El violín del diablo (38 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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—Ese hombre está realmente poseído por el Maligno, Ilustrísima. Cuando me quedé a solas con él era poco más que un despojo humano y segundos más tarde se abalanzaba sobre mí con la fuerza de un coloso.

—¿Pudiste administrarle la extremaunción o al menos leer su confesión?

Al informarle de que no había sido posible ni una cosa ni otra, el obispo sentenció:

—Peor para él, porque nos acaban de comunicar que el desdichado ha fallecido hace escasos minutos. El pobre diablo ha muerto en pecado mortal y no podrá ser enterrado en sagrado.

Años más tarde, a través del pintor Eugène Delacroix, con el que coincidió en Toulon, Caffarelli conoció algunos detalles de la vida de Paganini que le aliviaron su desazón ante el recuerdo del violinista.

El artista había pintado un originalísimo retrato de Paganini y le había relatado que éste no sólo era propenso a todo tipo de enfermedades sino que a veces daba la impresión de ser adicto al sufrimiento ajeno.

Delacroix había retratado al violinista en 1832, durante la terrible epidemia de cólera que había asolado París y Francia entera y que se había saldado con más de cien mil muertos. Por aquella época Caffarelli se encontraba destinado en el Piamonte, por lo que no vivió en carne propia la agonía de constatar cómo la epidemia —el primer brote surgió en la India en 1817— se iba aproximando a los franceses, lenta pero inexorablemente, año tras año. En 1830 ya había llegado a Moscú, al año siguiente asolaba Viena y Berlín, y en Londres los primeros casos surgieron a comienzos de 1832.

—En París —le había explicado el pintor— llevábamos preparándonos para la terrible plaga desde 1830: se dotó de más medios a los hospitales, se enviaron comisiones médicas a los países infectados para estudiar de cerca la enfermedad y se adoptaron estrictas medidas sanitarias en las fronteras para tratar de cerrar el paso al cólera, pero fue en vano. Pues bien, ¿quiere usted creer que en este ambiente de terror, con las calles de París infestadas de cadáveres envueltos en sacos, empapados en jugo de lima para mitigar el contagio, Paganini tuvo el cuajo de presentarse a curiosear en el hospital Pamatone llevando de la mano a su hijo Achille, que por entonces contaba con tan sólo diez años de edad?

Caffarelli siempre iba a recordar el estremecimiento que sintió al escuchar este y otros relatos de Delacroix relativos a Paganini, que revelaban una personalidad morbosa y macabra, capaz de recrearse con la contemplación de operaciones quirúrgicas —durante su estancia en Londres, había asistido a varias en el hospital St. Bartholomew— o de confiar en los charlatanes médicos de peor reputación de la época, que le recetaban pociones inverosímiles y secretas para paliar sus múltiples dolencias.

Paolo el monaguillo no volvió a ser visto con vida después de aquella noche fatídica. Su cuerpo, en avanzado estado de descomposición, fue encontrado al cabo de un par de semanas —el tiempo que habían empleado las bacterias de su organismo en producir suficientes gases como para sacarlo a flote— en las cálidas aguas de la bahía des Anges. Aunque la autopsia del cadáver fue dificultosa, debido a la putrefacción de los tejidos, el doctor Guarinelli estableció que no había indicios claros de que hubiera sido asesinado, y que la causa de la muerte no había sido el ahogamiento, sino, casi con toda certeza, una parada cardíaca. Qué podía haber provocado que el corazón de un joven tan saludable se detuviese de repente era algo que ni el médico ni el propio Caffarelli alcanzaban a imaginar. Lo único cierto era que el clérigo no volvió a tener noticia del fabuloso violín, ni éste fue reclamado nunca por Achille Paganini, su legítimo propietario. ¿Tal vez el joven prefirió silenciar el robo para no enfrentarse a un obispo cuya ayuda necesitaba desesperadamente para proporcionar a su padre cristiana sepultura?

Caffarelli no tuvo valor para contemplar el cuerpo de Paolo, el monaguillo, cuando éste fue encontrado por un pescador de la bahía, aunque el doctor Guarinelli le informó de que los peces ángel se habían cebado con el cuerpo.

Nunca podremos establecer si a Paolo lo mató el demonio —concluyó el buen doctor—, pero ¿no le parece una cruel burla del destino que el sobrino del obispo haya acabado devorado por los ángeles?

47

Perdomo tenía el convencimiento de que el olor era la clave, si no para identificar al asesino, sí al menos para descartar a posibles sospechosos. La colonia Hartmann tenía a su favor, desde un punto de vista meramente policial, que era, tal como le había revelado Orozco, una
rara avis
en el mundo de la perfumería. «En otras palabras —pensaba Perdomo—, si descubro, entre los posibles sospechosos, que alguno usa Hartmann, hallaré, casi con toda seguridad, a la persona que estranguló a Ane». En contra, la colonia delatora tenía la característica de ser un producto unisex. El propio Orozco le informó de esta circunstancia antes de salir de Niza, así como de que él mismo había diseñado varios productos similares, pues tenían cada vez mayor aceptación en el mercado.

