El trono de diamante (6 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El trono de diamante
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—Tu argumento es un mero tecnicismo, Sparhawk —espetó Annias.

—Soy consciente de ello —replicó Sparhawk humildemente—, pero los tecnicismos constituyen la base de la ley.

El conde de Lenda se aclaró la garganta.

—He realizado un estudio de estos temas —apuntó—, y Sparhawk ha citado correctamente la ley. Su juramento de defender la corona tiene prioridad absoluta.

El príncipe Lycheas se había retirado al otro lado de la mesa para evitar a Sparhawk.

—Es absurdo —declaró—. Ehlana está enferma. No sufre ninguna amenaza física.

Tras este comentario, tomó asiento en la silla contigua a la del primado.

—La reina —lo corrigió Sparhawk.

—¿Cómo?

—El tratamiento correcto es «Su Majestad», o «la reina Ehlana», como prefiráis. Resulta una extrema descortesía llamarla simplemente por su nombre. Supongo que técnicamente estoy obligado a protegerla tanto de las incorrecciones poco gentiles como de un peligro físico. Confieso escasa pericia en este aspecto legal, por lo cual me acogeré al veredicto de mi viejo amigo, el conde de Lenda, antes de presentar formalmente mi desafío a Su Alteza por medio de un padrino.

—Esto es una auténtica idiotez —intervino Annias—. Aquí no va a presentarse ni a aceptarse ningún desafío. De alguna forma, el razonamiento del príncipe regente es atinado —añadió, con los ojos entornados—. Sparhawk pretende valerse de esta débil excusa para quebrantar su exilio. A menos que pueda apoyarse en algún documento que evidencie haber sido reclamado por la realeza, será acusado de alta traición.

El primado sonreía ladinamente.

—No creí que fuerais a solicitármelo, Annias —dijo Sparhawk.

Entonces introdujo la mano bajo el cinto de su espada y extrajo un pergamino cuidadosamente doblado y atado con una cinta azul. Soltó la cinta y abrió el pergamino mientras la piedra de su anillo desprendía vibrantes destellos rojos a la luz de las velas.

—Opino que este documento satisface todos los requisitos —indicó, al tiempo que lo ojeaba—. Tiene estampada la firma de la reina y su sello personal. Sus instrucciones son explícitas. —Alargó el brazo para ofrecérselo al conde de Lenda—. ¿Cuál es vuestro parecer, mi señor?

—El sello pertenece a la reina —confirmó el anciano tras examinarlo— y ésta es su caligrafía. Ordena a Sparhawk presentarse ante ella inmediatamente después de su ascensión al trono. Representa una orden real válida, señores.

—Dejadme verlo —atajó Annias.

Lenda le entregó el documento por encima de la mesa. El primado lo leyó rápidamente, con las mandíbulas fuertemente apretadas.

—Ni siquiera tiene impresa una fecha —objetó.

—Excusadme, Su Ilustrísima —intervino Lenda—, pero no existe ninguna obligación legal para que un mandato o un decreto real vaya provisto de fecha, pues este particular supone una mera convención.

—¿Dónde conseguisteis esto, Sparhawk? —preguntó Annias, con los párpados entornados.

—Hace tiempo que lo poseo.

—Evidentemente fue escrito antes de que la reina ascendiera al trono.

—Eso parece, ¿verdad?

—No tiene validez —afirmó Annias, al tiempo que tomaba el pergamino con ambas manos como si fuera a rasgarlo.

—¿Cuál es la pena por destruir un decreto real, señor de Lenda? —inquirió suavemente Sparhawk.

—La muerte.

—Tal como lo pensaba. Adelante, rompedlo, Annias. Con sumo placer ejecutaré la sentencia yo mismo, a fin de ahorrar tiempo y evitar los gastos de los molestos procedimientos legales.

Sus ojos se encontraron con los de Annias, quien, al cabo de unos instantes, lanzó con aborrecimiento el pergamino sobre la mesa.

Lycheas había permanecido a la expectativa, mas su expresión reflejaba una angustia creciente. Sin embargo, de pronto, pareció advertir algo por primera vez.

—Vuestro anillo, sir Sparhawk —dijo con su voz quejumbrosa—, representa la insignia de vuestro cargo, ¿no es cieno?

—De forma aproximada, sí. En realidad, este anillo y el de la reina simbolizan el vínculo existente entre mi familia y la suya.

—Dádmelo.

—No.

—¡Acabo de emitir una orden real! —gritó, con los ojos a punto de saltársele de las órbitas.

—No. Era una petición personal. No podéis decretar nada puesto que no sois el rey.

Lycheas miró indeciso al primado, pero éste sacudió débilmente la cabeza y el rostro del joven se tiñó de rubor.

—El príncipe regente simplemente deseaba examinarlo, sir Sparhawk —indicó en tono conciliador el eclesiástico—. Hemos buscado su homólogo, el anillo del príncipe Aldreas, y, sin embargo, parece haberse perdido. ¿No tendríais vos idea de dónde podría hallarse?

