El Umbral del Poder (17 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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No duró mucho su flema, que, en un proceso inconsciente, inevitable, se trocó en acidez. El elfo entrechocó las manos, se agitó preso de la furia y Tanis asintió en un signo de comprensión, de solidaridad con aquel individuo al que, paradójicamente, detestaba.

—Veo que te ha traicionado también a ti —aventuró, sin disimular aquel curioso sentimiento nacido en sus entrañas—. Te prometió respaldo, te juró incluso que se mantendría a tu lado y, cuando regresara Raistlin, lucharía en tu bando.

Dalamar echó a andar, y el borde de la túnica se le enredó en torno a los tobillos.

—Nunca confié en ella —masculló les volvió la espalda y contempló testarudo el fuego, desviando el rostro por temor a delatarse—. Sabía qué enormidades era capaz de cometer. Su villanía no me pilla desprevenido.

Estaba enhiesto frente a la chimenea, y el héroe advirtió que se le agarrotaba la mano que tenía apoyada en la repisa. Comprensivo, respetó su dolor.

—¿De dónde has sacado esa información? —preguntó Astinus de forma abrupta. El semielfo dio un respingo, ya que el historiador se había borrado por completo de su mente—. A la soberana no le interesa la estrategia bélica. No ha podido ser ella.

—No. —El aprendiz estaba confundido. Resultaba ostensible que sus cavilaciones discurrían por otros derroteros. Suspiró y, encarándose con el inquisitivo cronista, le reveló—: Fue Soth, el caballero espectral, quien me puso al corriente de los designios de la mandataria.

Una vez más, Tanis tuvo la impresión de que se volvía loco. Era como si sus dedos aferrasen la tapia de un edificio —la realidad— y un ente ignoto le arrancase de su agarradero. Frenético, buscó en su interior un saliente de lucidez donde asirse. Se precipitaba en una sima poblada de alucinaciones: magos que espiaban a otros magos, clérigos de la luz alineados junto a hechiceros de las tinieblas, la oscuridad confraternizando con el Bien, en contra de sus propias huestes, una luminosidad que se fundía en las sombras…

—Soth es un servidor incondicional de Kitiara —constató, para refrescar más su propia memoria que la de los otros—. ¿Por qué había de perjudicarla confabulando contigo?

Dalamar se volvió. Se cruzaron las pupilas de los dos primos de raza y, durante el tiempo que se prolonga un palpito, se anudó un lazo entre los dos, el eslabón de una cadena que forjaban el mutuo entendimiento, las desventuras paralelas, un único suplicio y las pasiones derrochadas en un mismo cuerpo. Tanis adivinó lo que estaba sucediendo, y su alma se convulsionó.

—Le conviene que ella muera. Así podrá poseerla —aclaró el espía, aunque era ya innecesario.

Capítulo 4

Una infancia atormentada

Un muchacho caminaba por las calles de Solace. No era atractivo para sus vecinos, y lo sabía a decir verdad, se conocía mejor a sí mismo, sus recursos y los entresijos de su mente, de lo que era habitual en un joven de sus años. Claro que pasaba mucho tiempo encerrado en su soledad, precisamente porque a nadie gustaba y todos rehuían a tan sapiente criatura.

Hoy, sin embargo, el introvertido joven no estaba solo. Le acompañaba Caramon, su hermano gemelo. Raistlin, que así se llamaba el muchacho, refunfuñó, avanzó arrastrando los pies por el polvo de la calleja y observó cómo éste se elevaba, en densas nubes, a su alrededor. No paseaba en solitario, pero en cierto sentido su aislamiento se hacía más patente cuando Caramon se hallaba a su lado. Todo el mundo dirigía amables saludos al simpático, apuesto muchachote nadie le dedicaba a él una palabra. Los otros adolescentes le pedían a Caramon que se integrase en sus correrías, sin invitar jamás a Raistlin. Las muchachas solicitaban la atención de Caramon mediante picaras y soslayadas miradas, rebosantes de esa coquetería que únicamente las mujeres conocen pero, pese a la proximidad del hermano, ninguna se percataba de su presencia.

