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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (35 page)

BOOK: El umbral
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Su sonrisa triunfal es más resplandeciente que nunca.

—¿Y bien? No está mal, ¿eh?

Se encuentra satisfecho, excitado y entusiasmado. Pero no aterrado. Ni lo más mínimo.

Jeanne y yo no decimos nada durante un buen rato; luego me aventuro a comentar:

—Usted piensa que las dos historias están relacionadas, ¿verdad?

—Creo que estos diecisiete asesinatos están relacionados con una secta…, una secta que dirigiría el padre Pivot…

—¿Y por qué lo cree? ¡Los periódicos nunca han establecido la conexión ni han emitido la hipótesis de una secta! ¿Es porque Roy lo ha soñado, porque ha escrito un relato sobre este tema? ¿Por eso piensa que ha sucedido en realidad?

La sonrisa de Monette sigue flotando durante unos segundos. El periodista adelanta la cabeza y cruza las manos sobre la mesa.

—Escuche, Roy describe escenas sangrientas en sus libros y, a continuación, estas escenas ocurren en la vida real… Roy sueña con un sacerdote calvo, y descubrimos que este sacerdote existe… Entonces, si Roy sueña que este cura dirige una secta cuyos discípulos han sido masacrados, me parece que tenemos sobrados motivos para creer que esto también ha sucedido en la realidad, ¿no?

Jeanne y yo nos callamos. Busco algo sensato que decir, algo razonable, pero no encuentro nada. Monette prosigue:

—Cuando Roy escribió su relato, nadie vio nada de particular en él. Nadie, salvo el padre Boudrault. ¿Por qué? Porque reconoció al padre Pivot, sí, pero eso no es suficiente… Seguramente, reconoció algo más…, la secta, por ejemplo…

—¿Insinúa que el padre Boudrault habría ocultado información a la policía? ¿Que sabía más de lo que decía?

El periodista se encoge de hombros. Me masajeo la frente con las dos manos, un poco aturdido. Jeanne mueve la cabeza y mira a los clientes, sentados más allá. Parece completamente perdida.

—Es…, es desconcertante… Se diría que se forman dos historias, pero que no conseguimos unirlas… ¿Por qué soñó Roy con ese sacerdote diecisiete años después, cuando la historia estaba acabada y enterrada? El mismo Roy afirma que no lo conoce. ¡Que nunca ha oído hablar de él! ¿Cuál es la relación?

—Seguramente, eso es lo que quería saber el padre Boudrault —dice Monette.

Jeanne sigue reflexionando en voz alta:

—Las desapariciones de las diecisiete personas comenzaron el dieciséis de junio y continuaron durante algunos días… Roy nació el veintidós de junio…

—¿Y qué? —replica el periodista—. Eso no explica nada.

Yo me callo, demasiado impactado aún. Miro tontamente el vaso de cerveza, como si fuera a surgir de él una revelación extraordinaria. Al final, bebo un trago. La cerveza está tibia.

—A menos que…

Jeanne levanta un dedo, reflexiona un segundo y continúa:

—A menos que Pivot sea el padre de Roy… El verdadero padre, quiero decir… Roy es adoptado y nunca ha conocido a su verdadero padre, no lo olvidemos. ¡En cualquier caso, sería una posible relación!

—Yo también lo he pensado —dice Monette—, pero, en el fondo, ¿qué explica eso?

Jeanne hace un tic contrariado y se vuelve hacia mí, impaciente.

—¡Pero di algo, Paul! ¿Qué piensas de todo esto?

Abro la boca con dificultad, como si mis labios estuvieran sellados con arcilla.

—Creo que es absolutamente necesario que me dé una vuelta por Mont-Mathieu este fin de semana…

Jeanne levanta el mentón. Ha comprendido mi idea.

—Piensas en el joven sacerdote que menciona el artículo, en el padre Lemay… ¿Crees que fue él quien vino al hospital el sábado?

