El violín del diablo (17 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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—Y esto ¿qué es?

—Estaba en el camerino de la violinista cuando llegamos nosotros.

—¿Dónde?

—En la papelera.

—¿Lo ha examinado la Policía Científica?

—Sí. No hay más huellas que las de la víctima, la tinta es de un bolígrafo BIC y el papel es corriente.

—¿Y las notas? ¿A qué obra pertenecen?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? Nadie me lo ha dicho a mí tampoco. ¿Me puedo marchar ya?

—No. ¿Qué habéis averiguado de la muerte de Salvador?

—De momento no hay un sospechoso claro, aunque la cosa parece evidente: si a la violinista se la carga una célula islamista y el tío que le pone la bomba a Salvador en el taller es un moro, resulta obvio que se lo han cepillado para que no siga investigando.

—Los dos asesinatos no están relacionados. Vengo de hablar con la Policía Científica y me ha dicho que la pista islámica que seguimos en el caso Larrazábal es una pista falsa. Tampoco tenía por qué habértelo dicho.

—Gracias por la información, estamos en paz. ¿Puedo irme ya?

—Sí, pero me preocupa la médium. Normalmente las charlatanas estas piden a la policía que les proporcione algún objeto de la víctima. Si Salvador la consultó en el caso Larrazábal, me da miedo que se haya quedado con alguna prueba.

—Hay un medio muy simple para salir de dudas. ¿Por qué no la llamas?

20

Un minuto después de que el subinspector Villanueva hubiera salido de su despacho, Perdomo marcó el número de la parapsicóloga. Saltó un contestador y Perdomo dejó un breve mensaje con su nombre, empleo y número de teléfono. Media hora después, la parapsicóloga le devolvió la llamada y quedaron en verse en su casa al cabo de dos horas.

Milagros Ordóñez vivía en un chalet en Pozuelo de Alarcón, donde tenía la consulta. Cuando le abrió la puerta, no se encontró con el tipo de mujer que esperaba, quizá por estar condicionado por las echadoras de cartas del tarot que salen habitualmente en televisión: ni labios pintarrajeados, ni pendientes de gitana, ni chal de colorines por encima del vestido. Era una mujer pequeña, que acababa de entrar en la cincuentena, con el pelo corto y canoso: un corte redondo con las puntas desfiladas y pegadas al rostro, que resaltaba la dulzura de sus facciones. Las patillas, casi de adolescente, le encuadraban la mirada y le afinaban la barbilla. Tenía los ojos de color miel y se había puesto el maquillaje justo para que realzaran su mirada. Perdomo la clasificó inmediatamente dentro del grupo «maduritas atractivas».

—Buenas tardes, inspector —le dijo con una tenue sonrisa que ya no se le fue de los labios en ningún momento de la conversación—. Si me da la gabardina, se la cuelgo aquí en el recibidor y así no nos incordia.

Perdomo se quitó la prenda y la mujer, al ver que el policía miraba en todas direcciones para tratar de averiguar en qué tipo de casa estaba, dijo:

—Si está mirando dónde tengo la
ouija
, pierde el tiempo.

Hablaba con una voz muy suave, pero al mismo tiempo muy firme, lo que a Perdomo le desconcertaba por completo.

—Lo cierto es que no tiene el aspecto de una parapsicóloga al uso —reconoció el policía.

—Soy psicóloga clínica, especializada en niños. Sólo ocasionalmente, y a petición de la policía, he intentado aplicar mis limitados poderes extrasensoriales a la investigación criminal. Siempre desinteresadamente, porque lo cierto es que yo me gano la vida interpretando el inconsciente a niños con problemas.

—¿Qué tipo de niños? —quiso saber el inspector—. ¿Como el de
El
sexto sentido
?

Milagros Ordóñez pareció encajar bien el chiste del inspector y respondió:

—Y aún más raritos. Pase a mi consulta; en el salón no podemos hablar porque está mi madre viendo el culebrón de después de comer. ¿Quiere un café?

—Sí, gracias. Solo y con azúcar. Y poco café.

—Un
ristretto
, entonces —puntualizó Ordóñez.

La psicóloga le hizo pasar a su consulta, en la que había muy pocos objetos: una mesa grande y barnizada que parecía un mueble antiguo reciclado a escritorio de oficina, un flexo, un sillón de orejas, un diván de psicoanálisis, algunos juguetes en el suelo y una fotografía enmarcada en la pared, de mediano tamaño, en la que Perdomo creyó reconocer inmediatamente a la gran novelista Agatha Christie.

—Es Melanie Klein —le corrigió la psicóloga—. Fundó la Escuela Inglesa de Psicoanálisis y es una de las pioneras de la terapia con niños.

La mujer desapareció para prepararle el café y Perdomo se sentó a esperarla en el diván del psicoanalista. Como la puerta había quedado abierta, el policía pudo escuchar, aunque débilmente, algunos diálogos del culebrón que se estaba emitiendo en la televisión pública. Se le quedó grabado uno particularmente inverosímil: «Soy una mujer y he luchado por ti como una mujer».

