Read El Umbral del Poder Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—No eres sabio —le acusó— ni un gran clérigo, como yo pensaba.
—¿A qué vienen esas críticas? —inquirió el otro, absorto en su quehacer.
—No son los cuchillos los que abren las puertas, sino las llaves —aleccionó el enano a aquella criatura que, en su opinión, se complicaba tanto la existencia.
—No me cuentas nada nuevo —replicó el atareado Tas, indiferente al comentario—, pero a falta de… Dame eso!
En un arrebato airado, arrancó del mugriento puño del gully el objeto que sostenía, una reluciente llave, y la introdujo en la cerradura. No tuvo que presionar mucho. La puerta se abrió y balanceó sobre los goznes a la primera intentona. Tanis cruzó el umbral a trompicones, aplastando casi al kender, y Caramon lo hizo a toda prisa, aunque más firme. El guerrero se apresuró a cerrar otra vez la hoja, con tal ímpetu que incluso quebró el extremo de una espada draconiana que hacía palanca a fin de evitar que les cortasen el paso. Apoyando los hombros en la madera, el hombretón respiró hondo mientras oponía su peso a las arremetidas del enemigo.
—¡Echad esa maldita llave! —renegó, todavía jadeante.
Tas acudió presto en su ayuda. En el otro lado, los reptiles se dedicaban, entre grotescos bramidos, a astillar el nuevo obstáculo.
—Espero que aguante —susurró Tanis, tomándose un corto descanso.
—No lo hará eternamente —hubo de contrariarle Caramon—. Además, ese mago bozac debe de tener métodos eficaces para aligerar el proceso de derribarla —recordó al semielfo, puestos los ojos en la puerta—. Vayámonos de aquí.
—¿Adonde? —le cuestionó el otro héroe, al mismo tiempo que se enjugaba el sudor de la frente. La sangre le manaba abundante de un arañazo en el dorso de la mano y tenía otras muchas heridas de pronóstico leve en el brazo pero por lo demás parecía incólume—. ¡Aún no hemos localizado al ingenio que mueve este castillo! —se lamentó.
—Quizá él esté al corriente de su paradero —sugirió Tas, haciendo un significativo gesto hacia el enano gully—. Por eso le he traído —agregó, orgulloso de su astucia.
Oyeron un estampido fenomenal, y tembló el escollo que les separaba de sus perseguidores.
—Tenías razón, Caramon —aseveró Tanis—. Esfumémonos sin tardanza. ¿Cómo te llamas? —preguntó al callado enano, ya en la escalera.
—Runce —se presentó éste, ojeando al semielfo con extrema suspicacia.
—Hay algo que debo pedirte, Runce —le planteó el héroe en tono cordial, persuasivo, a la vez que hacía un alto en un oscuro rellano—. ¿Podrías mostrarnos la cámara donde está el mecanismo que gobierna la ciudadela?
—El Timón del Capitán de los Vientos —apostilló el guerrero y, para contrarrestar la dulzura de su compañero, clavó en el gully unas pupilas fulminantes—. Al menos, uno de los goblins lo ha denominado así.
—¡Es un secreto! —se soliviantó el enano—. No estoy autorizado a revelároslo presté juramento solemne.
Caramon gruñó con tal furia que el color abandonó los pómulos de Runce bajo la capa de suciedad y Tasslehoff intervino, temeroso de que sufriera un nuevo vahído.
—¡Bah! ¿No ves que lo ignora? —abordó al hombretón y le hizo un guiño de complicidad, procurando que el gully no lo advirtiera.
—¡Eso no es verdad! ¡Conozco bien el emplazamiento del Timón! —se indignó el otro—. De todos modos, no soy tan estúpido como para no darme cuenta de que quieres tenderme una trampa. No me sonsacarás nada.
El kender se desplomó contra la pared, casi derrotado frente a tan singular atisbo de lucidez, mientras Caramon volvía a rezongar. Azotó al cautivo un ligero temblor, pero no renunció a su valeroso reto.