—¿Quién más quieres que sea? Además, las edades concuerdan: si ese Lemay era joven en 1956, digamos que tuviera veintitantos años, entonces andaría por los sesenta y tantos en la actualidad… El sacerdote del sábado corresponde a esa edad…

Monette aplaude.

—¡Sí, es verdad! ¡Seguramente es él!

—Pero quizá no sepa más que nosotros… —dice Jeanne.

—Sin duda, él sabe algo. Si no, ¿por qué vino al hospital?, ¿por qué huyó de mí?

—El único medio de saberlo es hacerle una visita —sugiere el periodista.

Contemplo de nuevo mi vaso.

—Justo lo que voy a hacer…

—¿Estará en la zona de Quebec este fin de semana?

—Sí, asistiré a un simposio. Pero las conferencias son durante el día. Puedo ir a Mont-Mathieu el sábado por la tarde…

El periodista asiente. Luego, después de un corto silencio, cruza los brazos sobre la mesa y, con ojos brillantes, nos suelta:

—Una historia emocionante, ¿eh?

Lo fulmino con la mirada. ¡Emocionante! Lo único que Monette ve en esta historia es una enorme exclusiva. Como para confirmar mis pensamientos, añade:

—¡Imaginen el libro que voy a escribir con esto! ¡Incluso, les puedo citar como colaboradores!

Me paso despacio la lengua por los labios y replico lo más educadamente posible:

—Ya hablaremos de eso, señor Monette…

El periodista hace un gesto de comprensión y, de repente, consulta el reloj.

—¡Joder! ¡Tengo que irme! Me he dedicado a su «investigación» a tiempo completo durante los últimos días y ahora tengo trabajo atrasado…

Ordena sus papeles.

—Nos tenemos al corriente, ¿eh? ¿Cuándo vuelve de Quebec?

—El martes.

—Llámeme en cuanto regrese, ¿de acuerdo?

Monette coge la cartera, se levanta y suelta un profundo suspiro de satisfacción. Sus ojos aún brillan excitados.

—Pues bien. Espero sus noticias con impaciencia.

Tiende la mano a Jeanne, que la estrecha mientras dice:

—Muchas gracias, señor Monette. Su ayuda ha sido excepcional. Sin usted, no habríamos avanzado tanto. Le tendremos al corriente, no tema.

El hombre se ruboriza de gusto. Luego me tiende la mano un poco socarrón. Se la estrecho mirándole a los ojos.

—Gracias, Monette.

Mi voz es neutra. Una sonrisa se dibuja en la barba del periodista y, sin soltar mi mano, dice:

—Sé que no soy de su agrado, doctor; por eso, valoro más su agradecimiento…

—Es cierto que usted no me gusta…, pero eso no me impide reconocer que nos ha ayudado. Mucho.

El periodista asiente con aire perspicaz y deja libre mi mano. Repite por última vez:

—Espero su llamada el martes… Sin falta…

Hay una advertencia en su voz. Lo tranquilizo:

—Sin falta…

Satisfecho, sale. Jeanne y yo nos quedamos un buen rato sin decir nada. Miro de nuevo mi vaso. Tengo el cuerpo entumecido. Oigo la música del bar, que parece provenir de un lugar muy lejano… Al final, mi compañera habla:

—¿Tú lo crees, Paul? ¿Crees que hay alguna relación entre la muerte de Pivot y el asesinato de los diecisiete lugareños? ¿Que hay una secta detrás de todo, como en el relato de Roy? ¿Lo crees?

De nuevo, busco algo que decir, alguna idea clara, concreta, que ordene todas las perspectivas, pero no encuentro nada. De todas maneras, comento:

—Ya no sé lo que creo. Sólo quiero la verdad.

Y, para mí mismo, añado:

—Poco importa detrás de qué puerta se esconda…

—¿Puerta?

—No, nada…

Me froto los ojos. Destellos malvas explotan detrás de mis párpados cerrados.

