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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (14 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—Su Excelencia me envidia —lo azuzó Lucifer, cuya vanidad había crecido desde la escultura del «Fauno Danzante».

—Es mi profesión y no la niego. También envidio a Mammón, quien no vaciló en destruir varias ciudades, para alcanzar su meta.

—¡Ay, Excelencia! —protestó el avaricioso—. ¡No me lo recuerde! ¡Y yo que ansiaba lograr el éxito con poco gasto!

—Estimo —dijo Satanás, añadiendo mostaza a su olla— que el Señor Almirante se desanima demasiado pronto. Somos apenas unos recién llegados, y Su Excelencia sin duda necesita más elementos de juicio. No desespere todavía.

—¡Remember! —cantó Lucifer, burlón—. ¡Remember Mefistófeles!

¡Qué espectáculo extravagante hubieran ofrecido las siete Princesas a cualquier curioso que se hubiese atrevido a espiarlas, si le fuera dado entender su idioma! Puestas alrededor de las calderas, semiocultas por el vapor que de ellas emanaba, parecían seres sobrenaturales (y lo eran, en verdad) o brujas (y participaban de su alianza amistosa), pero no bien un soplo de aire disipaba el humo, resurgían, finas, delicadas, frescas: siete damas de la Corte más señorial, sin afeites ni pinturas, lo cual hacía resplandecer sus cabelleras y sus pieles; siete Princesas manchúes, que en vez de hablar de crisantemos, de perlas, de poesía y de vestidos, analizaban las posibilidades del triunfo de la Envidia y mencionaban a Pompeya y al Mariscal de Rais…

—Lo más oportuno —propuso el cojo Asmodeo— será que nos dividamos. Vaya el Señor Almirante a Pekín y acopie allá informaciones. Nosotros, entre tanto, nos esmeraremos en representar nuestros papeles aquí, con más arte que hasta ahora, pues es evidente que la Vieja Buda husmea un tufo raro, aunque jamás podría adivinar qué lo origina.

—Sí —reflexionó Leviatán—, iré a Pekín. Apruebo la idea. Tal vez encuentre, en la Ciudad Prohibida, un indicio, lo cual me parece difícil. Esta mujer no puede envidiar. No puede envidiar ni al Emperador, que de ella depende.

—Vaya y examine —prosiguió el demonio de la lujuria—. A Su Excelencia, sagacidad le sobra. Y Belfegor debe hacer un esfuerzo para secundarnos —terminó, dirigiéndose al de la pereza, que roncaba con ambos pies metidos en la olla, y a quien despabiló un codazo de Belcebú—. De no ser así, el Diablo recibirá nuestras quejas. Tenga en cuenta que nos circundan espías invisibles.

Belfegor murmuró que su esencia misma le prohibía combatir el ocio, pero que, dadas las circunstancias, haría cuanto de él dependiese, dentro de sus restricciones.

—En resumen —dijo Lucifer—, le comunicaremos a la Emperatriz que la Princesa Sauce Otoñal, o sea el Señor Almirante, debió permanecer en cama, por no sentirse bien. Es lo que en realidad tendríamos que hacer todos, luego del remojón. Y Su Excelencia viajará a Pekín. Acelere el regreso, por favor, porque nuestra situación dista de ser confortable. Nosotros, por nuestro lado, continuaremos nuestra tarea cortesana… nada digna de envidia, créame.

Acababa de pronunciar esas palabras, cuando una servidora acudió, para que no olvidasen que la Emperatriz ofrecía esa tarde un té a las damas de las legaciones. Al punto, Leviatán salió del cuerpo que hasta entonces habitara, al que colocó, auténticamente resfriado, en un lecho. Las otras seis Princesas se secaron, se calzaron y corrieron (hasta la torpe Crisantemo de Confucio), entre nubes de mariposas, cuchicheando, piando, riendo, arreglándose las flores de los tocados y haciendo aletear los abanicos, con los cuales se despedían del Almirante, quien ya volaba sobre los techos del Parque de la Paz y de la Armonía, indistinguible para los demás.

