El último Dickens (4 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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—¿Qué le pasó en el pecho? —preguntó Osgood obligándose a observar más de cerca los maltrechos restos de su empleado. Sobre la piel de Daniel se apreciaban dos cortes paralelos—. Es casi como la marca de una mordedura. Y su traje, ahí colgado: parece que alguien le arrancó la manga desde el hombro.

El forense se encogió de hombros.

—Tal vez el mecanismo de debajo del ómnibus. O puede que el chico se lo hiciera él mismo mientras se encontraba bajo los efectos del narcótico. Por triste que sea decirlo, no es infrecuente que la sombra de este peligro caiga sobre los jóvenes de baja extracción y cada vez más sobre las mujeres, si se las puede seguir llamando así, porque acaban tremendamente degradadas. Me temo que este chico era uno de los
caídos
.

—No puedo decir que sea una sorpresa —le dijo Carlton a Barnicoat—, después de ver la oficina hoy.

Osgood había empezado a sentir en las orejas y los labios el calor de la rabia contra Daniel por lo que le parecía un innegable secreto de su vida. Ahora podía dirigir sus emociones hacia otro objetivo.

—Desde que he entrado han ofendido el buen nombre de mi empleado y ahora insultan a mi negocio. ¿Qué es exactamente lo que quiere decir sobre nuestras oficinas?

Carlton levantó una ceja, como si fuera algo obvio.

—En fin, una oficina en la que los hombres se mezclan con mujeres solteras, ¡es inevitable que corrompa a los jóvenes! Y me atrevo a imaginar que también podría despertar ciertas necesidades físicas incontrolables en las mujeres que harían enrojecer a cualquier caballero —a pesar de que él no lo hizo.

Osgood se estaba preparando para rebatir al policía cuando reparó en un detalle… Con el aturdimiento que le había producido ver a Daniel sin vida en la losa se le había pasado por alto.

—¡Dios mío, Rebecca! —dijo en un susurro.

—¡Sí, Rebecca! Ése es el nombre de la jovencita, señor Barnicoat, una muy bonita con las mejillas frescas que se sienta a la puerta del despacho del señor Osgood —declaró Carlton frunciendo el ceño sombríamente—. Lo cierto es que casi todo estaba ocupado por mujeres. Esas encantadoras criaturas de voluntad férrea no tardarán mucho en tener derecho al voto, ¡recuerde lo que le estoy diciendo, señor Barnicoat!, y no quedará nadie en Boston para cuidar los hogares.

—Rebecca —susurró Osgood asiendo con cuidado la mano cada vez más rígida de su empleado—. Rebecca es la hermana de Daniel.

4

Aunque llevaba allí trece años, mes arriba o mes abajo, «la Tierra Nueva» seguía siendo nueva a los ojos de los bostonianos. La zona había sido un terreno baldío durante muchos años hasta que se empezó a ocupar, como cientos de acres nuevos, donde se construyeron calles y aceras que se extendían gradualmente hacia el oeste. Aquella área era ampliamente aceptada como más indicada que la zona sur para la construcción de casas lujosas y de categoría. Pero, a pesar de que a los aristócratas les gustaba especular en los mercados, no les gustaba jugar con el valor de sus territorios y las herencias de sus descendientes.

Sylvanus Bendall era de otra pasta. Daba la bienvenida al riesgo con gusto. Abría la puerta para que entrara, le quitaba el abrigo, le limpiaba las botas y le servía el té en su propio salón. Fue uno de los primeros hombres en adquirir una de las franjas de tierra de Back Bay tan al oeste como era posible cuando la Commonwealth anunció que las ponía en venta. Le gustaba la idea de que la calle en la que vivía (Newbury Street) estaba bautizada con tanto acierto que tan sólo unos años antes ni siquiera existía. A menudo, al menos dos veces al día, se jactaba por dentro de no ser muy diferente a Sir William Braxton, el recio inglés que había vivido en aquella península a solas durante cinco años antes de 1630, cuando llegó el gobernador Winthrop y fundó la ciudad de Boston. En los tiempos de Braxton Boston debía de parecer mucho más accidentada e inhóspita, delimitada por las tres contundentes colinas que ahora apenas se distinguían, vagamente recordadas en el nombre de Tremont Street. Para el solitario peregrino Braxton debieron de ser como los Alpes. Bendall disfrutaba aventurándose en lo desconocido. Como había hecho con ocasión del accidente del ómnibus unos días antes, sacrificando unos buenos pantalones de verano en el pavimento para asistir al muchacho moribundo. Fue Bendall quien examinó los papeles que sujetaba el cadáver mientras otros permanecían boquiabiertos sin saber qué hacer y descubrió que eran el último episodio de la más reciente (y desgraciadamente última) novela del señor Dickens.

La multitud presente en la escena del accidente se había dividido entre aquellos más fascinados por un cadáver y los más interesados por las misteriosas páginas.

