El trono de diamante (18 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El trono de diamante
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—Os confiaré dónde podéis hallarlos si me prometéis que no mataréis a nadie.

—De acuerdo —aceptó a regañadientes con la cara todavía congestionada por la rabia—. ¿Por dónde partieron?

—Aún no he acabado —apuntó—. Vos os quedaréis aquí conmigo. Os conozco lo bastante como para saber que a veces no podéis controlaros. Enviad a otra persona.

—¡Lakus! —bramó después de mirar airadamente a Sephrenia.

—No —opuso ésta—, Lakus no. Ese caballero es tan sanguinario como vos.

—¿Quién entonces?

—Parasim me parece apropiado.

—¿Parasim?

—Se trata de una persona reposada. Si le advierto que no debe haber muertos, obedecerá.

—Acepto el trato, pues —concedió Sparhawk mientras apretaba los dientes—. Parasim —llamó al joven caballero, que deambulaba pesaroso en las proximidades—, tomad una docena de hombres y cargad contra los animales que masacraron a esta gente. No matéis a nadie, pero aseguraos de que lamenten profundamente haber concebido tal idea.

—Sí, mi señor —repuso Parasim, con los ojos súbitamente relumbrantes como el acero.

Tras recibir las instrucciones de Sephrenia, retrocedió hacia el punto donde se reunían los restantes caballeros, y, tras detenerse a medio camino para arrancar de cuajo un espino, lo descargó con fuerza sobre un inofensivo abedul al que desprendió parte de su blanca corteza.

—Oh, Dios —murmuró Sephrenia.

—Se comportará según las instrucciones —la tranquilizó Sparhawk, riendo sin alegría—. He depositado grandes esperanzas en ese joven y confío plenamente en su capacidad de distinción entre lo bueno y lo malo.

A unos pasos de distancia, Flauta, de pie entre las tumbas, interpretaba con su instrumento una suave melodía que parecía expresar un inconmensurable duelo.

El tiempo continuó frío e inestable, si bien no se produjeron nevadas de consideración. Después de una semana de viaje, llegaron a las ruinas de un castillo emplazado a seis o siete leguas de la ciudad de Darra. Allí los aguardaban Kalten y el grueso del ejército de los caballeros pandion.

—Empezaba a creer que os habíais perdido —bromeó Kalten a modo de saludo.

Entonces miró con curiosidad a Flauta, que se hallaba sentada en la parte delantera de la silla de Sparhawk, con los pies desnudos apoyados a un lado del cuello del caballo y el cuerpo arrebujado bajo la capa del caballero.

—¿No es algo tarde para formar una familia?

—La encontramos en el camino —replicó Sparhawk mientras tendía la pequeña a Sephrenia.

—¿Por qué no le habéis puesto zapatos?

—Ya lo hicimos, pero los pierde todos. Hay un convento de monjas al otro lado de Darra. La dejaremos allí.

—¿Ofrece esta edificación algún tipo de cobijo? —añadió Sparhawk, al tiempo que observaba las ruinas agazapadas sobre la colina encima de ellos.

—Escasamente, pero al menos protege del viento.

—Entremos, pues. ¿Me ha traído Kurik a
Faran
y la armadura?

Kalten hizo un gesto afirmativo.

—Estupendo. Este caballo resulta un tanto fogoso y la vieja armadura de Vanion me ha producido más llagas de las que soy capaz de contar.

Cabalgaron hasta el castillo, donde encontraron a Kurik y al joven novicio, Berit, que los esperaban.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó Kurik sin ceremonias.

—Es un largo camino, Kurik —explicó Sparhawk a la defensiva—, y las carretas no pueden avanzar tan deprisa.

—Deberíais haberlas dejado atrás.

—Transportaban la comida y el equipo de acampada.

—Pongámonos a cubierto —gruñó Kurik—. He encendido una fogata en lo que queda de la torre de vigilancia.

Después miró extrañado a Sephrenia, que llevaba a Flauta en brazos.

—Señora —saludó respetuosamente.

—Querido Kurik —respondió cariñosamente ésta—, ¿cómo están Aslade y los muchachos?

—Bien, Sephrenia —replicó Kurik—. A decir verdad, se encuentran perfectamente.

—Me alegra saberlo.

—Kalten nos había comunicado que vos también vendríais —dijo el escudero—. De modo que he puesto agua a hervir para preparar vuestro té. ¿Nos ocultabais un secreto? —agregó tras mirar a Flauta, que escondía su rostro en el de Sephrenia.

—Has hecho referencia a la especialidad de los estirios, Kurik —repuso la mujer mientras reía a carcajadas.

—Pasad todos y calentaos —propuso Kurik, y comenzó a guiarlos entre los escombros diseminados por el patio. Por su parte, Berit se hacía cargo de los caballos.

—¿No os habréis equivocado al traerlo? —preguntó Sparhawk, al tiempo que señalaba hacia atrás por encima del hombro en dirección al novicio—. Resulta demasiado joven para participar en una batalla de estas características.