Las damas de honor aguardaron a Tzu-Hsi en la antecámara de su alcoba. No bien apareció hicieron, correctísimamente, el saludo ritual. La Gran Antepasada las observó y olió un buen rato. Se regocijó, al saber que Sauce Otoñal cuidaba en su lecho el resfrío provocado por ella. Era, de todas las Princesas, la que la intrigaba más, por las facciones de lagarto que creía haber visto despuntar en su rostro. Optimista, luego del examen, pensó que habría que atribuir aquellas mudanzas y trastornos al rigor del estío, y que la normalidad ceremoniosa había vuelto a establecerse, y encabezó al pequeño grupo, en su marcha hacia la Sala de Audiencias. En lugar de sentarse en el trono, ocupó una silla, y ordenó que las extranjeras entrasen. Éstas hicieron la reverencia de Europa, y a poco la vasta habitación resonó con el vibrante parloteo de las inglesas, las francesas, las alemanas, las italianas y las norteamericanas, contrastando con el timbre suave y dulcemente atiplado de las manchúes, que emitía el talento imitativo de los demonios. Hay que reconocer que estos últimos se condujeron en forma irreprochable. Ni una vez, maguer que dominaban todos los idiomas, sucumbieron ante la seducción de usarlos y lucirse, sino se limitaron a menear las cabezas, como autómatas efusivos, cuando los intérpretes traducían sus frases floridas, y dedicaron la mayor parte del tiempo a reír agradablemente, tapándose las caras con las flotantes mangas de seda. Fueron de un extremo al otro del salón, con breves pasos y urbanas inclinaciones, cuidando de no derribar las chucherías, sirviendo docenas de tazas de té y ofreciendo, en bandejas de laca, dulces primorosos. La Emperatriz, de tanto en tanto, abandonaba su sitial, se acercaba a un corro, como una ardilla embozada en ropas imperiales, ponderaba un sombrero norteamericano o un vestido alemán, equivocándose casi siempre, a menos que lo hiciera a propósito, pues elegía los peores. Sus ojos negros, plantados sobre una noble nariz y una boca ancha y firme, trajinaban; se fijaban un instante en la Princesa Crisantemo de Confucio, quien se mantenía en pie con bastante corrección, o en la Princesa Murciélago Granate, la cual no era otra que Belcebú y, a juicio de la Vieja Buda, se alimentaba demasiado. Las invitadas refulgían de orgullo, atisbándose entre sí, para comprobar si la francesa lucía alhajas mejores y si la inglesa era objeto de halagos especiales por parte de la Emperatriz. Los celos resultaban tan evidentes, que la educación y el largo oficio diplomático no contribuían a disimular la pugna. Se afanaban las señoras, como las gallinas en torno del gallo, por cloquear alrededor del Buda Viviente, en este caso con expresiones políglotas. Y el Buda, sahumado, adoptaba actitudes hieráticas y bebía su té como si orase.

—Nuestra anciana —le susurró Satanás a Lucifer, detrás de la manga amarilla— es una hipócrita. En realidad, detesta a sus huéspedes.

No pudo contestarle el otro, porque había llegado la hora de distribuir los obsequios. Los ochenta y cinco relojes rompieron a sonar, y el chismorreo subió de tono, como si la sala fuese una colosal pajarera, mientras que las Princesas del Averno recorrían la sala, repartiendo abanicos, cajas de bambú, palillos para comer, sortijas de ámbar, prendedores de turquesa y demás chinerías. Se divirtieron entregando los presentes menos significativos a las damas a quienes Tzu-Hsi había agasajado más, y la inglesa al comparar sus flores de papel con la pulsera de corales de la italiana, se atragantó por producir una estudiada sonrisa que a nadie engañó. Así transcurría la fiesta, amenamente. Se sirvieron ciento doce tazas de té.

El piano de cola estaba abierto, y al pasar a su lado, Lucifer no resistió a la tentación de deslizar sobre el marfil sus dedos finos. Como eso coincidió con el instante en que habían callado los gárrulos relojes; en que cada una había deshecho el moño de su regalo y había experimentado la correspondiente desilusión, pues el departamento del Tsen Li Yamen, el de las Relaciones Exteriores, le había aconsejado a la Viuda que no extremase las ofrendas, ya que nunca lograban entender los de Pekín qué era considerado de buen gusto por los europeos; y como flaqueaban las conversaciones, porque nadie tenía qué decirse, y el té causaba horror, aplaudieron las señoras, rodearon al demonio y le rogaron que interpretase algo, intensificando de tal suerte el bullicio que ninguna escuchó a la Emperatriz, quien proclamaba que la Princesa de las Glicinas no sabía tocar.