—Aldreas lo llevaba en el dedo cuando partí hacia Cippria —contestó Sparhawk alargando las manos—. No se trata de una pieza que se quite habitualmente; en mi opinión, debía llevarlo puesto cuando murió.

—No, no lo llevaba.

—En ese caso, tal vez lo tenga la reina.

—No, que nosotros sepamos.

—Quiero esa joya —insistió Lycheas—, como símbolo de mi autoridad.

—¿Qué autoridad? —le preguntó ásperamente Sparhawk en son de burla—. El anillo pertenece a la reina Ehlana, y si alguien trata de arrebatárselo, deberé tomar las medidas pertinentes.

De súbito, sintió un leve cosquilleo en la piel. Tenía la impresión de que las llamas de los candelabros habían perdido vivacidad y que la cámara del consejo se sumía progresivamente en la penumbra. Al instante, comenzó a murmurar en voz muy baja palabras en el idioma estirio para trazar con sumo cuidado el hechizo que contrarrestaría la burda manipulación mágica emprendida por uno de los ocupantes de la sala. Mientras tanto, sus ojos buscaron al responsable. Al finalizar el contrahechizo y comprobar cómo se demudaba la faz de Annias, le dirigió una gélida sonrisa. Después se incorporó.

—Bien —dijo con tono resuelto—. Ahora ocupémonos de los asuntos importantes. ¿De qué murió exactamente el rey Aldreas?

—De epilepsia —respondió con tristeza el conde de Lenda, al tiempo que dejaba escapar un suspiro—. Los ataques comenzaron hace varios meses y se tornaron cada vez más fuertes y frecuentes. El rey se debilitó poco a poco y finalmente…

—El rey no padecía esa enfermedad cuando abandoné Cimmura —comentó Sparhawk.

—Los síntomas aparecieron repentinamente —explicó Annias de forma lacónica.

—Se rumorea que la reina padecía el mismo mal.

Annias hizo un gesto afirmativo.

—¿A nadie le ha parecido sorprendente? Nunca han existido antecedentes de ese tipo de dolencia en la familia real. Además, ¿no resulta extraño que Aldreas no la experimentase hasta la edad de cuarenta años y que su hija cayera enferma poco después de cumplir los dieciocho?

—No poseo conocimientos médicos, Sparhawk —se disculpó Annias—. Si lo deseáis, podéis preguntar a los médicos de la corte, pero dudo que descubráis algo que difiera de lo que os hemos contado.

Sparhawk exhaló un gruñido y recorrió con la mirada la sala del consejo.

—Creo que hemos agotado el último punto que debíamos tratar aquí —concluyó con firmeza el robusto caballero—. ¿Puedo recogerlo? —añadió, señalando el pergamino que se encontraba aún sobre la mesa, delante del primado.

Cuando se lo entregaron, lo releyó velozmente.

—Aquí está —afirmó cuando llegó a la frase conveniente—. «Os ordeno presentaros ante mí inmediatamente después de vuestro regreso a Cimmura.» Este mandato no deja gran margen para las argumentaciones, ¿no lo creéis así?

—¿Qué tramáis, Sparhawk? —inquirió con suspicacia el primado.

—Me limito a obedecer, Su Ilustrísima. La reina me exige presentarme ante ella y eso es lo que me propongo.

—La puerta de la sala del trono se encuentra cerrada con llave —espetó Lycheas.

—No os preocupéis —lo tranquilizó Sparhawk con una sonrisa casi benevolente—. Tengo una llave —agregó, y acercó la mano a la empuñadura de su espada.

—¡No osaríais utilizar la fuerza!

—Podéis apostar.

Annias carraspeó.

—Si me permitís expresar mi opinión, Alteza… —comenzó a hablar.

—Desde luego, Su Ilustrísima —repuso rápidamente Lycheas—. La corona está siempre dispuesta a recibir consejo de la Iglesia.

—¿La corona? —inquirió Sparhawk.

—Una formalidad, sir Sparhawk —le explicó Annias—. El príncipe la representa durante el período de incapacitación de la reina.

—No, por lo que a mí respecta.

—La Iglesia considera oportuno acceder a la petición un tanto grosera del paladín de la reina —asesoró Annias, dirigiéndose a Lycheas—. Nosotros no debemos recibir la acusación de incivilidad. Asimismo, la Iglesia estima que es conveniente que el príncipe regente y la totalidad del consejo acompañen a sir Sparhawk a la sala del trono. Se trata de un reputado adepto a ciertas prácticas mágicas, y para proteger la vida de la reina no debemos permitirle emplear de manera precipitada dichas artes sin consultar previamente a los médicos de la corte.

Lycheas aparentemente dedicó unos minutos a reflexionar sobre sus palabras antes de ponerse en pie.

—Actuaremos de acuerdo con vuestras indicaciones, Su Ilustrísima —declaró—. Os ordeno que nos acompañéis, sir Sparhawk.

—¿Ordenáis?

Lycheas hizo caso omiso de la réplica y avanzó regiamente hacia la puerta.

Sparhawk, tras ceder el paso al barón Harparín y al obeso hombre ataviado de rojo, se colocó al lado del primado Annias. Sonreía de modo relajado, pero la voz grave que salió de su garganta no era precisamente expresión de un estado de buen humor.