—Estoy muerto, Jeanne… Me voy a acostar…

—Sí, yo también…

Salimos del bar en silencio. En la acera, me dice:

—Si descubres algo importante este fin de semana, no esperes al martes para contármelo. Llámame desde el hotel…

—De acuerdo…

Una sonrisa se dibuja en sus labios, una sonrisa poco convencida, pero llena de buena voluntad.

—Menuda historia, ¿eh?

Querría sonreír, pero no tengo fuerzas. Nos damos un beso y nos separamos.

Esta noche, me acuesto pronto, pero mis ojos permanecen abiertos hasta muy tarde.

Estaba preparado para enfrentarme a lo desconocido, para cuestionar mis convicciones racionales…

Pero ¿estaba preparado para encarar algo así?

Aún hay mucha niebla y detrás de estas sombras pululan cosas que apenas me atrevo a imaginar…

Pruebas. Quiero pruebas.

Pero ¿pruebas de qué exactamente?

Necesito que el actual sacerdote de Mont-Mathieu sea el mismo que el que vino al hospital el sábado… Si no, no habrá ninguna pista que seguir y nos encontraremos en un callejón sin salida.

Y yo, en la duda eterna…

Capítulo 17

S
IEMPRE me llevo el coche cuando voy a un congreso. Sé que el grupo de investigación me pagaría el billete de tren, pero prefiero ir en mi coche, aunque tenga que correr con los gastos de desplazamiento. Las pocas ocasiones que he viajado en tren o en autobús han sido experiencias desagradables: demasiada gente, demasiado ruido…

Meto la maleta en el maletero del coche y lo cierro. Me vuelvo hacia Hélène. Nos miramos, dubitativos. Levanto la cabeza hacia el sol.

—Buen tiempo para viajar por carretera —digo.

—Sé prudente.

Nos damos un largo beso. Me monto en el coche y ella se inclina hasta la ventanilla abierta.

—No dejes que esta historia te destruya, Paul…

Mi mujer está al corriente de la visita que planeo hacer a Mont-Mathieu. Sonrío para tranquilizarla.

—Cuando vuelva, Hélène, pensaré en nosotros. Lo prometo.

Ella corresponde a mi sonrisa, pero noto cierta preocupación.

Mientras el vehículo se aleja, veo por el retrovisor que la figura de Hélène disminuye gradualmente hasta desaparecer. Esta imagen me causa malestar.

Llego a Quebec poco antes de las seis de la tarde. El cóctel de bienvenida, en el hotel, consigue ahuyentar un poco mis pensamientos sombríos. Me encuentro con varios colegas que no había visto desde hacía mucho tiempo. Es agradable volverse a ver. Hablamos mientras tomamos una copa, pero se me debe de notar la preocupación porque me preguntan varias veces si todo va bien, si me encuentro en buena forma. Les aseguro que sí.

Durante la velada, pregunto en recepción por el camino más corto para ir a Mont-Mathieu. Me dan un mapa de la región. Me doy cuenta de que está muy cerca, a treinta minutos de coche como mucho.

Mientras vuelvo hacia el salón del cóctel, reflexiono: mi primera intervención es mañana, después de comer. Creo que podré acabar sobre las cinco, lo que me deja toda la tarde libre…

Tomo una copa más y subo a acostarme.

En la oscuridad de la habitación, aparecen las dos puertas. Una de las dos sigue entornada. De repente, se dibuja una silueta. Reconozco al padre Pivot. El sacerdote extiende la mano hacia la puerta entornada y hace ademán de abrirla un poco más mientras vuelve su cabeza hacia mí. Su mirada es de fuego; su sonrisa, terrible.

Justo antes de que su mano alcance la puerta, me duermo profundamente.