—Caramon, ¿te apetece jugar a «reyes y castillos»? —propuso una voz.

—¿Qué opinas, Raist? —consultó el aludido a su acompañante, iluminado su rostro por el entusiasmo.

Fuerte y atlético, poseedor, aunque en embrión de las cualidades de un guerrero, el joven Caramon disfrutaba en aquellos simulacros de batallas feudales, donde reinaba la brutalidad y se exigía de los participantes cierta dosis de esfuerzo y resistencia. Ése era el motivo de que a Raistlin, de naturaleza endeble, no le interesase. No tardaría en fatigarse y, además, a la hora de formar los bandos, todos regañarían por su causa, porque nadie querría admitirle en su grupo.

—No, yo no estoy de humor —rehusó—. Pero eso no significa que no puedas ir tú. Vamos, únete a ellos —animó a su gemelo.

—Prefiero quedarme contigo —decidió Caramon. Aunque resignado, no pudo disimular su desencanto.

Raistlin notó que un nudo le aprisionaba la garganta y la boca del estómago.

—Estaré más tranquilo si juegas. Me entristece pensar que yo te privo de hacer tu voluntad —persistió.

—Me inquieta tu aspecto, Raist —se obstinó también Caramon—. Tengo la sensación de que te encuentras mal. Por otra parte, no creas que me emociona la perspectiva de perseguir a esos mequetrefes. ¿Por qué no me enseñas el truco de las monedas, el que antes practicabas?

—¡No me trates así! —se encolerizó el aprendiz de mago—. ¡No te necesito! ¡Deja de merodear a mi alrededor naciéndote el mártir! Diviértete junto a ese hatajo de atolondrados, al fin y al cabo eres igual que ellos. ¡Me repugnáis! ¡No os soporto!

Frente a semejante explosión, el corpulento mozo se desmoronó. Raistlin se sintió como si hubiera expulsado a puntapiés a un molesto perro, pero este hecho no hizo sino intensificar su ira. Se detuvo y se plantó de espaldas a su compungido hermano.

—Si tal es tu deseo, lo acataré —accedió éste.

Espiándole por encima del hombro, el susceptible joven constató que el muchachote corría al encuentro de los otros zagales y, ajeno, dentro de lo posible, a los gritos y las risas que compartían, se sentó en un rincón umbrío y se puso a estudiar. Pronto el embrujo del arte arcano eclipsó la polvareda, la algarabía y la dolida expresión de su gemelo. El neófito fue transportado a un país encantado donde gobernaba los elementos, encauzaba la realidad y la doblegaba a sus designios.

Pero tuvo que soltar el libro que leía, que fue a parar a sus pies. Sobresaltado por la brusquedad con que se lo habían arrebatado, alzó la vista y descubrió a dos adolescentes de edad similar a la suya. Uno de ellos sostenía una vara, una tosca rama que utilizó, tras apartar el libro con la punta, para azuzar a Raistlin en el pecho.

«Sois unas lombrices —insultó el agredido a aquellos fanfarrones, aunque en silencio—. Unos insignificantes parásitos que no sirven para nada.» Ignorando la punzada que hería su torso, y la vida insectívora que le acechaba, estiró la mano a fin de alcanzar el valioso tomo. El muchacho del bastón pisoteó sus dedos.

Espantado, sí, pero más aún furioso, el novicio se incorporó. Las manos eran su vida: con ellas manejaba los delicados ingredientes de hechicería, con ellas trazaba los esotéricos símbolos que anunciaban grandes maravillas y, algún día, con ellas liberaría las fuerzas ocultas del universo.

—Dejadme en paz —ordenó, desdeñoso, tranquilo, aunque el centelleo de sus ojos y una extraña resonancia en su voz hicieron recular a los provocadores.