Entre estos últimos, cada uno defendía su caso ante Bendall, que sostenía los papeles como un subastador sujeta su martillo, sobre sus motivos para hacerse merecedor de una o dos páginas del paquete. Un poético fabricante de ladrillos señaló que había asistido a todas las conferencias públicas que Dickens había dado en el Tremont Temple de Boston dos años y medio antes, esperando en la cola con unas temperaturas tan bajas que el mercurio ni se veía. Otro hombre, rubicundo y alegre, incluso había guardado las entradas recortadas en la Biblia de la familia y juraba que si no adoraba sinceramente el genio del gran novelista más que nadie en el mundo, deseaba que Dickens nunca hubiera nacido. Una mujer de carnes generosas recitó una lista de animales domésticos (dos gatos, un perro canelo, un pájaro) que había bautizado con los nombres de personajes de Dickens (Pip y Nell, Rose, Oliver); un mecánico situado junto al cadáver aseguraba haber leído
David Copperfield
cuatro veces, pero sus palabras fueron eclipsadas por los
¡seis!, ¡ocho!, ¡nueve!
de los demás. Un anciano empezó a llorar y pareciera que era por el triste destino de la víctima del accidente, hasta que susurró: «El pobre y querido Dickens, el noble Dickens».

Mientras los transeúntes discutían unos con otros por las páginas, Bendall tomó en silencio una decisión terminante: él mismo se haría cargo de la custodia del tesoro. Plegó las hojas y se retiró discretamente sin detenerse más que para darle su nombre al conductor del
Alice Gray
, en caso de que le arrestaran por arrollar al muchacho.

—Sylvanus Bendall —le dijo al nervioso conductor—, ¡recuerde estas dos palabras y no tendrá motivos para temer a la justicia de Boston!

Sylvanus Bendall. Su propio nombre sonaba más como si fuera el de un aventurero que el de un abogado de las clases indigentes y desposeídas de Boston. Era el nombre de alguien que había penetrado en las profundidades de la Tierra Nueva. Sus amigos de Beacon Hill tal vez se hubieran llevado el pañuelo a la nariz ante el hedor que emanaba de los pantanos próximos y el polvo de las obras, pero Bendall dilataba las aletas de la nariz todas las mañanas como un caballo de batalla.

No hace falta decir que Back Bay no era un edén; había problemas y él los arrostraba con masculino arrojo. De hecho, ese día le esperaba uno de ellos al regresar a casa.

El cristal de la ventana lateral del porche estaba hecho trizas. Bendall se dirigió con calma a la puerta de entrada y asió el picaporte. Dentro encontró un caos: mesas y secreteres volcados; subió un tramo de escaleras, firmemente agarrado a la barandilla de roble, y pisó fragmentos de platos y porcelana; otro tramo, las estanterías despojadas de libros. Oyó unos pasos y un ruido inesperado en otra habitación. ¡Ladrones a sus anchas! Agarró un paraguas y un bastón y los blandió como un samurái japonés.

—¡Os voy a arrancar la cabeza! —gritó como justa advertencia.

Una mujer menuda y de pelo blanco exclamó:

—¡Señor Bendall!

Su ama de llaves, que había llegado para prepararle la cena unos momentos antes que él, estaba de pie paralizada con expresión de terror.

—No se asuste, querida Mary, ahora ya está a salvo conmigo —dijo Bendall.

No parecía que faltara ningún objeto de valor. Sus tan apreciadas páginas estaban sin duda a salvo, ya que las llevaba sobre su propia persona, en el chaleco.

—¿Mando a un chico a la policía? —preguntó Mary.

—No, no —dijo él quitándole importancia.

—¡Pero habría que ponerles sobre aviso! —protestó la sirvienta.

—¡Bah, Mary! —dijo Bendall—. Lees demasiadas novelas de aventuras. La policía tiene una mentalidad muy anticuada y no saben nada de Back Bay. Yo mismo cortaré de raíz el mal.

He ahí otra decisión audaz y terminante de Sylvanus Bendall.

5

La muerte de Daniel Sand supuso una convulsión más en el ya ajetreado edificio de oficinas de Fields, Osgood & Co. Formaba parte de la naturaleza del negocio editorial pasar de la crisis al optimismo y a otra crisis, y el maestro de este vaivén era James Osgood. Había sido en marzo, tres meses antes de que Daniel Sand cayera sin vida en la calle, cuando el socio mayoritario J. T. Fields había parado a Osgood en las escaleras. Fields, alto, rígido, de barba gris, le transmitía una formalidad desorbitada en todas las ocasiones.

—Señor Osgood, si me permite unas palabras…

La expresión
unas palabras
indefectiblemente causaba un efecto de carga sobre los hombros de Osgood. Conocía el gesto grave de Fields como conocía las dependencias de su editorial y era capaz de adivinar la emergencia comercial con un solo vistazo. Osgood llevaba quince años a las órdenes de ese hombre desde que le escribiera aquella carta de encomio de
Walden
. Habían pasado cinco años desde que Osgood introdujo las encuadernaciones de brillantes colores para reemplazar las cubiertas marrones que hasta entonces preferían. Y hacía ya dos años que su nombre se sumó al membrete de las cartas, transformando
Ticknor, Fields & Co.
, como si se cumplieran por arte de magia sus en otro tiempo soñadas ambiciones, en
Fields, Osgood & Co
.

