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Authors: Ken Follett

El valle de los leones (33 page)

BOOK: El valle de los leones
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—¿En serio crees que el régimen de Masud sería peor que el de los rusos? —preguntó Ellis.

Jane lo pensó durante algunos instantes.

—No sé. Lo único cierto es que el régimen de Masud sería una tiranía afgana, en lugar de ser una tiranía rusa. Y creo que no vale la pena matar gente para intercambiar un dictador extranjero por uno local.

—Sin embargo, por lo visto los afganos piensan que sí vale la pena.

—A la mayoría jamás se les ha preguntado.

—Sin embargo, creo que es obvio. De todas maneras, normalmente no me dedico a este tipo de trabajos. Por lo general me encuentro mejor dentro del tipo detectivesco.

Había algo que desde hacía un año despertaba la curiosidad de Jane.

—¿Cuál fue exactamente tu misión en París?

—¿Cuando espié a tus amigos? —Ellis esbozó una leve sonrisa—. ¿No te lo dijo Jean-Pierre?

Confesó que en realidad no lo sabía.

—Tal vez lo ignorara. Yo trataba de apresar terroristas.

—¿Entre nuestros amigos? —Allí por lo general es donde se los encuentra: entre los disidentes, los marginados y los criminales.

—¿Rahmi Coskun era terrorista?

Jean-Pierre afirmaba que Rahmi fue arrestado por culpa de Ellis.

—Sí. Fue el responsable de la bomba colocada en las Aerolíneas Turcas de la avenida Félix Faure.

—¿Rahmi? ¿Y cómo lo sabes?

—Porque él me lo dijo. Y cuando lo hice arrestar, planeaba colocar otra bomba.

—¿Y también te lo dijo?

—Me pidió que lo ayudara a fabricarla. —¡Dios mío!

El apuesto Rahmi con sus ojos rasgados y su odio apasionado contra el gobierno de su desgraciado país.

Pero Ellis aún no había terminado. —¿Recuerdas a Pepe Gozzi? Jane frunció el entrecejo.

—¿Te refieres a ese corso extraño que tenía un Rolls-Royce?

—Sí. El abastecía de armas Y explosivos a todos los locos de París. Se las vendía a todos los que estuvieran en condiciones de pagar el precio que pedía, pero se especializaba en clientes políticos. Jane no salía de su asombro. Suponía que Pepe no era trigo limpio, Simplemente por el hecho de ser rico y corso, pero en el peor de los casos consideraba que estaría involucrado en algún asunto turbio común, como el contrabando o el tráfico de drogas. ¡Y pensar que se dedicaba a vender armas a asesinos! Jane empezaba a sentir que había vivido en un sueño, mientras la intriga y la violencia eran el mundo real que la rodeaba por completo. ¿Sería tan cándida?, se preguntó.

Ellis continuó explicándole:

—También apresé a un ruso que había financiado asesinatos y secuestros. Después interrogaron a Pepe y él desenmascaró al cincuenta por ciento de los terroristas europeos.

—¿Y a eso te dedicabas durante toda la época en que fuimos amantes? –dijo Jane, con aire soñador. Recordó las fiestas, los conciertos de rock, las manifestaciones, las discusiones políticas en los Cafés, las incontables botellas de vino rouge ordinaire que bebían en los estudios de los áticos. Desde la ruptura de ambos, ella supuso vagamente que él se dedicaba a escribir pequeños informes sobre la juventud radicalizada, explicando quiénes tenían influencias, quiénes eran extremistas, quiénes contaban con dinero, quiénes con mayor ascendiente entre los estudiantes, quién mantenía conexiones con el Partido Comunista y así sucesivamente. Y ahora le resultaba difícil concebir que Ellis hubiera estado persiguiendo a verdaderos criminales y que realmente hubiera descubierto a algunos entre sus amigos.

—¡Me parece increíble! —exclamó, estupefacta.

—Si quieres saber la verdad, fue un gran triunfo.

—Probablemente no deberías estar contándomelo.