—No consentiré que unos mercenarios me embauquen —persistió—, y menos cuanto está en juego un enigma tan sagrado.
Runce cruzó los brazos grasientos, pegajosos, sobre la pechera de la camisa, que, a su vez, estaba llena de lamparones. Una algarabía de voces draconianas, que sonaban nítidas al filtrarse por las primeras fisuras en la hoja de la puerta, estimuló a Tanis a pensar deprisa.
—Aclárame una cosa, amigo —suplicó al enano y, para tener más intimidad, se acuclilló a su altura—. ¿Qué es exactamente lo que no debes contarnos?
—Que el Timón del Capitán de los Vientos está en el pináculo de la torre central —espetó el gully a su interrogador, con una candidez conmovedora. Y añadió, enseñándole un puño cerrado que expresaba su agresiva determinación—: Por mucho que te esfuerces, seré una tumba a ese respecto.
Los compañeros arribaron al corredor que había de conducirles a la estancia donde no se encontraba el Timón del Capitán de los Vientos —según Runce quien, mientras les guiaba, no se cansaba de repetir: «Ésa no es la puerta, o aquél no es el conducto, que da acceso a la escalera de la cámara secreta»—. Lo acometieron cautelosos, barruntando que había reinado en el trayecto una calma excesiva, y sus resquemores se confirmaron. En efecto, cuando habían recorrido la mitad del pasillo, surgieron, de una de las habitaciones que lo flanqueaban, una veintena de draconianos, seguidos por el mago bozac, el cual, al avistarles, empezó a impartir órdenes confusas.
—Poneos detrás de mí —ordenó Tanis a sus amigos antes de que los otros se abalanzaran—. Conservo el brazalete —señaló pero, al observar a Tas, tuvo que apostillar—: Eso creo.
Tanteó su brazo, no obstante, y comprobó que aún ceñía la alhaja.
Desenvainando la espada como el semielfo, que había posado la mano en la empuñadura de la suya, aprovechando el momentáneo balbuceo de los adversarios para recular prudentemente, Caramon vertió en el oído del cabecilla un mensaje de la mayor premura.
—Tanis, mi tiempo se agota —murmuró, inmóviles todavía los reptiles al no recibir instrucciones—. ¡Lo presiento! Es imprescindible que vaya a la Torre de la Alta Hechicería. Quizá durante la batalla que se avecina alguien podría escabullirse y poner en marcha la ciudadela.
—Tanto tú como yo somos indispensables para contener la embestida de esas feroces criaturas —repuso el otro héroe—. Así pues, no queda nadie capaz de operar el Timón… —La frase murió inconclusa en sus labios, a la vez que, atónito, escrutaba al guerrero—. ¡Dime que bromeas! —imploró.
—No tenemos otra elección —se limitó a sentenciar su interlocutor. Calló, y los cánticos del bozac impregnaron el ambiente de negras premoniciones.
—No puede ser —se empecinó Tanis, puesta la mirada en Tasslehoff.
—No existe otra salida —razonó de nuevo el hombretón, con la pertinacia que otorga la certidumbre.
El semielfo suspiró y meneó la cabeza. Por su parte el kender, que era consciente de protagonizar su conciliábulo, pestañeó perplejo hasta que, de pronto, comprendió.
—¡Oh, Caramon! —masculló entre dientes, una discreción que se contradecía con el hecho de que se pusiera a palmear y brincar hasta casi hender el cuchillo en su propia carne—. Y tú también, semielfo, ¡sois maravillosos! Os trasladaré a la Torre sanos y salvos. No lamentaréis esta prueba de confianza. ¡Seré vuestro orgullo! Ven, Runce, te necesitaré.
Aferrando el brazo del enano, recorrió presuroso el pasadizo hacia una escalera de caracol que, de acuerdo con el «avispado» guía, no desembocaba en la sala del mecanismo.