—No se os ocurra volver a hacer uso de tales trucos, Annias —advirtió.

—¿Cómo? —inquirió el primado con voz estupefacta.

—Me refiero a vuestras incursiones en el mundo de la hechicería. En primer lugar, porque no poseéis grandes dotes y me resulta irritante tener que derrochar esfuerzos para neutralizar el trabajo de aficionados, y, en segundo lugar, porque a los eclesiásticos se les prohíbe interesarse en las prácticas mágicas.

—No tenéis pruebas, Sparhawk.

—No las necesito, Annias. Mi juramento como caballero pandion sería suficiente en cualquier tribunal civil o religioso. ¿Por qué no dejamos esta cuestión? De cualquier forma, no volváis a murmurar ningún encantamiento destinado a mi persona.

Encabezados por Lycheas, los miembros del consejo y el caballero de negra armadura recorrieron un pasillo iluminado con velas hasta llegar a la majestuosa puerta de la sala del trono. Lycheas sacó una llave de su jubón y la abrió.

—Bien —indicó a Sparhawk—. Está abierta. Id a presentaros ante vuestra reina, aunque no creo que vaya a servirle de nada.

El paladín tomó una vela encendida de un candelabro de plata adosado a la pared antes de penetrar en la oscura estancia.

En la habitación del trono hacía frío y el aire olía a humedad y a cerrado. Sparhawk recorrió la sala al tiempo que prendía metódicamente todas las velas. A continuación, se encaminó hacia el trono y encendió las que reposaban en los candelabros situados a ambos lados.

—No necesitáis tanta luz —aseguró irritado el príncipe desde la puerta.

Sparhawk prefirió ignorarlo. Alargó la mano y tentó el cristal que rodeaba el trono. Al instante percibió que lo impregnaba la conocida aura de Sephrenia. Después alzó lentamente los ojos para mirar el pálido y juvenil rostro de Ehlana. La promesa que despuntaba en él durante su infancia se había hecho realidad. Su belleza la hubiera distinguido entre un buen número de muchachas; era verdaderamente hermosa. Su semblante hacía gala de una perfección casi luminiscente. Sus rubios cabellos formaban una mata dorada que enmarcaba suavemente su rostro. Lucía su atuendo real y su cabeza se tocaba con la maciza corona de oro de Elenia. Sus delicadas manos reposaban sobre los brazos del trono y sus ojos permanecían cerrados.

Recordó que al principio había reaccionado amargamente ante el mandato del rey Aldreas que lo consagraba al cuidado de su hija. No obstante, pronto había comprobado que no se trataba de una niña atolondrada, sino de una sensata muchacha con una mente despierta y retentiva, y una curiosidad extraordinaria. Una vez que hubo superado su timidez inicial, había comenzado a formularle innumerables preguntas sobre las cuestiones de palacio y, de aquel modo, casi accidentalmente, había comenzado su educación en el arte de gobernar y en las complejidades de la política palaciega. Pasados unos meses, una cordial relación los unía; Sparhawk descubrió que esperaba con ansia los intervalos de conversación privada que mantenían diariamente. Los había aprovechado para moldear paulatinamente su carácter y prepararla para su futura designación como reina de Elenia.

Con la congoja que le producía contemplarla en su estado actual, apresada bajo una apariencia de muerte, se juró a sí mismo que le devolvería la salud y la restauraría en su trono, aunque tuviera que recorrer el mundo entero para conseguirlo. Su imagen provocaba en él una profunda irritación. Se sentía incitado a descargar su rabia sobre los objetos circundantes, como si la mera demostración de su fuerza física pudiera tornarla a la conciencia.

En aquel momento percibió un sonido cuya intensidad aumentaba progresivamente. Era un ritmo regular, un pulso acompasado, remotamente similar a la percusión de un tambor, que se reproducía sin titubeos y resonaba por toda la estancia, al tiempo que incrementaba con firmeza su volumen como si quisiera anunciar a quien entrara allí que el corazón de Ehlana palpitaba aún.

Sparhawk desenfundó la espada y saludó con ella a su reina. Después hincó una rodilla en el suelo, como muestra del profundo respeto y de la singular manifestación de amor que lo invadían; se inclinó hacia adelante para besar suavemente la inquebrantable lámina de cristal; de súbito, los ojos se le anegaron en lágrimas.

—Por fin he regresado, Ehlana —murmuró—, y haré que todo vuelva a sonreírte.

El latido sonó con más fuerza, como si, por medio de algún prodigioso canal, Ehlana hubiera oído sus palabras.

Desde el umbral le llegaba la risa burlona de Lycheas, y Sparhawk se prometió que, en cuanto tuviera ocasión, sometería a un sinnúmero de vejaciones al primo bastardo de la reina. Finalmente se incorporó y se encaminó hacia la puerta.

Lycheas le sonreía con afectación. Sostenía todavía en su mano la llave de la sala del trono. Al pasar junto al príncipe, Sparhawk se la arrebató velozmente.

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