Lamentablemente, se había formado un corrillo de curiosos. Los otros muchachos, frente a la promesa de una reyerta divertida, habían abandonado el juego para presenciar el enfrentamiento y, al saberse observado, el adolescente de la vara resolvió que no podía dejarse amilanar por aquel delgaducho, viscoso y serpenteante gusano.

—¿Qué pretendes hacer? ¿Convertirme en sapo? —se burló de su adversario.

En medio de la algazara general, en la mente de Raistlin se formaron los versículos de una fórmula mágica. No era aquél un encantamiento adecuado para un no iniciado como él, ya que sólo debía utilizarse con fines destructivos y en casos de peligro extremo. Su maestro le daría una seria reprimenda al enterarse. Se esbozó en sus finos labios una aviesa, taimada sonrisa y el rival, que estaba desarmado, más sensible a la mueca y a la expresión de su rostro que su jactancioso amigo, se apartó unos pasos.

—Vámonos —aconsejó al compañero.

Pero el interpelado se mantuvo inmóvil en su puesto de combate, como si hubiera echado raíces. El aprendiz arcano distinguió entre el gentío, en segunda o tercera fila, la figura de su hermano, que exhibía una expresión de cólera. Indiferente, comenzó a entonar el cántico.

No había recitado media docena de palabras cuando se paralizó. ¡Algo iba mal! No lograba recordar la continuación, y el sortilegio no produciría efecto a menos que lo invocara íntegramente. Las sílabas se combinaban a su antojo, en desorden y carentes de la imprescindible cadencia rítmica. Nada sucedió, salvo que los presentes le abuchearon y el muchacho de la vara la enarboló para clavársela en el estómago, derribarle y privarle del resuello.

A gatas, Raistlin trató de respirar. Alguien le propinó un puntapié, el bastón se partió en su espalda, le zarandearon y vapulearon hasta que rodó sobre sí mismo, revolcándose en el polvo y cubriéndose la cabeza con los brazos sin que éstos le brindaran, sin embargo, mucha protección. Era una lluvia de golpes lo que se había desencadenado.

—¡Caramon, ayúdame! —gimió a la desesperada.

—Si no me equivoco, antes afirmaste que no me necesitabas —repuso una voz firme, cavernosa.

Una piedra se estrelló contra su cráneo. Intuyó, pese a que no localizaba su posición, que era su gemelo quien la había arrojado. Estaba a punto de desmayarse, varios pares de manos le arrastraban por la calzada y, antes de que pudiera protestar, le descolgarían en un pozo negro, inescrutable y muy frío. Se precipitaría a través de una noche infinita, de perpetuo invierno, y nunca llegaría al fondo, porque, era consciente, no existía tal en aquel agujero.

Crysania examinó su entorno. ¿Dónde estaba ella? ¿Dónde estaba Raistlin? Unos momentos antes, el mago se reclinaba extenuado en su brazo pero, de pronto, se había evaporado y la había dejado sola, desamparada, en el centro de una enigmática aldea.

¿Era tan enigmática como suponía? La asaltó la vaga noción de haberla visitado en el pasado, ésta u otra muy similar. Circundaba a la sacerdotisa un bosque de vallenwoods, provistos de un frondoso ramaje donde se asentaban las casas. En uno de los árboles había una posada y, cerca de la enseña, un poste indicador donde leyó la palabra Solace.

«¡Esto sí que es raro!», se dijo, oteando de nuevo el panorama. De acuerdo, era la ciudad adonde recientemente la había conducido Tanis el Semielfo por residir allí Caramon. Sin embargo, algo había cambiado. Las construcciones poseían iguales características en su conjunto, pero una aureola rojiza teñía la atmósfera y los objetos hasta distorsionarlos. Habría querido frotarse los ojos para despejar su visión, como si fueran sus retinas las que deformaban el paisaje.

—¡Raistlin! —exclamó.