Diseñado por Ariakas, fallecido mandatario de las fuerzas de la Reina de la Oscuridad durante la Guerra de la Lanza, el Timón del Capitán de los Vientos que gobierna las ciudadelas flotantes ha sido registrado en los anales de la Historia como una de las más brillantes creaciones de la preclara, aunque enrevesada y maligna, mente de tal Señor.
Se halla enclavado el ingenio en una cámara construida expresamente a tal fin en la cúspide de cada castillo. Tras encaramarse a un tramo de angostos peldaños el capitán de los Vientos, rango reservado a quien ostenta el honor de manipularlo, asciende una segunda escala, ésta de hierro y sujeta al muro, hasta la trampilla que la bloquea. No le resta sino abrir la portezuela y penetrar en una estancia circular, de reducido tamaño y desprovista de ventanas u otras formas de ventilación. En el centro del aposento, se yergue una plataforma elevada sobre la que, a una distancia aproximada de ochenta centímetros, hay dos imponentes pedestales.
Al ver estos pedestales, Tas, que arrastraba al reacio Runce, quedó estupefacto, sin habla. Trabajados en plata, de una altura de algo más de un metro, eran las más bellas obras de orfebrería que nunca tuvo ocasión de contemplar. Una serie de intrincados motivos y símbolos arcanos surcaban su superficie y, en las líneas que trazaban los relieves, reverberaban hebras de oro bajo la luz de las antorchas que iluminaban la escalera. Encima de cada uno de estos inefables soportes descansaba un inmenso globo, confeccionado en refulgente cristal negro.
—No se te ocurra subir a la plataforma —avisó el gully, tajante, a aquel entrometido que abusaba de su bondad.
—¿Tienes idea de cómo funcionan estos artilugios? —indagó el kender, izándose hasta el lugar prohibido.
—No —contestó el otro hombrecillo, imperturbable frente a semejante descaro— No he estado aquí infinidad de veces, el gran mago nunca me encomienda tareas ni me utiliza como mozo. No he entrado con frecuencia en esta habitación porque el hechicero me llamara para que le trajera esto o aquello. ¿Estar yo presente mientras el mandamás variaba el itinerario? ¡
Jamás
!
—¿Quién es ese mandamás, ese mago que has mencionado? —preguntó Tasslehoff, y reconoció la pequeña sala por si detectaba alguna figura entre sus sombras—. ¿Dónde está ahora?
—No ha ido a la planta inferior —negó Runce, porfiado— para desintegrar a tus amigos.
—¡Ah, bueno! —se tranquilizó el kender—. Pero si él se ha ausentado, ¿quién se ocupa de la navegación?
«Comienzo a vislumbrarlo», se alentó, al mismo tiempo que se adentraba en el área delimitada por unas circunferencias de cristal incrustadas en el suelo, entre ambos pedestales. Estaban hechas del mismo material que los globos, e idéntico color, y poseían similar textura. Oyó en el corredor un estruendo y, de nuevo, los rugidos de los draconianos. Interpretando la nota de frustración que estos últimos destilaban, decidió que el brazalete de Tanis se interponía en los encantamientos del bozac y los desbarataba.
—No debes mirar el círculo del techo —anunció el contumaz gully.
Tas sofocó una exclamación. Sobre su cabeza, un redondel de igual tamaño y diámetro que la plataforma donde se alzaba irradiaba unos destellos fantasmales, entre el azul y el blanco, que adquirían vivacidad a ojos vistas.
—¿Qué no he de hacer ahora, Runce? —sondeó el kender a su contertulio, chillona su voz a causa de la excitación—. ¿Cuál es el paso que no tengo que dar?
—No deposites tus manos sobre las esferas negras, no les detalles el curso que te interesa —sugirió el otro, subrayando las negaciones con especial énfasis—. ¡Nunca hallarás el procedimiento adecuado para accionar tan poderosa magia! —se mofó.