Carmen Garralde, que no disponía de coartada y que según Andrea Rescaglio había estado secretamente enamorada de Ane, no podía ser en absoluto descartada, pero tampoco Lledó, que era otra de las personas a las que Perdomo creía que podía imputárseles el crimen.

Pero ¿cómo se las iba a arreglar el policía para conseguir una orden judicial de entrada y registro a cualquiera de estos domicilios, sobre la base de un dato proporcionado por una vidente aficionada?

El juez no tardaría ni cinco segundos en denegársela y además so le pondría en contra para futuras peticiones.

Otra de las preguntas que le rondaba la cabeza era: ¿debía limitarse la investigación sobre la colonia a los dos principales sospechosos o había que averiguar si, de todas las personas presentes la noche de autos en el auditorio, alguna usaba habitualmente aquel producto alemán?

Lo primero que hizo Perdomo el lunes siguiente a su encuentro con Orozco fue asegurarse de que el agua de colonia Hartmann, que ya no podía borrar de su memoria olfativa desde que el perfumista se la hizo oler en su estudio, era tan difícil de obtener en España como le había asegurado el cordobés. Para ello, se hizo elaborar en la UDEV una lista con los diez establecimientos de perfumería más importantes del país y telefoneó a todos ellos preguntando si disponían del producto. La respuesta fue la misma por parte de todos los consultados: no solamente no disponían del producto, sino que ni siquiera habían oído hablar de él.

La excitación por haber dado un paso que él creía importante en la investigación del crimen le ayudó a encontrar el valor para hacer algo que tenía pensado desde hacía tiempo: telefonear a Elena Calderón e invitarla a cenar a su casa, recordándole que se había ofrecido a echar un vistazo al violín roto de Gregorio. La instrumentista aceptó encantada y aseguró que ella se encargaría de llevar el vino. La cena no iba a servir, desde luego, para que Perdomo pudiera impresionar a la mujer con sus habilidades culinarias, que eran nulas, pero sí para comprobar cómo reaccionaba Gregorio ante la presencia en casa de una mujer que no era su madre.

—Esta noche viene Elena a cenar —le dijo a Gregorio sin darle importancia, al cruzarse con él en un pasillo—. Te acuerdas de ella, ¿verdad?

El chico se le quedó mirando con expresión zumbona y luego contestó:

—Si me das cincuenta euros, desaparezco ahora mismo de casa y no me ves el pelo hasta mañana.

—No te he pedido que te esfumes, Gregorio. Por el contrario, en la cena de esta noche quiero que estemos los tres. Bueno, los cuatro, porque Elena se ha ofrecido a echar un vistazo a tu violín. Si decide que no merece la pena repararlo, compraremos uno nuevo, y ella nos puede asesorar, porque estudió violín en el Conservatorio.

—Gracias, papá, pero en lo referente al violín, me fío más de mi profesor. Y, si no te importa, quisiera dormir esta noche en casa de los abuelos.

Gregorio hizo ademán de meterse en su cuarto para dar por terminada la conversación, pero su padre le detuvo.

—¿Adónde vas?

—A estudiar. Tengo muchos deberes.

—Pues que esperen. Esto es más importante.

—¿Ah, sí? Eso díselo tú mañana a la Peñalver, que nos ha puesto un examen sorpresa de literatura en el que entra desde el Arcipreste de Hita hasta Rafael Sánchez Ferlosio. ¿Has leído las
Industrias y
andanzas de Alfanhuí
?

—Un gran libro, pero no me cambies de conversación. Vamos —le ordenó su padre, señalando con la cabeza en dirección a la salita de estar—. Sólo quiero hablar contigo cinco minutos.

El chico obedeció, pero su cara de contrariedad era un poema de tal envergadura que el padre se vio obligado a llamarle la atención.

—Quita esa expresión de carnero degollado, si quieres hablar con tu padre.

—Papá, no te rayes, que eres tú el que quieres hablar conmigo.

—Pero tú no me contestas. Y yo te he preguntado hace un momento si te acuerdas de Elena.

—Sííííí —respondió Gregorio alargando la vocal, para enfatizar cuánto le incomodaba aquella conversación.

—¿Y qué te parece?

El chico permaneció en silencio, evitando que su mirada se encontrara con la de su padre. Su pierna derecha, que se agitaba como un perro sacudiéndose el agua al salir del baño, denotaba la tensión que sentía por dentro.

—¿No me vas responder? —insistió su padre, insensible a la irritación que su empecinamiento estaba provocando en el muchacho.

—Papá, ¿qué quieres que te diga? Si te la quieres tirar, hazlo, pero a mí déjame en paz, ¿vale?

El chico comprendió que había ido demasiado lejos y se levantó del tresillo para regresar a su alcoba, pero Perdomo le agarró del brazo.

—¿Qué lenguaje es ése, macho? —le preguntó en un tono más divertido que severo.

