El Wendigo (7 page)

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Authors: Algernon Blackwood

BOOK: El Wendigo
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El doctor Cathcart, mientras hablaba, seguía mirando inquieto hacia las tinieblas. Su voz se convirtió en un susurro.

—Se dice también —añadió— que el Wendigo quema los pies de sus víctimas, debido a la fricción que provoca su tremenda velocidad, hasta que se destruyen esos pies; y que los nuevos que entonces se les forman son exactamente como los de él.

Simpson escuchaba mudo de espanto. Pero lo que más fascinado le tenía era la palidez del semblante de Hank. De buena gana se habría tapado los oídos y habría cerrado los ojos, si hubiera tenido valor.

—No siempre anda por el suelo —comentó Hank arrastrando las palabras—, pues sube tan alto, que la víctima piensa que son las estrellas las que le han pegado fuego. Otras veces da unos saltos enormes y corre por encima de las copas de los árboles, arrastrando a su víctima con él, para dejarla caer como hace el albatros con las suyas, que las mata así, antes de devorarlas. Pero de todas las cosas que hay en el bosque, lo único que come es... ¡musgo! —y se rió con una risa nerviosa.— Sí, el Wendigo come musgo —añadió, mirando con excitación el rostro de sus compañeros—. Es un comedor de musgo —repitió, con una sarta de juramentos de lo más extraño que uno puede imaginar.

Pero Simpson comprendía ahora el verdadero propósito de su conversación. Lo que aquellos dos hombres fuertes y «experimentados» temían, cada uno a su manera, era ante todo el silencio. Hablaban para ganar tiempo.

Hablaban, también, para combatir la oscuridad, para evitar el pánico que les invadía, para no admitir que se hallaban en un terreno hostil, decididos, ante todo, a no permitir que sus pensamientos más profundos llegaran a dominarles.

Pero Simpson, que ya había sido iniciado en esa espantosa vigilia de terror, se encontraba más avanzado, a este respecto, que sus dos compañeros. Él había alcanzado ya un estadio en el que se sentía inmune. En cambio, los otros dos, el médico burlón y analítico y el honrado y tozudo hombre de los bosques, temblaban en lo más íntimo.

De esta forma pasó una hora tras otra, y de esta forma el pequeño grupo permaneció sentado, determinado a resistir espiritualmente, ante las fauces de la espesura salvaje, hablando ociosamente y en voz baja de la terrible y obsesionante leyenda. Considerándolo bien, era una lucha desigual, porque el espíritu indomable de los bosques tenía la doble ventaja de haber atacado primero y de contar ya con un rehén. El destino del compañero se cernía sobre ellos y les causaba una creciente opresión, que a lo último se les haría insoportable.

Fue Hank, después de una pausa larga y enervante, el que liberó de modo totalmente inesperado toda esa emoción contenida. De pronto, se puso en pie de un salto y lanzó a las tinieblas el aullido más terrible que se pueda imaginar.

Seguramente no podía dominarse por más tiempo. Para darle mayor sonoridad, se dio palmadas en la boca, provocando de este modo numerosas y breves intermitencias.

—Eso para Défago —dijo, mirando a sus compañeros con una sonrisa extraña y retadora—, porque estoy convencido (aquí se omiten varios exabruptos) de que mi compadre no está demasiado lejos de nosotros en este preciso momento.

Había tal vehemencia y tal seguridad en su afirmación, que Simpson dio un salto también y se puso en pie. Al doctor se le fue la pipa de la boca. El rostro de Hank estaba lívido y el de Cathcart daba muestras de un súbito desfallecimiento, casi de una pérdida de todas las facultades. Luego brilló una furia momentánea en sus ojos, se puso de pie con una calma que era fruto de su habitual autodominio y se encaró con el excitado guía. Porque esto era inadmisible, estúpido, peligroso, y había que cortarlo de raíz.

Puede uno imaginarse lo que pasaría a continuación, aunque no puede saberse con certeza, porque en aquel momento de silencio profundo que siguió al alarido de Hank, y como contestándolo, algo cruzó la oscuridad del cielo por encima de ellos a una velocidad prodigiosa, algo necesariamente muy grande, porque produjo un gran ramalazo de viento, y, al mismo tiempo, descendió a través de los árboles un débil grito humano que, en un tono de angustia indescriptible, clamaba: —¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!

Blanco como el papel, Hank miró estúpidamente en torno suyo, como un niño. El doctor Cathcart profirió una especie de exclamación incomprensible y echó a correr, en un movimiento instintivo de terror ciego, en busca de la protección de la tienda, y a los pocos pasos se paró en seco. Simpson fue el único de los tres que conservó la presencia de ánimo. Su horror era demasiado hondo para manifestarse en reacciones inmediatas. Ya había oído aquel grito anteriormente.

Volviéndose hacia sus impresionados compañeros, dijo, casi con toda naturalidad:

—Ése es exactamente el grito que oí... ¡y las mismas palabras que dijo!

Luego, alzando su rostro hacia el cielo, gritó muy alto: —¡Défago! ¡Défago! ¡Baja aquí, con nosotros! ¡Baja!...