—¡Tanis! —vociferó Tasslehoff a través de la abertura que le proporcionaba la trampilla abierta—. ¿Cuáles son las coordenadas de la Torre de la Alta Hechicería?
Durante unos minutos no llegaron hasta él más que estruendos de armas y algunos aullidos. Pero, al fin, flotó en el aire la familiar voz del semielfo, que aumentaba de volumen a medida que los dos héroes se aproximaban por el pasillo.
—¡Pon rumbo noroeste! —le indicó—. Casi no habrás de virar, el camino es recto.
—¡Maravilloso! Eso está hecho.
Tras afirmar los pies a horcajadas sobre las circunferencias, en unas cavidades obviamente concebidas para este propósito, Tas cobró aliento y estiró las extremidades superiores hacia las oscuras bolas.
—¡Maldita sea! Soy demasiado corto de talla —se lamentó—. Presumo —se dirigió a Runce— que las manos no han de tocar los globos y los pies apoyarse en las cavidades simultáneamente.
Le asaltó, cual un aguijonazo, la impresión de conocer la respuesta, aunque el aludido no atinara a pronunciarla. La consulta que le habían formulado hundió al gully en un trance tal que no pudo sino estudiar el kender boquiabierto, paralizado.
Clavando en el enano unas pupilas centelleantes, no porque le aborreciese, sino porque en alguien debía desahogar su sentimiento de impotencia, el kender permaneció unos segundos inmóvil, entregado a sus disquisiciones. Tras concluir que la única solución era dar brincos hasta rozar las esferas, ensayó el ejercicio, lo que evidenció la imposibilidad de alcanzar su objetivo. Alcanzaba los globos, cierto, pero a costa de perder contacto con las cavidades y, a consecuencia de ello, la luz del techo se tornaba mortecina.
—¿Cómo solventar esta complicación? —discurrió—. Caramon y Tanis podrían adoptar la postura correcta, pero no están en la cámara y, dado el barullo que sube desde el pasadizo, tardarán un buen rato en deshacerse de esos draconianos. ¡Ya lo tengo! —gritó de pronto—. ¡Runce, acércate!
El enano entrecerró los párpados en estrechas rendijas.
—No me está permitido —adujo, anticipándose al vituperio y apartándose de la plataforma.
—¡Aguarda, no te vayas! Sólo quiero ofrecerte la oportunidad de activar este artilugio conmigo —intentó Tasslehoff engatusarlo.
—¿Igual que hace el gran mago? —puntualizó el otro, incrédulo, abiertos los ojos como platos.
—¡Sí, Runce! Adelante —le exhortó—, no tienes más que colocarte sobre mis hombros y…
Enmudeció, al apercibirse de que era prematuro exponerle el plan. Hipnotizado, en una especie de éxtasis, el gully recitó hasta la saciedad la misma letanía:
—Dirigir yo el vuelo como hace el mandamás, ¡usurpar su puesto!
—Sí, Runce —corroboró el kender en análoga cadencia—. Pero debes apresurarte, de lo contrario tu gran mago mandamás podría sorprendernos.
—De acuerdo, voy en el acto —despertó el enano y, mientras se daba impulso para subir primero el entarimado y luego a la espalda de Tas, dio rienda suelta a su emoción—: Controlar esta ciudadela, hacerla viajar a través del aire fue siempre una de mis mayores aspiraciones —confesó, henchido de felicidad.
—Ya tengo sujetos tus tobillos —le atajó d kender, concentrado en las cuestiones prácticas—. ¡Ay! Suéltame el pelo. No resisto tus tirones. Sosiégate, no te dejaré caer. Ahora debes incorporarte, pero para lograrlo has de extender las piernas en lugar de doblarlas. No te soltaré los pies —prometió a aquel manojo de nervios, cargándose de paciencia—. ¡Cuidado, trata de mantener el equilibrio!