Perdomo sintió una mezcla de vergüenza e indignación por el hecho de que se estuviera emitiendo semejante bazofia con el dinero de sus impuestos.

Al cabo de unos minutos, entró Ordóñez con una pequeña bandeja de café, en la que solamente había una taza.

—Yo no tomo. Bastante nerviosa me ponen ya los niños para encima meterme cafeína en el cuerpo.

—¿Para qué son todos esos juguetes? —preguntó Perdomo señalando al suelo, donde había piezas de Lego, trenes, pelotas y otros objetos que no supo reconocer.

La psicóloga se sentó en el sillón de analista, como si fuera a dar comienzo una sesión, y se lo explicó:

—A los niños no se les puede tumbar en ese diván en el que está usted ahora. La técnica, en la que Melanie Klein fue pionera, es interpretarles mientras juegan.

—Entiendo. Pero entonces ¿para qué tiene el diván?

—De vez en cuando,
malgré moi
, me ocupo de algún adulto. Pero no me gusta, no se me dan bien los adultos; lo hago sólo por razones alimenticias, cuando escasea el trabajo con niños.

Mientras Perdomo daba el primer sorbo a su taza de café, notó que Ordóñez le estaba escrutando con la mirada, como si estuviera haciendo de él una evaluación psicológica completa, y eso le hizo sentirse violento. La psicóloga comentó:

—Si estuviéramos en sesión, no tendría más remedio que interpretarle el hecho de que se ha sentado espontáneamente en el diván del paciente.

—¿Prefiere que me siente en otro lado? —respondió Perdomo, que a veces era de una candidez rayana en la estulticia.

—No, quédese donde está. Sólo trataba de hacerle ver que, al sentarse en el diván, ha hecho sin querer una elección inconsciente.

Perdomo tardó aún un par de segundos en procesar las palabras de la psicóloga, y cuando por fin se le hizo la luz, dijo preocupado:

—¿Cree que necesito terapia y que ésta es mi forma no verbal de manifestarlo?

—No estaba hablando en serio. Lo cierto es que estos lapsus inconscientes, si no es en el contexto psicoanalítico de transferencia y contratransferencia, no son interpretables. ¿Está bien de azúcar el café?

—Está perfecto, gracias.

—Tengo un paciente dentro de media hora; es mejor que vayamos al grano —le indicó la psicóloga.

Aunque le estaba apremiando, sus modales no resultaron descorteses ni se le avinagró el gesto. Antes por el contrario, dijo la frase en un tono de voz que el subtexto de la misma parecía ser más bien: «Tengo muchas ganas de hablar con usted y quiero aprovechar hasta el último minuto del que dispongo».

A Ordóñez le quedaba bien el traje sastre oscuro a rayas que solía ponerse para causar una buena impresión a los padres de los niños que analizaba. Los primeros no estaban presentes durante las sesiones, pero solían intercambiar alguna palabra con ella cuando los llevaban a la consulta o volvían luego a recogerlos.

Perdomo se sorprendió a sí mismo preguntándose si Ordóñez era viuda, como él, o si, simplemente, no había llegado a casarse o estaba divorciada, pero se vio forzado a apartar esos y otros pensamientos de su mente para concentrarse en la cuestión que había ido a tratar.

—Como ya le he comentado por teléfono, me he hecho cargo de la investigación del homicidio de Ane Larrazábal, a causa del fallecimiento de mi compañero, el inspector Manuel Salvador.

Como los buenos jugadores de ajedrez, la psicóloga parecía ir varias jugadas por delante, porque dijo:

—Y desea saber hasta qué punto estoy, como se dice coloquialmente, metida en el ajo, ¿no?

—Voy a ser muy sincero, señora Ordóñez. Respeto los métodos de todos mis colegas mientras no se vulnere la legalidad, claro, pero yo no tengo intención de seguir contando con sus servicios, ni en la presente investigación ni en ninguna otra.

—Lo entiendo perfectamente, inspector. Pero entonces ¿a qué debo el placer de su visita?

«¿El placer de su visita?». Perdomo no lograba establecer si la mujer estaba hablando irónicamente, y eso le desconcertaba profundamente.

—Necesito que me diga si dispone de información confidencial acerca de este caso, o si, como me temo, mis compañeros le han facilitado alguna prueba relacionada con el homicidio, al objeto de que pueda analizarla cómodamente en la tranquilidad de su domicilio. He oído que algunos videntes necesitan tener entre las manos objetos relacionados con el caso, para que se ponga en marcha eso que ustedes llaman percepción extrasensorial.

—¿Y si así fuera?