Pero no escaseaban los problemas. Sus vecinos, los obcecados evangélicos Hurd & Houghton, con su joven teniente George Mifflin, habían pasado de ser sus fieles impresores a competidores en la edición. Y su principal rival en Nueva York era más que nunca Harper & Brothers.

—¡Esta vez se trata de Harper! —le espetó Fields a Osgood cuando estuvieron solos. Se apoyó en un escritorio de pie parecido a un púlpito que había en un rincón de la estancia sobre el que siempre descansaba abierto su inmenso libro de citas—. Es Harper. Está tramando algo.

—¿Tramando qué?

—Algo. Todavía no sé qué —admitió Fields pronunciando la palabra
todavía
con un intencionado tono de advertencia, como si el socio principal de Harper & Brothers, el Mayor Harper, les estuviera mirando encaramado en la lámpara—. Está lleno de rencor y desprecio hacia nuestra editorial —Fields sumergió una pluma en el tintero y se puso a escribir en el libro de citas—. Fletcher Harper va a venir desde Nueva York a reclutar más autores de Boston (para ser claros, a robarnos aún más) y me ha pedido una entrevista aquí. Tendría que ser usted quien se reuniera con él. ¡Maldita mano! Voy a tener que llamar a una de las chicas para que lo escriba —Fields abrió y cerró la mano en la que sufría dolorosos calambres—. Me atrevería a asegurar que no he escrito una carta de mi puño y letra desde hace un año, salvo las del señor Dickens, por supuesto. Las demás personas que reciben cartas mías deben de pensar que me he afeminado con los años.

Osgood aún estaba sorprendido por las noticias de Fields sobre Harper. Bajando la mirada con naturalidad hacia una de sus botas, como si quisiera comprobar su lustre, el joven comentó:

—Yo creo que el Mayor Harper preferiría que esa entrevista fuera con usted, señor Fields, querido amigo.

Fields se quedó callado. Su reciente tendencia a permanecer en absoluto silencio le parecía a Osgood motivo de preocupación. El editor jefe salió de detrás del alto escritorio y empezó a respirar lentamente. Por fin respondió en un tono más suave.

—Usted le cae bien a todo el mundo, Osgood. Es una ventaja que espero que mantenga mucho después de que yo esté retirado en un ignoto rincón alejado de este negocio. Caramba, no es algo que se pueda decir de todos los editores, ¡que gusta a todo el mundo! Somos como los abogados, sólo que en vez de culparnos de la pérdida de una hipoteca, nos culpan de la pérdida de los sueños.

Cuando Osgood levantó la mirada le sobresaltó ver a Fields con los puños levantados en posición de pelea.

—Ha boxeado, ¿verdad? —preguntó Fields.

Osgood negó con la cabeza algo confuso, y respondió:

—En Bowdoin hice esgrima.

—Mis primeras lecciones de boxeo me las dio un viejo púgil cuando vivía en Suffolk Place de chaval y trabajaba de recadero para Bill Ticknor. ¡Le pagaba con los libros que Ticknor tiraba! Podría haber sido un campeón si hubiera seguido entrenando. Empieza con un directo.

Fields hizo una demostración de los movimientos. Osgood le imitó poco convencido.

—¡Así —dijo Fields en tanto que remedaba un intercambio de golpes y quiebros rápidos— es como se tiene que enfrentar usted a los hermanos Harper! Sólo hay una cosa peor que la inminente guerra con los Harper, Osgood, y es tener miedo de ella.

Osgood había acertado en su predicción: cuando llegó el día de marzo previsto para la entrevista con Fletcher Harper y Osgood le recibió con su mejor traje y ofreciéndole un brandy, el visitante de Nueva York miró alrededor impacientemente desde detrás de sus gafas de montura metálica.

—El señor Fields le envía sus más sinceras disculpas, Mayor —dijo Osgood—. Me temo que las exigencias del negocio le han alejado de nosotros inopinadamente.

—¡Oh! ¿Ha tenido que ir a impedir que uno de sus autores se tire a la Charca de las Ranas?

Osgood le dedicó su más caballerosa carcajada, a pesar de que Harper no lo hizo. ¿Cómo podía un hombre despreciar su propio chiste?

A Harper le llamaban el Mayor no en referencia a ningún servicio al Ejército durante la guerra, sino por el estilo militar con que dirigía sus oficinas de Nueva York.

Se rascó la mandíbula bajo las anchas patillas que cubrían su cara.

—¿Tiene usted autoridad aquí, James R. Osgood?

—Mayor —dijo Osgood con ecuanimidad—, ahora soy socio de la empresa.

—¡Claro, socio menor! —gruñó—. Debo de haberlo leído en las columnas de Leypoldt. ¿Y es usted un hombre honesto?

—Lo soy.

—¡Muy bien, señor Osgood! No ha dudado ni un instante, eso significa que es verdad —Harper aceptó la copa de brandy. Cuando se la estaba llevando a la boca interrumpió el movimiento para hacer un brindis—. ¡Por las contadas personas felices, nosotros, los editores del mundo! Individuos que ayudan amablemente a los autores a alcanzar una inmortalidad de la que nosotros no participamos.

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