—No le ocurrirá nada, Sparhawk —replicó Kurik—. Lo llevé unas cuantas veces al campo de entrenamiento de Demos y le enseñé algunas tácticas. Es diestro y aprende rápidamente.

—De acuerdo, Kurik —cedió Sparhawk—, pero cuando comience la lucha, quédate a su lado. No quiero que caiga herido.

—Siempre he procurado protegeros a vos, ¿no es cierto?

—En efecto —respondió Sparhawk con una sonrisa—. Al menos que yo recuerde.

Pasaron la noche en el devastado castillo y al día siguiente partieron a hora temprana. La fuerza que habían reunido aglutinaba a unos quinientos guerreros. Cabalgaron con rumbo sur bajo un cielo amenazador. Más allá de Darra había un convento de amarillentos muros de arenisca y rojizos tejados. Sparhawk y Sephrenia se desviaron de la ruta, cruzaron un prado de hierbas requemadas por el frío y se dirigieron a la edificación.

—¿Cómo se llama la niña? —inquirió la madre superiora cuando los admitieron a su presencia en una austera estancia caldeada tan sólo por un pequeño brasero.

—No habla, madre —repuso Sparhawk—, y como constantemente toca ese caramillo la llamamos Flauta.

—Resulta un nombre harto insólito, hijo.

—A la pequeña parece gustarle, madre —intervino Sephrenia.

—¿Tratasteis de encontrar a sus padres?

—No había nadie en los alrededores del lugar donde la hallamos —explicó Sparhawk.

—La niña es estiria —señaló la madre superiora tras mirar gravemente a Sephrenia—. ¿No sería más conveniente dejarla al cuidado de una familia de su misma raza y religión?

—Asuntos urgentes nos reclaman —respondió Sephrenia—, y los estirios son muy hábiles para ocultarse si lo pretenden.

—Por supuesto, ya sabéis que si permanece aquí la educaremos de acuerdo con las creencias elenias.

—Lo intentaréis, madre —puntualizó Sephrenia con una sonrisa—. No obstante, creo que tendréis ocasión de descubrir lo poco amena que es su conversación. ¿Vamos, Sparhawk?

Se reunieron con la columna y prosiguieron en dirección sur.

Primero avanzaron con un animado trote y después con un atronador galope. Detrás de una loma, Sparhawk refrenó bruscamente a
Faran
para observar estupefacto a Flauta, que se hallaba sentada con las piernas entrecruzadas en una gran roca tocando la flauta.

—¿Cómo has…? —comenzó a decir, pero se detuvo al instante—. Sephrenia —llamó, pero la mujer de vestido blanco ya había desmontado y se acercaba a la niña al tiempo que le hablaba suavemente en aquel extraño dialecto estirio.

Flauta cesó de ejecutar la melodía y sonrió burlonamente a Sparhawk. Sephrenia soltó una carcajada mientras tomaba en brazos a la pequeña.

—¿Cómo ha logrado adelantarnos? —preguntó desconcertado Kalten.

—¿Quién sabe? —replicó Sparhawk—. Supongo que tendré que devolverla al convento.

—No, Sparhawk —intervino Sephrenia—. Quiere venir con nosotros.

—Esa pretensión es descabellada —exclamó Sparhawk con brusquedad—. No voy a llevar a una niña a una batalla.

—No os preocupéis por la pequeña, Sparhawk. Yo me ocuparé de ella. —Entonces sonrió a la pequeña acurrucada en sus brazos—. La cuidaré como si fuera mi propia hija —añadió, a la vez que apoyaba su mejilla en los resplandecientes cabellos negros de Flauta—. En cierto modo, puede hacerse esa afirmación.

—La decisión es vuestra —concedió Sparhawk.

Acababa de hacer volver grupas a
Faran
cuando experimentó un súbito escalofrío acompañado de la sensación de ser el receptor de un odio implacable.

—¡Sephrenia! —gritó abruptamente.

—¡Yo también lo he notado! —respondió ésta mientras abrazaba a la pequeña contra sí—. ¡Va dirigido hacia la niña!

Flauta forcejeó suavemente, y Sephrenia, sorprendida, la dejó en el suelo.

El rostro de la pequeña reflejaba determinación y también expresión de preocupación más que de rabia o miedo. Se acercó la flauta a los labios y comenzó a tocar. Esta vez la melodía había abandonado aquel ligero aire en tono menor que había interpretado otras veces y se alzaba como algo sombrío e inquietante.

De repente, a unos pasos de distancia, escucharon un repentino aullido de dolor y asombro que comenzó a perder rápidamente intensidad, como si el ente que lo había emitido emprendiera la huida a una velocidad inimaginable.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Kalten.

—Un espíritu enemigo —replicó tranquilamente Sephrenia.

—¿Qué es lo que lo ha empujado a retroceder?

—La música de la niña. Parece que ha aprendido a protegerse.

—¿Tú comprendes algo de lo que ocurre? —preguntó Kalten a Sparhawk.

—Apenas. Pongámonos en marcha. Todavía nos queda un par de días de camino.