La Soberbia incitó y excitó a su demonio. Fue inútil que sus compañeros le dirigiesen miradas de alarma, puesto que ya se había afirmado en el taburete; ya poseía, pese a que las manos y los pies no eran suyos, teclas y pedales; ya echaba hacia atrás la cabeza; y ya vibraba, impetuoso, conmoviendo la atmósfera caliente con más energía que los altos flabelos de plumas de pavo real, agitados por los eunucos, el inicial allegro de la Sonata en Si Bemol Opus 35 de Chopin. Volaban los dedos ágiles, fluía la cascada de las notas, y las señoras no escondían su admiración. El scherzo estremeció a los relojes, algunos de los cuales cantaron fuera de hora, crimen inaudito. Entre tanto, inmóvil en su sillón, la Emperatriz hacía esfuerzos para que los ojos no se le cayesen de las órbitas. Sin embargo, es justo decir que no envidiaba a la ejecutante; la odiaba, por haberle ocultado un dominio tan excelso, a ella, a quien nada se le debía encubrir. Por fin, no resistiendo más, lanzó un grito, quebró varios de sus porta-uñas de esmalte y perlas, e impidió que la Marcha Fúnebre imprimiese su cadencia final a la reunión. Ésta concluyó al punto, y la despedida de las damas de las legaciones, embarazadas por sus modestos paquetes, y obstinadas en murmurar amabilidades, fue más rápida que su acceso a la Sala de Audiencias.

Abundaron, como se supondrá, las explicaciones entre Tzu-Hsi y Lucifer, quien le dijo que había estudiado el piano a solas, en secreto, para sorprenderla en el momento oportuno. Y aunque se resistía a creerlo, debió la Emperatriz aceptar esa aclaración, por ser la única lógica, pero se quedó rumiando, masticando sus perlas y dando vueltas en la cabeza a los incidentes de ese día. En cuanto a los demonios, no bien se reintegraron al Pabellón de las Nubes Favorables, recriminaron al soberbio por su actitud inconsulta, que hubo de echarlo todo a perder.

—Se me fueron las manos —les respondió—. La tentación pudo más.

—No es Su Excelencia quien debe ser tentado, sino la Viuda.

Y además… ¡hace tanto tiempo que no tocaba Chopin! En el Infierno, cuando el frío no ha destruido los pianos, el Diablo los manda desafinar y luego invita a los maestros pecadores, que son legión, a dar conciertos.

Tarareó la Marcha Fúnebre, a la que no había llegado a interpretar, y se fueron acostando. Así transcurrió la primera jornada de los demonios, en la Montaña de los Diez Mil Años de Longevidad.

A la mañana siguiente, Leviatán regresó en su sapo volandero. Venía pletórico de noticias.

Harto diferente era la existencia que se llevaba en la Ciudad Prohibida de Pekín de la que transcurría en el Palacio de Verano. Aquí, se deslizaba entre paseos y recepciones; allá, se meditaba y se conspiraba. El joven Emperador, duodécimo de la dinastía manchú, le había gustado al Almirante. Era un mozo de aspecto ascético, que usaba el cabello largo y cuidaba sus manos nobles. Vestía con pulcra sencillez. Se descontaba que, encerrado en su palacio, entre hombres doctos a quiénes confería un trato de cortesía ejemplar, sólo se ocupaba de leer, de componer mecanismos relojeros y de oír música. Otra era la realidad, aunque se la ignoraba, y Leviatán, merced a su don ubicuo, la descubrió en breve. El Emperador, cabeza del Estado, preparaba un golpe de estado. Quienes rodeaban al Hijo del Cielo no eran, como parecían, poetas, médicos y astrólogos, sino políticos y políticos de vanguardia, liberales. Aspiraban a construir una China nueva y, desde la altura vertiginosa del Trono del Dragón, Kuang-Hsü compartía sus aspiraciones. Ansiaban colocar a China en el mismo nivel de los países progresistas de Europa, y para ello era menester una revolución de fondo que, al sacudir los cimientos, modificase las instituciones y las costumbres. Pero si se quería lograr el éxito, había que actuar con sumo sigilo y obtener la victoria por sorpresa. Sobre todo, se requería que el Buda Viviente, el único capaz de desbaratar la confabulación, no se enterase de que ésta se tramaba. Por eso andaban a veces de puntillas y a veces con pies de plomo. Ya habían empezado a difundirse, con el sello imperial, los decretos iniciales, de apariencia inocua. Pronto surgirían los restantes, más y más perturbadores. Hasta ese momento, la Emperatriz Viuda no se había dado por aludida. Acaso, puesto que no se vinculaban con el ceremonial, no le importaban; acaso, también, sus entretenimientos habían concluido por alejar a Tzu-Hsi y a su camarilla de esos problemas.