—El mío —respondió el chaval, sin atreverse a mirarle a la cara.

—Si quisiera tirármela, como dices tú, haría exactamente lo contrario, ¿no crees? Te mandaría esta noche con los abuelos y asunto zanjado.

—Vale, pues no hagas nada con ella, pero ¿por qué me tienes que utilizar a mí de excusa? ¿Una trombonista hablando de violines? No cuela, papá —saltó el chico, indignado.

—¡Te digo que estudió violín en el Conservatorio, de segundo instrumento, cabezota! Tampoco te estoy pidiendo nada del otro mundo, ¿no? La saludas, le enseñas el violín, cenas con nosotros y luego te vas a la cama, si es lo que quieres.

—Bueno —aceptó el chaval a regañadientes—. Ya veremos.

—¿Ya veremos? No te queda otra, Gregorio. ¡Porque lo digo yo, que soy tu padre, coño!

La última parte de la frase la escuchó el chaval desde su alcoba, adonde había ido a refugiarse del acoso paterno. Perdomo le siguió hasta su habitación e intentó en vano abrir la puerta, que tenía el pestillo echado.

—Gregorio, voy a salir a la calle. ¿Quieres venir conmigo?

Silencio.

—Tengo que ir a Ikea, a comprar la cena de esta noche. ¿Por qué no me acompañas?

Silencio.

—Compraré esas albóndigas que tanto nos gustan. Y mermelada de arándanos. Y salsa de nata. Tienes un par de horas para que se te pase el mal humor, porque Elena llega a las nueve. Espero que esta noche te comportes como un caballero y no montes el numerito, ¿de acuerdo?

Era como si al muchacho se lo hubiera tragado la tierra.

Su padre decidió dejar de presionarle y salió a la calle en busca de comida, rogando al cielo que a su anfitriona le gustaran los productos de la famosa cadena sueca tanto como a Gregorio.

Elena llegó a la cita con puntualidad británica. Perdomo había estado a punto de ponerse un traje para la ocasión, pero le pareció demasiado solemne y se conformó con un pantalón decente y su camisa preferida. Desde que había regresado a casa, no había vuelto a ver a Gregorio, que parecía seguir encerrado en su alcoba.

La trombonista llegó luciendo un vestido negro con falda tubo hasta la rodilla, medias negras, zapatos de tacón y un cárdigan de color beis de talla gigante, que llevaba sujeto con un cinturón muy ancho y jaspeado. Aquello no era un traje de cóctel, ni tampoco un vestido de noche, pero el conjunto le pareció al policía de una sensualidad abrumadora y, desde luego, de una clase muy por encima de los arenques y las albóndigas con patatas que tenía pensado ofrecerle como cena.

—¡Bienvenida! —exclamó al abrirle la puerta—. ¿O debería decir bienvenidos? —añadió al comprobar que la chica se había traído su instrumento.

Elena le entregó la botella de vino que había comprado para la cena, le besó —¿eran impresiones suyas o el segundo beso le había rozado la comisura del labio?— y luego le aclaró con expresión traviesa:

—Me he traído el trombón porque como me dijiste que iba a estar Gregorio, he pensado que le gustaría echarle un vistazo y saber cómo funciona.

—¡Una idea magnífica! —Y sin habérselo siquiera propuesto, empezó a mentir de forma descarada—. A Gregorio le apetecía mucho que vinieras… Incluso me ha preguntado si no conocerías tú algún dueto para violín y trombón. Trae —extendió la mano para que le entregara el trombón—, voy a poner el estuche por ahí. Y no sé si te vas a quitar eso o no —añadió, refiriéndose al cárdigan.

—Ah, no —respondió ella con su sonrisa más coqueta—, esto forma parte del modelito. Espero que te guste.

—Sí, por supuesto. —Y estuvo a punto de añadir: «Con ese maquillaje, me gustaría cualquier cosa que llevaras puesta esta noche». Pero se había hecho el firme propósito de no ponerse demasiado zalamero, para no violentar a su hijo. Ese «espero que te guste», se dijo, era toda una declaración de intenciones, pues implicaba que para ella era importante parecer atractiva a sus ojos.

La trombonista le pidió un gin-tonic poco cargado y el inspector se preparó otro igual, acompañado por unas patatas fritas y unas aceitunas. Luego se dirigió al equipo de música y colocó un cedé del saxofonista Ben Webster en el reproductor. Elena reconoció en el acto al músico:

—¡El Rana! —exclamó entusiasmada—. A mí también me encanta.

—¿Cómo le has llamado?

—El Rana. A Ben Webster lo apodaban Frog por sus ojos saltones. Este tema que has puesto, «In a mellow tone», es uno de sus caballos de batalla; dicen que Duke Ellington lo escribió para él. Lo que me recuerda que le he traído un regalito a Gregorio.

La trombonista empezó a rebuscar en el bolso y Perdomo recordó que Gregorio seguía sin dar señales de vida.

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