Las conferencias de la mañana siguiente me parecen interminables. Llega el momento de mi presentación, donde expongo mi investigación sobre la esquizofrenia. Mis conclusiones pesimistas suscitan un debate más bien tempestuoso. Aunque cuento con algunos apoyos, la mayoría de los psiquiatras presentes discuten mis resultados y algunos incluso cuestionan mi competencia. Defiendo mis argumentos, pero me falta convicción y seguridad. Tengo la cabeza en otra parte; esta conferencia carece de aliciente para mí. Hacia las cinco y media, abandono por fin la sala seguido de algunas miradas severas.

Subo a mi habitación para ponerme una ropa más cómoda y aprovecho para llamar a Jeanne. Marc, su «churri» (¡nunca me acostumbraré a esta ridícula palabra!), me coge el teléfono; luego se pone Jeanne al otro extremo del hilo.

—Salgo para Mon-Mathieu dentro dos minutos.

—Bien… ¿Cómo ha ido el simposio hasta ahora?

—Atroz… Soy incapaz de defender mis ideas… Me da igual, si supieras lo poco que me importa… ¿Y qué tal hoy por el hospital? ¿Nada… nuevo?

Oigo suspirar a Jeanne.

—Roy ha tenido una crisis esta mañana. Quería que le diéramos un arma para matarse. Gritaba que no quería vivir.

—¿Has podido hablar con él?

—No, le hemos administrado sedantes y se ha dormido. ¿Sabes una cosa? En su habitación, encima de la mesa, he descubierto un lápiz.

—¿Un lápiz?

—Sí… Imagino que puede escribir sujetando el lápiz con las palmas de las manos… Pero no había cuaderno ni hojas de papel por ningún sitio… Las enfermeras no están al corriente. En todo caso, si ha vuelto a escribir, no sabemos dónde…

—¡Pero hay que preguntárselo!

—¡Está sedado, Paul, lo hemos dejado fuera de combate para todo el día!

No digo nada. Jeanne continúa:

—La señora Chagnon se ha encerrado en su cuarto. Está sola y no habla con nadie…

A continuación, adopta un tono misterioso:

—También ha habido una nueva pelea…

—¿Qué?

—Sí. Cuando he llegado al hospital esta mañana, cuatro pacientes se estaban peleando: Michel Sirois, Johanne Miron, Paul Lafond y Édouard Villeneuve.

—¡Otra vez Édouard!

—Pero no sabes lo peor: una enfermera se pegaba con ellos.

Me siento en la cama, pasmado.

—¿Me estás tomando el pelo, Jeanne?

—En absoluto. Después de la bronca, ha explicado que al principio tenía intención de calmarlos, pero que al recibir un golpe… perdió su sangre fría…

—¡Vamos, eso no es un motivo! ¡Un miembro del personal jamás debe pegarse con un paciente, jamás!

—Eso es lo que yo le he dicho, evidentemente. La sancionarán, como puedes imaginar… Pero lo peor es que Nicole parecía estar de su parte…

—¿Nicole?

—Sí… Ha dicho que ella habría actuado del mismo modo, o algo así…

Desconcertado, pregunto:

—¿Y la pelea? ¿Ha sido grave?

Jeanne emite un sonido de fastidio.

—Bastante, sí… Se han tenido que llevar a la señora Miron a urgencias y le han dado varios puntos en la frente. Villeneuve ha perdido un diente… Lafond se ha roto la nariz y dos dedos… Es que… Sirois golpeaba con su libro… Ya sabes, un libro grueso que lleva todo el tiempo consigo.

—Pero ¿por qué? ¿Cómo ha empezado?

—Algo ha pasado en el desayuno, creo. Alguien se ha sentado en el sitio de otro… Una tontería…

Cierro los ojos unos instantes.

—¡Tres peleas en menos de dos semanas! Y la de esta mañana con heridos… ¡Nunca habíamos visto una cosa así!

—Lo sé…

Con una voz vacilante, añade:

—Tenías razón, Paul, aquí está pasando algo…

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