—Es cierto. Pero he lamentado muchísimo haberte mentido en el pasado, para decirlo sin exagerar.

Jane se sintió incómoda y no supo qué contestar. Pasó a Chantal a su pecho izquierdo y entonces, al ver la mirada de Ellis, se cubrió el derecho con la blusa. La conversación se estaba poniendo incómodamente personal, pero ella tenía una intensa curiosidad por saber más. Ahora comprendía cómo se justificaba Ellis —aunque ella no estuviera de acuerdo con él—, pero todavía le quedaban dudas acerca de sus motivaciones. Si no lo averiguo ahora —pensó—, es posible que jamás se me presente otra oportunidad.

—No comprendo lo que hace a un hombre pasarse la vida haciendo ese tipo de trabajo —dijo.

El miró para otro lado.

—Las hago bien, me parece que valen la pena y la paga es extraordinariamente buena.

—Y supongo que te gustaba el plan de jubilación y el menú de la cantina. Está bien, no tienes ninguna necesidad de darme explicaciones si no lo deseas.

El le dirigió una mirada dura, como si estuviera tratando de leerle el pensamiento.

—Estoy deseando explicártelo —confesó—. ¿Estás segura de querer oírlo?

—Sí. Por favor.

—Tiene que ver con la guerra —empezó, y de repente Jane se dio cuenta de que estaba por decirle algo que jamás le había confiado a nadie—. Una de las cosas terribles que tenía el hecho de volar en Vietnam, era lo difícil que resultaba distinguir a los vietcong de los civiles. Cada vez que, por ejemplo, proporcionábamos apoyo aéreo a las tropas de tierra, o mirábamos un sendero de la jungla, o declarábamos que una zona era de fuego libre (libre para el fuego), sabíamos que mataríamos más mujeres, niños y ancianos que guerrilleros. Acostumbrábamos a decir que habían estado protegiendo y amparando al enemigo, pero ¿quién sabe? ¿Y a quién le importaba? Los matábamos. En ese caso, los terroristas éramos nosotros. Y no hablo de casos aislados, aún lo peor. Hicimos todas esas cosas terribles en aras de una causa que terminó no siendo más que un cúmulo de mentiras, de corrupción y de autoengaño. Estábamos en el bando equivocado.

¿Y sabes? No había ninguna justificación; eso fue que también vi cometer atrocidades, me refiero a nuestras tácticas regulares y diarias.

—Tenía el rostro tenso y contraído, como si padeciera de algún dolor interno y persistente. A la luz inestable de la lámpara su piel se veía sombreada y cetrina—. Como verás, no hay excusa ni perdón.

Con suavidad, Jane lo alentó para que siguiera hablando. —¿Entonces por qué te quedaste? —preguntó—. ¿Por qué te ofreciste como voluntario para un segundo período?

—Porque en ese momento no veía las cosas con tanta claridad; porque estaba luchando por mi país y uno no puede darle la espalda a una guerra; porque era un buen oficial y si hubiese vuelto a casa mi lugar podría haber sido ocupado por algún botarate y mis hombres habrían muerto; y como, por supuesto, ninguna de esas razones era lo suficientemente buena, en algún momento me pregunté ¿Qué vas a hacer al respecto? Quería, en ese momento no lo sabía, pero quería hacer algo para redimirme. En la década de los sesenta se habría dicho que padecía un complejo de culpabilidad.

—Sí, pero —Ellis parecía tan inseguro y vulnerable que a ella le resultaba difícil hacerle preguntas directas, pero él necesitaba hablar y a ella le interesaba escucharlo, así que insistió—: Pero ¿por qué esto?