El tono de la psicóloga seguía sin ser desafiante. La mujer lograba, a través de sus gestos y de su inflexión de voz, que el diálogo no desembocara en un enfrentamiento. Se había dado cuenta de que el policía había llegado muy tenso a la reunión y no tenía intención de echar más leña al fuego. Perdomo respondió con la expresión más severa de su repertorio:

—Sería gravísimo. Estaríamos ante una prueba contaminada que no podríamos utilizar en el juicio.

Ordóñez observó que el policía había terminado ya de beberse el café y le pidió la taza para dejarla sobre la mesa del escritorio. Luego comenzó a explicarle:

—Le voy a contar, para que se quede tranquilo, cómo he llegado yo a colaborar con la policía y mi grado de implicación en esta investigación en concreto. Vaya por delante que no dispongo en este momento de pruebas físicas relacionadas con el homicidio, ni las he tenido entre manos con anterioridad.

Perdomo, que no se había permitido ni un solo gesto de relax hasta ese momento, sonrió aliviado.

—Eso son buenas noticias.

—Hasta ahora, sólo he intervenido en media docena de casos, y únicamente he colaborado con el inspector Salvador, siempre a petición de él mismo.

—¿Cómo entró él en contacto con usted?

—Nos conocimos porque un hijo de su hermana tenía problemas, y yo le analicé durante un tiempo. En la entrevista inicial que tengo siempre con los padres, antes de empezar la terapia con el niño, adiviné un par de detalles que ni yo misma sé si son atribuibles a la PES, percepción extrasensorial.

—¿Puedo saber en qué consistieron sus
adivinaciones
? —interrumpió el inspector.

—Eso no me está permitido. Debo respetar la confidencialidad del paciente.

—Pero su paciente era el niño, no los padres.

—En ambos casos, lo que vi estaba relacionado con el crío, y se trataba de información muy, muy sensible.

—Me hago cargo. Continúe, por favor.

—La madre de Tomás, que así se llama el niño, debió de hablar al inspector Salvador de mí, y éste vino a verme un día para pedirme ayuda en la solución de un caso aparentemente irresoluble.

—¿Recuerda de qué se trataba?

—Lo recuerdo perfectamente, pero insisto en que debo respetar el sigilo profesional.

Perdomo la miró un poco confuso y protestó:

—¿Sigilo profesional? ¿Pero no me acaba de decir que no se gana la vida como parapsicóloga? Esto no forma parte de su profesión.

—El hecho de que yo no haya facturado nunca por mis servicios no significa que no aplique mi código deontológico también en estas consultas, vamos a llamarlas… extraordinarias.

—¿Puede decirme al menos si usted resultó decisiva en la investigación?

—Ni decisiva ni accesoria: le confieso que en el primer caso que me confió el inspector Salvador no pude aportar ni un solo dato. Fui un fiasco absoluto.

Parecía que iba a rematar su relato con una carcajada, pero ésta se quedó en sonrisa.

—¿A qué lo atribuye usted?

—Quizá la información preliminar que me aportó la policía fue insuficiente o errónea por completo, o tal vez mis facultades tengan altibajos, en función de los ciclos menstruales o lunares, vaya usted a saber. Ya sabe lo raras que podemos ser a veces las mujeres.

A Perdomo le hizo gracia el comentario de Ordóñez sobre el género femenino, pero decidió no exteriorizar ni una sonrisa. En lugar de eso continuó indagando:

—Si se estrenó con un fracaso rotundo, ¿cómo es que fue consultada en más ocasiones?

—Me temo que la segunda oportunidad —que yo no solicité en modo alguno— me fue dada por la enorme tozudez de la hermana de Salvador, que tenía fe ciega en mis capacidades. Era un caso de homicidio y me complace decir que proporcioné a la policía un par de indicios que permitieron localizar al narcotraficante, pues se trataba de una
vendetta
por drogas.

El inspector Perdomo permaneció en silencio sin saber cómo reaccionar. La psicóloga le sorprendió con el siguiente comentario:

—Es evidente que usted no cree en la percepción extrasensorial.

Perdomo no quería ser maleducado con Ordóñez, así que tardó en reaccionar, buscando como estaba una manera no agresiva de mostrar su escepticismo. La psicóloga pareció darse cuenta de lo que pasaba por la mente del policía, porque añadió:

—No hace falta que se justifique; hay tal cantidad de farsantes en este campo que el escepticismo no es sólo comprensible, sino hasta recomendable. Los parapsicólogos policiales no abundan en España, pero no se puede imaginar la cantidad de ellos que hay en otros países; suelen acertar a posteriori. Uno le puede decir por ejemplo: «Veo agua y el número 13». Cuando concluye la investigación —en el caso de un secuestro, pongamos por caso— la policía descubre que había un depósito de agua por la zona y que la calle estaba en el distrito 28013. Los datos aportados no han servido en realidad para llegar hasta la casa del secuestrador, pero nadie puede negar que el vidente tenía razón en lo que dijo.

—Pero si el agua hubiera pertenecido a una piscina municipal y el 13 al número de la casa, el parapsicólogo lo hubiera computado también como acierto, ¿no es eso?

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