámara se dobló sobre sí misma y se derrumbó, arrastrando consigo la parte alta de la torre de Ithboltar en medio de un fragor colosal y el retumbo de piedras desplomándose.

En el lugar ocupado antes por la cámara se produjo una explosión ensordecedora que arrojó al aire una lluvia de piedras, y, entre ellas, un señor de la magia salió volando por el patio como un muñeco de trapo. Todavía se esforzaba débilmente para ejecutar un conjuro cuando su cuerpo se estrelló contra otra torre. La sangre del hechicero salpicó el rostro de un sirviente, que contemplaba la escena desde una ventana con fascinado horror. Lo que quedaba del mago resbaló por la pared de piedra y después desapareció en un pequeño remolino de lucecitas parpadeantes cuando se activó una última manifestación de su magia. Demasiado tarde.

Seguían cayendo las piedras desprendidas de las paredes de la torre demolida cuando el propio patio se sacudió y tembló. Las losas del pavimento chirriaron; se levantaban nubes de polvo, impulsadas por unos repentinos géiseres de resplandor mágico, cuando algo estalló en las profundidades invisibles de los cimientos del castillo.

El fragmento quebrado de la torre de Ithboltar se inclinó hacia un lado y se derrumbó en un montón de ruinas. Surgieron llamas aquí y allí por el patio, en medio de los hombres de armas que corrían frenéticamente. Los soldados de Athalantar avanzaron a trompicones entre el humo y el polvo, blandiendo sus alabardas vanamente, como si hendiendo el aire pudieran acabar con algún enemigo invisible y arreglar así las cosas. En alguna parte, se alzó un grito bronco que se intensificó y siguió sonando en medio de nuevos retumbos.

—Ven —dijo Myrjala, que tomó a Elminster de la mano y se subió a la balaustrada del balcón.

Elminster hizo otro tanto, y la maga pisó tranquilamente fuera de la balaustrada, en el aire. Cogidos de la mano, descendieron flotando lentamente entre el tumulto. En Athalgard irrumpían soldados por todas partes, corriendo y gritando. Los dos hechiceros estaban todavía a varios palmos de las baldosas del pavimento cuando una banda de soldados apareció repentinamente por una esquina cercana y se les echó encima.

El capitán de la guardia vio a los hechiceros en su camino y frenó la carrera al tiempo que extendía los brazos para detener a sus hombres.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó.

—Ithboltar dijo mal un par de palabras de un conjuro, me parece —contestó Elminster, encogiéndose de hombros.

El oficial los miró fijamente y luego echó un vistazo a la torre derrumbada; sus ojos se entrecerraron.

—No os conozco —dijo con voz cortante—. ¿Quiénes sois?

—Soy Elminster Aumar, príncipe de Athalantar, hijo de Elthryn —respondió con una sonrisa.

El capitán de la guardia lo contempló boquiabierto. Luego, con un esfuerzo evidente, tragó saliva y preguntó:

—¿Has..., has sido tú el que ha hecho esto?

Elminster echó una ojeada a los escombros, esbozó una agradable sonrisa y luego volvió la vista hacia las alabardas que le interceptaban el paso.

—Y si así fuera ¿qué?

Levantó una mano. A su lado, Myrjala ya había hecho otro tanto. Unas lucecitas giraban y parpadeaban en torno a su palma ahuecada.

Los soldados gritaron al unísono, llenos de miedo, y al cabo de un momento tiraban las alabardas y ponían pies en polvorosa, tropezando y resbalando en las losas en su precipitación por dar la vuelta por la misma esquina por la que habían llegado.

—Podéis iros —dijo Myrjala con aire importante al patio vacío donde se habían quedado solos. Luego se echó a reír. Un instante después, Elminster la coreaba con sus carcajadas.

—¡No podemos aguantar mucho más tiempo! —gritó Anauviir a Helm desesperadamente. La sangre de un tajo causado por el golpe de hacha que le había partido el yelmo le resbalaba en los ojos.

—¡Dime algo que no sepa! —repuso con un bramido el viejo caballero.

Junto a él, un Darrigo Torretrompeta de rostro congestionado jadeaba al tiempo que blandía un espadón que había cogido de la mano de algún muerto. El viejo granjero estaba protegiendo el flanco derecho de Helm Espada de Piedra con su debilitado brazo y con su vida. Tal era el precio, al parecer, que habría de pagar muy pronto.

Los caballeros sobrevivientes aguantaban juntos, codo con codo, en los resbaladizos y ensangrentados adoquines del patio exterior de Athalgard. Los soldados cargaban contra ellos desde todas partes ahora, fluyendo por los portones de los barracones y de las torres de vigía. Unos cuantos hombres mayores con armaduras descabaladas y oxidadas no podían resistir mucho más tiempo frente a un número tan abrumadoramente superior.

—¡No podemos resistir! —gritó un caballero, desalentado, al tiempo que arrojaba a un soldado al suelo y lo acuchillaba con menguadas fuerzas.

—¡Aguantad y luchad! —bramó Helm, su voz ronca alzándose sobre todos ellos—. ¡Aun en el caso de que caigamos, cada soldado que nos llevemos por delante es un déspota menos en el reino!

Un capitán mayor salvó las defensas de Darrigo y abrió un corte en la mejilla del anciano con la punta de su espada. Helm se abalanzó y atravesó al hombre, pero su arma se quedó atorada en la columna vertebral y el espaldar de la armadura de su adversario. Soltó la espada y le arrebató la suya al oficial, quitándosela de las manos antes de que cayera al suelo, para seguir luchando.

—¿Dónde te has metido, príncipe? —masculló mientras acababa con otro soldado. No, los caballeros no aguantarían mucho más...

El rey Belaur, como tenía por costumbre, tomó la cena más o menos a la misma hora que sus vasallos se disponían a desayunar.

Se atiborró de pescado fresco cubierto con una gruesa capa de crema batida, para continuar con venado y liebre asados con vino y especias. Cuando estuvo lleno a reventar, se retiró a los aposentos reales para dormir y bajar la tripa. Ahora se despertó, se estiró y se dirigió, desnudo, hacia el otro dormitorio más amplio y público. Belaur esperaba encontrar allí fresco vino de menta y otro entretenimiento más cálido y animado.

Hoy, levantándose en un mundo que despertaba en medio de los retumbos de un extraño sueño de sacudidas y temblores, no se vio defraudado. De hecho, lo complació ver a dos mujeres esperando en el ornamentado y gigantesco lecho. Una era la mujer que había dirigido la banda de ladrones Garras de la Luna. Isparla «Caderas de Sierpe» relucía, lánguida y peligrosa, en medio de cojines. Sonriente, sin otra vestimenta que el collar y el ceñidor de piedras preciosas, semejaba un felino acicalado con diamantes. Temblando, a su lado, estaba la nueva manceba en la que había reparado la víspera, a la puerta de una panadería de la ciudad. Desnuda, la recién llegada era aún más encantadora de lo que había imaginado. Sólo llevaba puestas las cadenas mágicas que los señores de la magia de Athalantar utilizaban para hacer más dóciles a los prisioneros insolentes; para la ocasión, alguien había pulido los eslabones y grilletes que ceñían sus muñecas, tobillos y cuello de manera que brillaban tanto como las joyas de Isparla.

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