—Hacia el final de la guerra yo estaba en inteligencia, y me ofrecieron continuar en la misma línea de trabajo, pero dentro del mundo de los civiles. Me aseguraron que sería capaz de desenvolverme como espía porque tenía experiencia en ese medio. Verás, ellos conocían mi pasado radical. Y yo creí que capturando terroristas tal vez podría paliar algo del mal que había hecho. Así que me convertí en un experto antiterrorista. Cuando lo digo suena demasiado simple, pero te aseguro que he tenido éxito. La Agencia no me tiene simpatía porque a veces me niego a aceptar una misión, como la vez que mataron al presidente de Chile, y los agentes no deben negarse a cumplir las misiones que se les encomiendan; pero he sido responsable del encarcelamiento de gente muy peligrosa y me enorgullece.

Chantal se había quedado dormida. Jane la acostó en la caja que hacía las veces de cuna.

—Supongo que debería decirte que, que por lo visto te juzgué mal.

El sonrió.

—¡Gracias a Dios por haber oído eso!

Durante algunos instantes a Jane la sobrecogió la nostalgia al recordar la época —¿fue sólo un año y medio antes?— en que ambos eran felices y no había sucedido nada de eso: no existía la CÍA, ni Jean-Pierre, ni Afganistán.

—Sin embargo, es imposible borrarlo, ¿verdad? —preguntó—. Me refiero a todo lo que ha sucedido, tus mentiras, mi enojo.

—No. —Estaba sentado en un taburete mirándola y estudiándola con el alma en la mirada. De repente le tendió los brazos, vaciló y después apoyó las manos en las caderas de Jane, en un gesto que pudo haber sido de cariño fraternal, o de algo más. Entonces Chantal murmuró: Mmumumumurnmm. Jane se volvió para mirarla y Ellis dejó caer las manos. Chantal estaba completamente despierta y movía los bracitos y las piernas en el aire. Jane la levantó y la chiquilla eructó de inmediato.

Jane se volvió hacia Ellis. Él con los brazos cruzados, la observaba sonriendo. De repente ella no quiso que él se fuera. Siguiendo un impulso le hizo una invitación.

—¿Por qué no te quedas a comer conmigo? Pero te advierto que no hay más que pan y cuajada.

—Me parece perfecto.

Ella le tendió a Chantal.

—Iré a decírselo a Fara.

Ellis tomó a la pequeña en brazos y ella se dirigió al patio. Fara calentaba agua para el baño de Chantal. Jane probó la temperatura con el codo y la encontró ideal.

—Prepara pan para dos, por favor —le pidió en dari.

Fara abrió los ojos, sorprendida, y Jane se dio cuenta de que era un escándalo que una mujer sola invitara a un hombre a comer. ¡Al diablo con todo, pensó. Levantó la olla de agua caliente y la llevó a la casa.

Ellis estaba sentado en el almohadón grande, debajo de la lámpara de aceite, balanceando a Chantal sobre su rodilla mientras le recitaba un poema infantil en voz baja. Sus grandes manos velludas rodeaban el cuerpecito rosado de la chiquilla. Ella lo miraba, gorjeando feliz y dando pataditas con sus piececitos regordetes. Jane se detuvo en la puerta, transfigurada por la escena y, sin querer, pensó: Ellis debió haber sido el padre de Chantal.

¿Es cierto eso? —se preguntó al mirarlos—. ¿Realmente lo hubiera yo deseado? En ese momento Ellis terminó de recitar el poema, la miró y sonrió con algo de timidez, y ella pensó: Sí, me habría gustado que fuera el padre de Chantal.

A medianoche subieron por la ladera de la montaña, Jane delante, Ellis siguiéndola con un gran saco de dormir debajo del brazo. Habían bañado a Chantal, comido su escasa cena de pan y cuajada, vuelto a alimentar a Chantal e instalado a la pequeña por el resto de la noche en la azotea, donde estaba profundamente dormida junto a Fara, quien la protegería con su vida. Ellis quiso llevarse a Jane lejos de la casa donde había sido la mujer de otro y Jane sentía lo mismo.

—Conozco un lugar adonde podemos ir —dijo.

