Authors: Algernon Blackwood
Además, ahora que las examinaba de cerca, ¡aquellas huellas no eran de alce, ni mucho menos! Hank le había explicado el perfil que deja la pezuña de un alce macho, de una hembra o de una cría. Se las había dibujado claramente sobre una tira de abedul. Estas eran totalmente distintas. Eran grandes, redondas, amplias, no tenían la forma puntiaguda de la pezuña afilada. Por un momento, se preguntó si serían de oso. No se le ocurrió pensar en ningún otro animal, porque el reno no bajaba tan al sur en esa época del año y, aun cuando fuese así, sus huellas dibujarían la forma de una pezuña.
Eran siniestros aquellos trazos dejados en la nieve por una misteriosa criatura que había atraído a un ser humano lejos de su refugio. Y, al querer relacionarlos, en su imaginación, con aquel susurro obsesionante que interrumpió la paz del amanecer, le invadió un vértigo momentáneo, una angustia inconcebible. Sintió una sombra de amenaza por todo su alrededor. Y al examinar con más detalle una de las huellas, notó una débil vaharada de aquel olor dulzarrón y penetrante, que le hizo dar un respingo y le produjo náuseas.
Entonces su memoria le jugó otra mala pasada. Recordó, de pronto, aquellos pies destapados que se salían de la tienda, y cómo el cuerpo del guía parecía haber sido arrastrado hacia la entrada. Recordó también cómo Défago había retrocedido, aterrado, ante algo que había percibido junto a la tienda, cuando él se despertó. Los detalles acudían a su mente con violencia, asediándola de forma obsesiva; parecían agolparse en aquellos espacios profundos de la selva silenciosa que le rodeaba, donde él, en medio de los árboles, permanecía de pie, a la escucha, esperando, tratando de actuar del modo más aconsejable. El bosque le cercaba.
Con la firmeza de una suprema resolución, Simpson inició la marcha, siguiendo las huellas lo mejor que podía, y tratando de reprimir las emociones desagradables que trataban de debilitar su voluntad. Marcó una infinidad de árboles a medida que caminaba, con el temor siempre de no poder encontrar el camino de regreso, gritando de cuando en cuando el nombre del guía. El seco golpear del hacha sobre lo troncos macizos, y el acento extraño de su propia voz se convirtieron finalmente en unos sonidos que a él mismo le daba miedo producir. Incluso le daba miedo oírlos. Atraían la atención y delataban su situación exacta, y si se diera realmente el caso de que le estuvieran siguiendo, lo mismo que seguía él a otro...
Con un esfuerzo supremo, rechazó tal idea en el mismo instante en que se le ocurrió. Comprendía que era el principio de un aturdimiento diabólico que podía conducirle vertiginosamente a su propia perdición.
Aunque la nieve no formaba una alfombra continua, sino sólo ligeras capas en los espacios más despejados, no le fue difícil seguir el rastro durante varios kilómetros. Caminaba en línea recta, en la medida en que se lo permitían los árboles. Las pisadas impresas en la nieve comenzaron pronto a distanciarse, hasta que, finalmente, su separación fue tal que parecía absolutamente imposible que ningún animal diera zancadas tan enormes. Eran como saltos enormes. Midió una de aquellas zancadas y, aunque sabía que la «distancia» de seis metros no debía de ser muy exacta, se quedó perplejo; no comprendía cómo no encontraba en la nieve ninguna pisada intermedia entre las huellas extremas.
Pero lo que más confundido le tenía, lo que le hacía mirar con recelo, era que las zancadas de Défago crecían también en longitud, poco a poco, hasta cubrir exactamente las mismas distancias. Parecía como si la enorme bestia lo hubiera arrastrado con ella en esos saltos asombrosos. Simpson, que tenía las piernas mucho más largas, comprobó que no podía cubrir la mitad del trecho, ni aun tomando impulso.
Y la visión de aquellas huellas que corrían unas junto a otras, mudo testimonio de una carrera espantosa en la que el terror o la locura habían provocado unas consecuencias imposibles, le impresionó profundamente y le conmovió en lo más hondo de su alma. Era lo más espantoso que habían visto sus ojos. Comenzó a seguirlas maquinalmente, casi enajenado, mirando de soslayo, furtivamente, por si algún ser, con zancadas gigantescas, le seguía los pasos a él también... Y sucedió que, al poco tiempo, no supo ya lo que significaban aquellas pisadas en la nieve, acompañadas por las huellas del pequeño franco-canadiense, su guía, su camarada, el hombre que había compartido su tienda unas horas antes, charlando, riendo, incluso cantando con él.
Sólo un valiente escocés, basado en el sentido común y amparado por la lógica, podía conservar el sentido de la realidad como lo conservó este joven, mal que bien, para salir de aquella aventura. De no haber sido así, los descubrimientos que hizo mientras avanzaba valerosamente le habrían hecho retroceder hasta el refugio relativamente seguro de su tienda, en vez de apretar el rifle en sus manos y encomendarse a Dios con el pensamiento. Lo primero que observó fue que los dos rastros habían sufrido una transformación; y esta transformación, por lo que se refería a las huellas del hombre, era ciertamente aterradora.