Y antes de que ninguno tuviera tiempo de tomar una decisión cualquiera, se oyó un ruido de algo que caía entre los árboles, rompiendo las ramas, y aterrizaba con un tremendo golpe sobre la tierra helada. El impacto fue verdaderamente terrible y atronador.

—¡Es él, que el buen Dios nos asista! —se oyó exclamar a Hank, en un grito sofocado, a la vez que maquinalmente echaba mano al cuchillo—. ¡Y viene! ¡Y viene! — añadió, soltando unas irracionales carcajadas de terror, al oír sobre la nieve helada el ruido de unos pasos que se acercaban a la luz.

Y, mientras avanzaban aquellas pisadas, los tres hombres permanecieron de pie, inmóviles, junto a la hoguera. El doctor Cathcart se había quedado como muerto; ni siquiera parpadeaba. Hank sufría espantosamente y, aunque no se movía tampoco, daba la impresión de que estaba a punto de abalanzarse no se sabe hacia dónde. En cuanto a Simpson, parecía petrificado. Estaban atónitos, asustados como niños. El cuadro era espantoso. Y entretanto, aunque todavía invisible, los pasos se acercaban, haciendo crujir la nieve. Parecía que no iban a llegar jamás. Eran unos pasos lentos, pesados, interminables como una pesadilla.

VIII

Por último, una figura brotó de las tinieblas. Avanzó hacia la zona de dudoso resplandor, donde la luz del fuego se mezclaba con las sombras, a unos diez pasos de la hoguera. Luego, se detuvo y les miró fijamente. Siguió adelante con movimientos espasmódicos, como una marioneta, y recibió la luz de lleno.

Entonces se dieron cuenta los presentes de que se trataba de un hombre. Y al parecer aquel hombre era... Défago.

Algo así como la máscara del horror cubrió en aquel momento el semblante de los tres hombres; y sus tres pares de ojos brillaron a través de ella, como si sus miradas cruzaran las fronteras de la visión normal y percibiesen lo Desconocido.

Défago avanzó. Sus pasos eran vacilantes, inseguros. Primero se aproximó al grupo, después se volvió bruscamente y clavó los ojos en el rostro de Simpson. El sonido de su voz brotó de sus labios:

—Aquí estoy, jefe. Alguien me ha llamado —era una voz seca, débil, jadeante—. Estoy de viaje. He atravesado el fuego del Infierno... No ha estado mal...

Y se rió, avanzando la cabeza hacia el rostro del otro. Pero aquella risa puso en marcha el mecanismo del grupo de figuras de cera mortalmente pálidas que formaban los otros tres. Hank saltó inmediatamente sobre él, lanzando una sarta de juramentos tan rebuscados y sonoros que a Simpson ni siquiera le sonaron a inglés sino más bien a algún lenguaje indio o cosa así. Lo único que comprendía era que el hecho de que Hank se hubiese interpuesto entre los dos, le resultaba grato... extraordinariamente grato. El doctor Cathcart, aunque más reposadamente, avanzó tras él a trompicones.

Simpson no recuerda bien lo que pasó en aquellos pocos segundos, porque los ojos de aquel rostro apergaminado y maldito que le escudriñaba de cerca, le aturdieron totalmente. Se quedó alelado, ni abrió la boca siquiera. No poseía la disciplinada voluntad de los otros dos, que les permitía actuar desafiando toda tensión emocional. Los vio moverse como si se encontrara detrás de un cristal, como si la escena fuese una pura fantasía evanescente. Sin embargo, en medio del torrente de frases sin sentido de Hank, recuerda haber oído el tono autoritario de su tío —duro y forzado— que decía algo sobre alimento, calor, mantas, whisky, y demás... Y durante la escena que siguió, no dejó de percibir las vaharadas de aquel olor penetrante, insólito, maligno pero embriagador a la vez.

Sin embargo, fue él —con menos experiencia y habilidad que los otros dos— quien profirió la frase que vino a aliviar la horrible situación, expresando así la duda y el pensamiento que encogía el corazón de los tres.

—¿Eres... eres TÚ, Défago? —preguntó, quebrando un horror de silencio con su voz.

E inmediatamente, Cathcart irrumpió con una sonora respuesta, antes de que el otro hubiera tenido tiempo de mover los labios:

—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! Lo que ocurre... ¿no lo ves?... es que está exhausto de hambre y de cansancio. ¿No es eso suficiente para cambiar a un hombre hasta el punto de hacerlo irreconocible?

Lo decía más para convencerse a sí mismo que a los demás. El énfasis de su tono lo dejaba bien claro. Y mientras hablaba y se movía, se llevaba continuamente el pañuelo a la nariz. Aquel olor había penetrado en todo el campamento.