En ese momento abandonó el sendero montañoso y condujo a Ellis por el terreno pedregoso e inclinado hasta su secreto lugar de retiro, el saliente oculto donde tomaba sol desnuda y se untaba el vientre antes del nacimiento de Chantal. Lo encontró con facilidad a la luz de la luna. Miró hacia abajo, hacia el pueblo, donde los rescoldos de los fuegos todavía resplandecían en los patios y donde la luz de algunas lámparas todavía danzaba detrás de las ventanas sin vidrios. Apenas alcanzaba a distinguir la forma de su propia casa. Dentro de pocas horas, en cuanto empezara a nacer el día, podría distinguir las formas dormidas de Chantal y Fara en la azotea. Se alegraría de poder hacerlo: era la primera vez que dejaba sola a Chantal de noche.

Se volvió. Ellis acababa de abrir por completo el cierre del saco de dormir y lo extendía sobre el suelo como una manta. La oleada de calor y de lujuria que la sobrecogió en su casa cuando lo vio recitándole un poema infantil a su hija, había desaparecido. En ese momento renacieron todos sus antiguos sentimientos: la necesidad de tocarlo, el amor que despertaba en ella su forma de sonreír cuando se sentía consciente de sí mismo, la necesidad de sentir sus grandes manos apoyadas en su piel, el deseo obsesivo de verlo desnudo. Algunas semanas antes del nacimiento de Chantal, Jane perdió sus deseos sexuales y no los recobró hasta ese momento. Pero durante las horas sucesivas, ese estado de ánimo se fue disipando poco a poco mientras los dos hacían arreglos prácticos para poder estar solos, como un par de adolescentes que tratan de alejarse de sus padres para acariciarse libremente.

—Ven a sentarte —pidió Ellis.

Ella se instaló a su lado sobre el saco de dormir. Ambos miraron hacia el pueblo sumido en las tinieblas. No se tocaban. Hubo un momento de tenso silencio.

—Aquí nunca ha estado nadie más —comentó Jane.

—¿Y para qué lo utilizabas?

—Oh, simplemente para tenderme al sol y no pensar en nada —contestó. Pero en seguida pensó: ¡Oh, qué diablos! y agregó—: No, eso no es del todo cierto. También me masturbaba.

El lanzó una carcajada y después la abrazó.

—Me alegra comprobar que todavía no has aprendido a censurar tus palabras —dijo.

Ella se volvió para mirarlo de frente—. El la besó en la boca con suavidad. Le gusto por mis defectos —pensó Jane—: por mi falta de tacto, mi carácter rápidamente irritable, mi costumbre de maldecir, por ser una cabeza dura.

—No trates de cambiarme —decidió en voz alta.

—¡Oh, Jane, si supieras cómo te he echado de menos! —Ellis cerró los ojos y habló en un murmullo—. La mayor parte del tiempo ni siquiera me daba cuenta de ello.

Se tumbó y la atrajo hacia él, así que ella terminó encima de él. Jane se inclinó y le besó el rostro con suavidad. La sensación de incomodidad se le esfumaba rápidamente. Pensó: La última vez que lo besé no tenía barba. Sintió que las manos de él se movían: le estaba desabrochando la blusa. Ella no usaba sujetador —en realidad no tenía ninguno lo suficientemente grande— y sentía los pechos muy desnudos. Deslizó una mano dentro de la camisa de Ellis y le tocó los pelos largos del vello que rodeaba sus tetillas. Casi había olvidado lo que se sentía al tocar a un hombre. Durante largos meses su vida había estado llena de las voces suaves y los rostros tersos de mujeres y niños; y ahora de repente necesitaba sentir una piel áspera, unos muslos duros y unas mejillas peludas. Entrelazó los dedos en la barba de Ellis y le abrió la boca besándolo febrilmente. Las manos de él encontraron sus pechos turgentes y ella sintió una oleada de placer y entonces supo lo que iba a suceder y se sintió incapaz de evitarlo, porque aún cuando se alejó de él bruscamente, sintió que sus pezones derramaban un chorro de leche tibia sobre las manos de Ellis. Se ruborizó de vergüenza.

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