No obtuvo contestación y, aunque el paraje estaba habitado, aquellas gentes pasaban por su lado como si no la vieran ni oyesen. Llamó de nuevo al nigromante, cada vez con mayor vehemencia. ¿Qué había sido de él? ¿Cómo podía haber desaparecido de un modo tan repentino? ¿Acaso la Reina Oscura lo había transportado lejos de su influjo?

En un caos de incertidumbre, aturdida, creyó detectar los ecos de una conmoción. Vibró en sus tímpanos un griterío de voces jóvenes, casi de niños y, por encima de la batahola, surgió el timbre angustiado de alguien que pedía socorro.

Giró sobre sus talones y reparó, a escasa distancia, en un grupo de adolescentes apiñados en torno a un fardo de contorno humano. Decenas de puños surcaban el aire en busca del amasijo, los pies no les iban a la zaga y, en un momento dado, alguien alzó un bastón y asestó un despiadado golpe. Crysania miró a derecha e izquierda, pero los habitantes de Solace no dieron muestras de inquietarse. Se diría que aquella violenta escena era un hecho cotidiano.

Tras recogerse con una mano la holgada falda del hábito, la sacerdotisa corrió hacia el círculo de atacantes y, al aproximarse, comprobó que la figura que azotaban era también un muchacho. ¡Aquellos salvajes le estaban matando! Horrorizada, aceleró la marcha y asió por la nuca al primer chiquillo que se le puso a su alcance, con la intención de apartarlo. Su contacto hizo que la proyectada presa se volviese y la sacerdotisa, frente a la insólita apariencia que presentaba, retrocedió alarmada.

Tenía la faz blanquecina, cadavérica. La piel formaba una película tirante sobre los huesos, ribeteaba los labios el matiz violáceo de la muerte y, cuanto su oponente abrió la boca en un feroz gruñido, Crysania se enfrentó a sendas ristras de colmillos negros y putrefactos. Sedienta de sangre, aquella criatura engendrada por artes diabólicas extendió hacia la mujer sus garras retráctiles y sus uñas le arañaron la carne de tal manera que, cual si de una mordedura de ofidio se tratase, un agudo y paralizante dolor se difundió a través de sus venas. Jadeando, hubo de soltar al demonio. Éste, ensanchado su rostro en una perversa mueca de placer, reanudó su tarea de torturar al infeliz postrado.

Mientras la sacerdotisa inspeccionaba su herida, los estigmas rezumantes que el monstruo le había dejado en el brazo, un nuevo plañido del indefenso muchacho puso momentáneo freno al mareo que amenazaba con fulminarla.

—Paladine, auxíliame —oró, hondamente conmovida—. Infúndeme ánimos.

Reconfortada tras la breve comunión con su dios, Crysania atrapó a uno de los falsos muchachos y lo catapultó al espacio para, sin tregua, desembarazarse por idéntico método de todos cuantos obstaculizaban su paso. El círculo se fue despoblando hasta dejarle libre acceso al yaciente. Escudó entonces aquel cuerpo mutilado, inconsciente, con el suyo, alerta a las embestidas de los engendros que aún no había abatido.

Centenares de afiladas uñas rasgaron su epidermis. El veneno que le inyectaban fluía a raudales por sus entrañas o, al menos, así lo temió la sacerdotisa. No obstante, un poco más tarde se apercibió de que, una vez la habían tocado, los grotescos adolescentes retiraban la mano en un movimiento reflejo, como si ella también les impusiera un sufrimiento espasmódico. Al fin, desencajados sus rasgos de pesadilla, todos retrocedieron, dejándola —sola y sangrando— con el que fuera su víctima.

Con sumo cuidado, Crysania puso boca arriba al magullado muchacho. Acarició su fino cabello moreno, echó hacia atrás un mechón que le caía sobre la frente para examinar su semblante y, trémula la mano, se interrumpió. Los rasgos bien definidos, los frágiles huesos, la barbilla proyectada, todos aquellos detalles eran inconfundibles.

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