—¿Y los extranjeros? —preguntó Satanás—. ¿Qué opinan los extranjeros..? ¿los maridos de esas señoras charlatanas con quienes tomamos el té?

—Están divididos. Hay quienes calculan que sacarán ventajas de una China más moderna, y hay quienes piensan que les conviene que no salga de su marasmo actual. Estos últimos forman la inmensa mayoría.

—Lo que Su Excelencia nos refiere es muy interesante, como capítulo de la historia contemporánea y de la evolución de sus órganos constitucionales —dijo Lucifer—, mas no veo qué provecho le podemos sacar, del punto de vista de nuestra tarea. No distingo dónde asoma la envidia de la Emperatriz, en ese intríngulis. La Emperatriz es intangible y está muy contenta.

—Yo sí lo veo —replicó el cocodrilo—. Debemos afirmar en su ánimo la impresión (aunque sea falsa) de que las potencias de Europa miran con entusiasmo al joven Hijo del Cielo; de que lo consideran superior a ella, al propio Buda Viviente, y más digno de ejercer el mando. En una palabra: debemos procurar que envidie al Emperador, convenciéndola de que Kuang-Hsü causa más admiración que ella a esos forasteros… forasteros a quienes la Emperatriz juzga inferiores, pero cuya supremacía evidente la Viuda ha tenido que sufrir. Es la única posibilidad de envidia que se me ocurre. Pero habrá que proceder con sumo cuidado, lentamente y etapa a etapa. Por lo pronto, ahora mismo y antes de su despertar, le organizaremos un sueño.

—¿Un sueño?

—Ya verán, Excelencias. Será el primer toque de atención, y como tal, muy leve. Y muy chino, señores: recuerden que nos hallamos en un país de sueño.

Golpeó las manos, y las camas se colmaron de revistas ilustradas del Viejo Mundo. Desbordaban, encima de las colchas, las pilas de tapas con el abigarramiento de fotografías y cromos. Mientras los demonios daban vuelta a las páginas, Leviatán les fue comunicando su idea. De acuerdo con ésta, cada uno eligió al soberano reinante más acorde con su manera de ser o que se le antojaba más decorativo, y se aprestaron a representar la pantomima que les trazara el envidioso. Comenzaron por desvestirse de los cuerpos de las Princesas, y luego, aplicando su ciencia de la metamorfosis y ajustándose a los modelos facilitados por las revistas, procedieron a la transformación. El Almirante, por su jerarquía de jefe de la maniobra, asumió el papel de Kuang Hsü, Emperador de la China y figura central del cuadro que aspiraban a componer. Satanás interpretó la parte de Guillermo II, Emperador de Alemania; Lucifer, la de Nicolás II, Zar de Rusia; Mammón, la de Humberto I, Rey de Italia; y Asmodeo, la de Alfonso XIII, rey niño de España. A Belfegor, para que estuviese sentado durante la que denominaban «operación sueño», lo convirtieron en la Reina Victoria de Inglaterra. En cuanto a Belcebú, se negó terminantemente a doblar la parte de un monarca, pues se lo impedían sus principios republicanos, y optó por caracterizar a Mr. William McKinley, Presidente de los Estados Unidos. Es justo decir que no perdieron el tiempo, si se abarca la multitud de detalles que debieron tener en cuenta, al estructurar las fisonomías, los uniformes, las condecoraciones, etc., porque eran prolijos y puntillosos y se esmeraban en que sus trabajos salieran bien. Iban y venían, los siete, de los periódicos a los espejos, retocando minucias, enmendando errores, añadiendo aquí un galón y allá una charretera, criticándose y auxiliándose. Cuando Leviatán estimó que estaban listos, abandonaron el pabellón y, el uno tras el otro, se encaminaron al palacio donde dormía la Emperatriz.

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