Porque el «Défago» que se arrebujó en las mantas junto al fuego, bebiendo whisky caliente y comiendo con las manos, apenas si se parecía más al guía que ellos habían conocido que un hombre de sesenta años a un retrato de su propia juventud. No es posible describir honradamente aquella caricatura fantasmal, aquella parodia de la imagen de Défago. Conservaba algún vestigio espantoso y remoto de su aspecto anterior. Simpson afirma que el rostro era más animal que humano, que los rasgos se le habían contraído en proporciones dislocadas. La piel, fláccida y colgante, como si hubiera sido sometido a presiones y tensiones físicas, le recordaba vagamente una de esas vejigas con una cara pintada que cambia de expresión a medida que la van inflando y que, al desinflarse, emiten un sonido quejumbroso y débil como un sollozo. Tanto la voz como la cara de Défago tenían una abominable semejanza con esas vejigas. Pero Cathcart, mucho después, al tratar de describir lo indescriptible, afirma que aquél podía ser el aspecto de un rostro y de un cuerpo que, habiéndose hallado en una capa de aire rarificada, estuviera a punto de disgregarse hasta... hasta perder toda consistencia.

Hank, aunque totalmente confundido y agitado por una emoción sin límites que no podía reprimir ni comprender, fue quien, sin más dilaciones, puso fin a la cuestión. Se apartó unos pasos de la hoguera, de forma que el resplandor no le deslumbrara demasiado y, haciéndose sombra con las dos manos en los ojos, exclamó con voz potente, mezcla de furia y excitación:

—¡Tú no eres Défago! ¡Ni hablar! ¡A mí me importa un condenado pimiento lo que tú... pero aquí no vengas diciendo que eres mi compadre de hace veinte años! —los ojos le fulguraban como si quisiera destruir aquella figura acurrucada con su mirada furibunda—. Y si es verdad, que me caiga un rayo de punta y me mande al infierno de cabeza. ¡Dios nos asista! —añadió, sacudido por un violento escalofrío de repugnancia y horror.

Fue imposible hacerlo callar. Allí estuvo gritando como un poseso, y tan terrible era verle como oír lo que decía... porque era verdad. No hizo más que repetir lo mismo cincuenta veces, y cada vez, en una lengua más enrevesada que la anterior. El bosque se llenaba de sus ecos. Llegó un momento en que parecía como si quisiera arrojarse sobre «el intruso», pues su mano subía constantemente hacia su cinturón, en busca de su largo cuchillo de monte.

Pero al final no hizo nada y la tempestad estuvo a punto de terminar en lágrimas. Súbitamente, la voz de Hank se quebró. Se dejó caer en el suelo y Cathcart se las arregló para convencerle de que se marchara a la tienda y se echase a descansar. El resto de la escena, claro está, lo presenció desde dentro.

Su pálida cara de terror atisbaba por la abertura de la tienda.

Luego el doctor Cathcart, seguido de cerca por su sobrino, que tan bien había conservado su presencia de ánimo, adoptó un aire de determinación y se puso en pie, frente a la figura arrebujada junto al fuego. La miró de frente y habló. Al principio, le salió una voz firme:

—Défago, díganos qué ha sucedido... no hace falta que entre en detalles, sólo deseamos saber cómo podemos ayudarle —preguntó con acento autoritario, casi como una orden.

Pero inmediatamente después varió de tono, porque el rostro de aquella figura se volvió hacia él con una expresión tan lastimera, tan terrible y tan poco humana, que el médico retrocedió como si tuviera delante un ser espiritualmente impuro. Simpson, que miraba desde atrás, dice que le daba la impresión de que el rostro de Défago era una máscara a punto de caerse y de que debajo se iba a revelar, en toda su desnudez, su verdadero rostro, negro y diabólico.

—¡Vamos, hombre, vamos! —gritaba Cathcart, a quien el terror le atenazaba la garganta—. No podemos estarnos aquí toda la noche... —era el grito del instinto sobre la razón.

Y entonces «Défago», con una sonrisa inexpresiva, contestó; y su voz era débil, inconsistente y extraña, como a punto de convertirse en un sonido enteramente distinto:

—He visto al gran Wendigo —susurró, olfateando el aire en torno suyo, exactamente igual que una bestia—. He estado con él, también...

Allí terminaron el pobre diablo su discurso y el doctor Cathcart su interrogatorio, porque en ese momento se oyó un grito desgarrador de Hank, cuyos ojos se veían brillar desde fuera de la tienda:

—¡SUS pies! ¡Oh, Dios, sus pies! ¡Mirad Cómo le han cambiado los pies!

Défago, que se había removido en su sitio, se había colocado de tal forma que por primera vez aparecieron sus piernas a la luz y sus pies quedaron al descubierto. Sin embargo, Simpson no tuvo tiempo de ver lo que Hank señalaba. En el mismo instante, con un salto de tigre asustado, Cathcart se arrojó sobre él y le tapó las piernas con mantas con tal rapidez que el joven estudiante apenas si llegó a vislumbrar algo oscuro y singularmente abultado allí donde deberían verse sus pies enfundados en un par de mocasines.

Después, antes de que al doctor le diera tiempo de nada más, antes de que a Simpson se le ocurriera ninguna pregunta, y mucho menos pudiera formularla, Défago se puso en pie, se irguió frente a ellos, bamboleándose con dificultad, y con una expresión sombría y maliciosa en su rostro deforme. Resultaba literalmente monstruoso.

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