Al principio, lo notó en las huellas más grandes, y se quedó un buen rato sin poder creer lo que veían sus ojos. ¿Eran las hojas caídas que producían extraños efectos de sombra, o tal vez la nieve, seca y espolvoreada como harina de arroz por los bordes, era responsable del efecto aquél? ¿O se trataba efectivamente de que las huellas habían adquirido un ligero matiz coloreado?
Lo innegable era que las pisadas del animal tenían un tinte rojizo y misterioso, que más parecía debido a un efecto de luz que a una sustancia que impregnara la nieve. Y a medida que avanzaba se hacía más intenso aquel matiz encendido que venía a añadir un toque nuevo y horrible a la situación.
Pero cuando, completamente perplejo, se fijó en las huellas del hombre por ver si presentaban la misma coloración, observó que, entretanto, éstas habían experimentado un cambio infinitamente peor. Durante el último centenar de metros más o menos, habían comenzado a parecerse a las huellas del animal. El cambio era imperceptible, pero inequívoco. No se podía apreciar dónde comenzaba. El resultado, de todos modos, estaba fuera de duda: más pequeñas, más recortadas, modeladas con mayor nitidez, las huellas del hombre constituían ahora, sin embargo, un duplicado casi exacto de las otras.
Así, pues, los pies que las habían grabado se habían transformado también. Al darse cuenta de lo que esto significaba, sintió una sensación de repugnancia y terror.
Por primera vez, Simpson dudó. Después, avergonzado de su indecisión, corrió unos cuantos pasos más; un poco más allá, se detuvo en seco. Allí mismo terminaban todas las señales. Los dos rastros acababan de repente. Buscó inútilmente en un radio de cien metros o más, pero no encontró el menor indicio de huellas. No había nada.
Precisamente allí los árboles se espesaban bastante. Se trataba de enormes cedros y abetos. No había monte bajo. Permaneció un rato mirando alrededor, completamente turbado, sin saber qué pensar. Luego se puso a buscar con empeñada insistencia, pero siempre llegaba al mismo resultado: nada. ¡Los pies que se habían marcado en la superficie de la nieve hasta allí, parecían ahora haber dejado de tocar el suelo!
En ese instante de angustia y confusión, sintió cómo el terror se le enroscaba en el corazón, dejándole totalmente paralizado. Todo el tiempo había estado temiendo que sucediera... y sucedió.
Allá arriba, muy lejos, debilitada por la altura y la distancia, singularmente quejumbrosa y apagada, oyó la plañidera voz de Défago, su guía.
Cayó sobre él un cielo invernal y tranquilo, y despertó en él un terror jamás rebasado. El rifle le resbaló de las manos. Durante un segundo, permaneció inmóvil donde estaba, escuchando con todo su ser. Después se retiró tambaleante hasta el árbol más cercano y se apoyó en él, deshecho e incapaz de razonar. En aquel momento aquélla le parecía la experiencia más aniquiladora del mundo. Se le había quedado el corazón vacío de todo sentimiento, tal como si se le hubiera secado.
—¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis pies candentes! —oyó que imploraba la angustiada voz del guía, con un acento de súplica indescriptible. Después, el silencio volvió a reinar entre los árboles.
Y Simpson, una vez recobrada la conciencia de sí, se dio cuenta de que estaba corriendo de un lado para otro, gritando, tropezando con las raíces y las piedras, buscando desenfrenadamente al que llamaba. Rasgóse el velo de recuerdos y emociones con que la experiencia vela habitualmente los acontecimientos; y medio enloquecido, forjó visiones que llenaron de terror sus ojos, su corazón y su alma. Porque, con aquella voz lejana, le había llamado el pánico de la Selva, el Poder de la Indómita Lejanía, el Hechizo de la Desolación que aniquila... En aquel momento, se le revelaron todos los suplicios de un ser irremisiblemente perdido que sufría la fatiga y el placer del alma que ha llegado a la Soledad final. Por las oscuras nieblas de sus pensamientos, como una llama, pasó fugaz la visión de Défago, eternamente perseguido, acosado por toda la inmensidad celeste de aquellos bosques antiquísimos.
Le pareció que transcurría una eternidad y, en el caos de sus desorganizadas sensaciones, no consiguió encontrar nada a que aferrarse por un momento y pensar...
El grito no se repitió; sus propias llamadas no tuvieron respuesta. Las fuerzas inescrutables de la Naturaleza Salvaje habían llamado a su víctima con voz inapelable y la habían atenazado.