El castillo del conde Radun, tío del rey Dregos, estaba encaramado en un alto promontorio rocoso. Al igual que la mayor parte de las fortalezas de los reinos del sur, se hallaba rodeado de imponentes muros. El tiempo había experimentado una considerable mejoría, y el sol del mediodía brillaba con fuerza cuando Sparhawk, Kalten y Sephrenia, que llevaba todavía a Flauta en la parte delantera de su silla, atravesaron el amplio prado de hierbas amarillentas en dirección a la ciudadela.

Les franquearon la entrada sin formular preguntas; en el patio los recibió el conde, un hombre fornido de anchas espaldas y pelo canoso. Vestía un jubón de color verde oscuro con adornos negros, rematado por una blanca gorguera almidonada. Este atuendo se ajustaba a un estilo que, por razones de moda, los elenios habían dejado de utilizar hacía varias décadas.

Sparhawk descendió del caballo.

—Vuestra hospitalidad es legendaria, mi señor —saludó—, pero nuestra visita no posee un carácter meramente social. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado? Debemos poneros al corriente de un asunto de cierta urgencia.

—Desde luego —respondió el conde—. Si sois tan amables de acompañarme.

Cruzaron tras él las enormes puertas del castillo y prosiguieron por un amplio corredor, al final del cual el conde abrió una puerta con una llave de bronce.

—Mi estudio privado —declaró modestamente—. Me siento bastante orgulloso de mi colección de libros. Tengo casi dos docenas.

—Formidable —murmuró Sephrenia.

—¿Tal vez os gustaría leer alguno, señora?

—La dama no lee nunca —le explicó Sparhawk—. Es estiria, iniciada en los secretos de su culto, y posee la convicción de que la lectura podría interferir en sus habilidades.

—¿Una bruja? —preguntó el anfitrión mientras observaba a la menuda mujer—. ¿De veras?

—Nosotros preferimos aludir a esas artes con otras palabras, mi señor —replicó dulcemente Sephrenia.

—Dignaos tomar asiento —indicó el conde, al tiempo que señalaba la gran mesa ubicada bajo una mancha de sol invernal que entraba por la ventana, protegida con gruesos barrotes—. Siento curiosidad por enterarme de la naturaleza de ese asunto que habéis mencionado.

—¿Os dice algo el nombre de Annias, primado de Cimmura, mi señor? —preguntó Sparhawk tras desprenderse del yelmo y los guanteletes.

—He oído hablar de él —replicó brevemente con la cara ensombrecida.

—En ese caso, ¿conocéis su reputación?

—Así es.

—Bien. De forma casi accidental, sir Kalten y yo descubrimos un plan urdido por el primado. Por fortuna, Annias no sabe que nosotros tenemos conocimiento de sus intenciones. ¿Habitualmente permitís la entrada a los caballeros de la Iglesia en vuestra morada sin cuestionar su identidad?

—Por supuesto. Venero a la Iglesia y trato honorablemente a sus caballeros.

—Dentro de pocos días, una semana a lo sumo, cabalgará hasta vuestras puertas un numeroso grupo de hombres vestidos con armaduras negras que llevarán los estandartes de los caballeros pandion. Os aconsejo que no los admitáis.

—Pero…

—No serán pandion, mi señor —aclaró Sparhawk, levantando una mano—. Se trata de mercenarios que actúan bajo el mando de un renegado llamado Martel. Si los dejáis entrar, matarán a todo aquel que se halle albergado en estos muros, a excepción de uno o dos eclesiásticos que se ocuparán de ventear la noticia del ultraje.

—¡Monstruoso! —exclamó el conde, boquiabierto—. ¿Qué motivos puede tener el primado para profesarme un odio tan encarnizado?

—El objeto no va dirigido contra vos, conde Radun —le explicó Kalten—. Vuestro asesinato pretende desacreditar a los caballeros pandion. Annias alberga la esperanza de que tal hecho encienda las iras de la jerarquía eclesiástica hasta el punto de obligarnos a disgregar la orden.

—Debo remitir un mensaje a Larium de inmediato —declaró el noble—. Mi sobrino puede enviar un ejército que llegaría aquí en pocos días.

—No será necesario, mi señor —afirmó Sparhawk—. He traído conmigo a quinientos caballeros genuinamente pandion. Se hallan ocultos en los bosques situados al norte de vuestro castillo. Con vuestro permiso, haré entrar a un centenar de ellos en el recinto amurallado para reforzar vuestra guarnición. Cuando aparezcan los mercenarios, dadles cualquier excusa, pero no les franqueéis el paso.

—¿No parecerá extraño? —inquirió Radun—. Tengo fama de ser hospitalario, especialmente con los caballeros de la Iglesia.

—El puente levadizo —insinuó Kalten.

—¿A qué os referís?

—Decidles que el torno que pone en acción el puente levadizo está roto, que habéis encargado a algunos hombres su reparación, y que, por lo tanto, deben tener un poco de paciencia.

—No estoy dispuesto a mentir —objetó rígidamente el conde.

—Eso no constituye ningún problema, mi señor —le aseguró Kalten—. Yo mismo me ocuparé de romper el torno para que vuestra conciencia quede tranquila.

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