Sin embargo, aún continuó buscando y llamando durante unas cuatro horas, por lo menos, puesto que ya era casi de noche cuando decidió, por fin, abandonar tan inútil persecución y regresar al campamento, a orillas del Lago de las Cincuenta Islas. De todos modos, se marchaba de mala gana. Aquella voz implorante resonaba aún en sus oídos. Le costó trabajo encontrar el rifle y la pista de regreso. La necesidad de concentrarse en la tarea de seguir los árboles mal marcados, y un hambre voraz que le roía las tripas, le ayudaron a apartar de su mente lo ocurrido. De no haber sido así, él mismo admite que su extravío le habría acarreado peores consecuencias. Gradualmente, las dificultades concretas del momento le devolvieron a su ser, y no tardó en recuperar el equilibrio de sus nervios.
No obstante, durante toda la marcha, a través de las sombras crecientes, se sintió miserablemente perseguido. Oía innumerables ruidos de pasos que le seguían, voces que reían y hablaban por lo bajo; y veía figuras agazapadas tras los árboles y las rocas, haciéndose señas unas a otras como para atacarle a un tiempo, en el instante en que pasara. El rumor del viento le hizo dar un respingo y detenerse a escuchar. Caminó furtivamente, tratando de ocultar su presencia, haciendo el menor ruido posible. Las sombras de los árboles, que hasta entonces le protegían o le cubrían, se volvían ahora amenazadoras, inquietantes; y la confusión de su mente asustada le hacía sentir una multitud de posibilidades, tanto más siniestras cuanto más oscuras. El presentimiento de un destino fatal acechaba detrás de cada uno de los acontecimientos que acababan de suceder.
Fue realmente admirable el modo como salió airoso al final. Acaso hombres de madura experiencia hubieran fracasado en esta prueba. Consiguió dominarse bastante bien y pensó en todo, como demuestra su plan de acción.
Puesto que no tenía sueño en absoluto, y caminaba siguiendo un rastro invisible en la total oscuridad, se sentó a pasar la noche, rifle en mano, delante de una hoguera que ni por un momento dejó de alimentar. El rigor de aquella vigilancia dejó marcado su espíritu para siempre; pero la llevó a cabo con éxito, y a las primeras claridades del día emprendió el viaje de regreso, en busca de ayuda. Como la vez anterior, dejó una nota escrita en la que explicaba su ausencia e indicaba también dónde dejaba un depósito de abundantes provisiones y cerillas... ¡aunque no esperaba que lo encontrasen manos humanas!
Sería por sí misma una historia digna de contarse la manera como Simpson encontró el camino, solo, a través del lago y del bosque. Oírsela a él es conocer la apasionada soledad de espíritu que puede sentir un hombre cuando la Naturaleza Salvaje lo tiene en el hueco de su mano ilimitada... y se ríe de él.
Es, también, admirar su voluntad inquebrantable.
No reclama para sí ningún mérito. Confiesa que seguía maquinalmente, y sin pensar, el rastro casi invisible. Y esto, indudablemente, es verdad. Confiaba en la guía inconsciente de la razón, que es el instinto. Tal vez le ayudara también cierto sentido de orientación, tan desarrollado en los animales y en el hombre primitivo. El caso es que, a través de toda aquella enmarañada región, consiguió llegar al sitio donde Défago, casi tres días antes, había escondido la canoa con estas palabras:
—Cruzar el lago todo recto, hacia el sol, hasta dar con el campamento.
No había sol de ninguna clase, pero se ayudó con la brújula como Dios le dio a entender, y cubrió los últimos veinte kilómetros de su viaje a bordo de la frágil piragua, con una inmensa sensación de alivio al dejar atrás, por fin, el bosque interminable. Por fortuna, el agua estaba tranquila. Enfiló proa al centro del lago, en vez de costear, Y tuvo la suerte, además, de que los otros estuvieran ya de regreso. La luz de la hoguera le proporcionó un punto de referencia, sin el cual habría perdido toda la noche para encontrar el campamento.
De todos modos, era cerca de media noche cuando su canoa rozó la arena de la ensenada. Hank, Punk y su tío, despertados por sus gritos, echaron a correr. Y viéndole cansado y deshecho, le ayudaron a abrirse camino por las rocas hasta el fuego casi apagado.
La repentina irrupción de su prosaico tío en este mundo de pesadilla en que vivía desde hacía dos días y dos noches, tuvo el efecto inmediato de dar al asunto un cariz enteramente nuevo. Bastó con oír su cordial «¡Hola, hijo mío! ¿Qué te pasa?» y sentirse agarrado por aquella mano seca y vigorosa, para que su manera de enfocar los hechos sufriera un giro radical. Estalló en su interior como una violenta reacción purificadora y comprendió que su comportamiento no había sido normal. Incluso se sintió algo avergonzado de sí mismo. La original terquedad de su raza le dominaba por completo.
Y esto último explica, indudablemente, por qué le resultó tan difícil contar su extraña aventura ante el grupo reunido junto al fuego. Dijo lo necesario, no obstante, para que se tomase la inmediata decisión de ir a rescatar al guía. Pero antes, Simpson debía comer y, sobre todo, dormir para estar en condiciones de llevarles hasta allá. El doctor Cathcart, que se daba más cuenta del estado del muchacho de lo que éste creía, le inyectó una dosis muy ligera de morfina que le permitió dormir como un tronco durante seis horas.