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Authors: Andrea Camilleri

El traje gris (14 page)

BOOK: El traje gris
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Y ella había renunciado a la ceremonia y se había dejado de historias.

¿Adonde había ido a parar Barbie? Cuántas veces la había llamado así en su fuero interno, cuando pensaba que se había casado con una muñeca de plástico, siempre impecable y con un armario repleto de vestidos, con la cual él podía jugar todo lo que quisiera, pero carente de alma y sentimientos.

Al terminar la inyección, Adele se levantó.

Y él vio que la falda no hacía juego con la blusa y que calzaba una especie de pantuflas. Se estaba descuidando.

—¿Mando que te preparen la sopita de siempre?

Él no contestó. La miraba perplejo. Pero ¿cuándo le habían salido aquellas arruguitas a los lados de la boca?

—Bueno, ¿mando que te la preparen o no?

¿A que siempre se había equivocado con respecto a su mujer? ¿A que se había pasado diez años a su lado sin comprender absolutamente nada de ella? Igual ahora ya no tenía cabeza para sí misma porque sólo la tenía para él. Pero ¿y el desierto? ¿Y la aridez de sentimientos? ¿Y todas las fantasías que se había montado?

Acaso la verdadera y sencilla verdad era la que tenía delante: una pobre mujer que por amor a él... sí señor, por amor a él, estaba castigando duramente aquel cuerpo que tanto había cuidado, le estaba negando sin piedad lo que siempre y de tan buen grado le había concedido.

—¿Me dices qué quieres?

—Abrazarte. —Le salió del alma.

Ella abrió muchísimo los ojos, emitió un sonido extraño, como un lamento, y después se le sentó en las rodillas, le rodeó el cuello con los brazos, lo besó y rompió a llorar. De manera incontenible.

* * *

Adele dimitió de su cargo de presidenta del club del banco y del de bridge, y de la vicepresidencia de la sociedad que dirigía el equipo de fútbol.

—Pero ¿por qué lo has hecho?

—Ya no tengo tiempo.

—Podrías llamar a una enfermera.

—No quiero.

Había conservado tan sólo la presidencia de la asociación benéfica. Y algunas reuniones las organizaba en casa. Pero ya no en el salón de la planta baja, sino en la antigua habitación de Daniele, que había mandado amueblar con una gran mesa ovalada. También había colocado allí su elegante escritorio personal.

—De esta manera, aunque esté reunida, basta con que me llames y vengo enseguida.

Se presentaba a las socias tal como estaba en aquel momento, sin preocuparse de cambiarse de vestido; como máximo se peinaba a toda prisa. Y antes de cada reunión preguntaba invariablemente:

—¿Queréis saludar a mi marido?

Y las señoras se asomaban a la puerta.

—¡Hola, querido!

—¿Cómo va?

—Tiene muy buena cara.

—¡Se ve que Adele lo trata muy bien!

—¡Ah! ¡Adele es única!

Y le sonreían como si fuera un chiquillo. Y él, mientras correspondía a los saludos y las felicitaciones, pensaba que le estaban tocando las narices de mala manera.

* * *

Ahora conseguía levantarse de la cama tres veces a la semana para dar un breve paseo por el pasillo, siempre sostenido por Adele. Le costaba respirar, y por eso le pusieron una bombona de oxígeno al lado de la cama. Pero sólo la utilizaba cuando no tenía más remedio. Y fue precisamente una mañana, mientras estaba tumbado con los tubitos del oxígeno introducidos en las fosas nasales, cuando oyó una voz masculina en el pasillo. Después entró Adele sonriendo.

—Hay una sorpresa para ti.

Y se apartó para ceder el paso a un joven elegante que, al principio, él no reconoció.

—¡Papá!

Se dejó abrazar y besar, porque ni siquiera tuvo fuerzas para quitarse los tubos de la nariz.

—Pero... ¿cómo?

—Adele me telefoneó para decirme que no estabas muy bien, y entonces...

Él se conmovió como hacen los viejos, con la barbilla temblando y sin lágrimas en los ojos.

Los dos días que Luigi estuvo con él pasaron volando. Pero ¿fueron realmente dos días o tres? ¿O fue sólo medio día? El tiempo se había convertido en un problema para él; imposible calcularlo como antes. Cada vez que miraba el reloj de la mesita de noche se llevaba una sorpresa. Las horas y los días registraban unas aceleraciones y desaceleraciones misteriosas, inexplicables.

—¿Por qué me pones la inyección ahora? ¿No tienen que pasar tres horas desde el comprimido amarillo?

—Pero ¡si ya han pasado!

O bien:

—Ayer me dijiste que...

—No te lo dije ayer sino hace por lo menos cuatro días.

Cuando Luigi fue a despedirse para regresar a Londres, Adele los dejó a solas para que pudieran hablar libremente. Pero padre e hijo no tenían nada que decirse.

—En cuanto te recuperes, te vienes a Londres. Prométemelo.

—Te lo prometo.

Pero sabía que jamás conseguiría ir a Londres.

Su hijo lo estrechó fuertemente en sus brazos y le murmuró algo al oído que él no comprendió.

—¿Qué?

—Quería pedirte perdón.

—¿Por qué?

—Por lo que te dije cuando me anunciaste que te casabas con Adele. Me equivoqué. He visto que te quiere mucho y de verdad.

Una mañana que Adele había salido, como se sentía con un poco más de fuerza, se levantó de la cama y empezó a pasear por la casa. De vez en cuando se veía obligado a sentarse en una silla y se quedaba allí un ratito hasta recuperar el aliento, y después reanudaba el paseo. En determinado momento se encontró sentado delante del escritorio de su mujer, en la habitación que ahora utilizaba para las reuniones. Y sus ojos se posaron en una carta que Adele había dejado a medio escribir. Era para Gianna, su amiga del alma.

Querida Gianna:

Tenemos tan pocas ocasiones de hablar largo rato que me veo obligada a escribir para exponerte una desagradable situación con Daniele que arrastro desde hace mucho tiempo. Él insiste con llamadas telefónicas, pequeños mensajes, cartas, e incluso algunas veces se sitúa delante de nuestra verja para poder recibir la gracia —lo dice precisamente así—, la gracia de estar una vez más conmigo. Una sola y última vez, asegura. Tiene un deseo tan grande de mí que a veces me conmueve.

Pero sé que si cediera volveríamos a empezarlo todo desde el principio. Y yo no quiero. Algunas noches su ausencia me resulta incluso dolorosa. Pero piensa en lo que sucedería si por desgracia nos descubrieran durante un encuentro fuera de casa. ¡Yo ya no tendría la cara de dejar que me vieran por ahí! Con mi marido gravemente enfermo y que no sé cuánto le queda de vida... Como sabes, al abrirlo descubrieron que ya ni siquiera valía la pena operar. Cuando regresé de la clínica, tú misma me preguntaste qué me había ocurrido. Ni yo misma sé decírtelo. O a lo mejor puedo decírtelo superando cierto malestar: me he dado cuenta de que quiero a mi marido. Y quizá siempre lo haya querido. Daniele, que no ha comprendido nada, me dice: «De acuerdo, si no quieres ahora, debes prometerme que después, cuando él ya no esté, me aceptarás de nuevo en casa.» No sólo no puedo prometérselo sino que desearía que entendiera que después ya no podrá haber nada con él. Ni con ningún otro. Si pudieras encontrar la manera de hablar con Daniele y explicárselo...

Él siempre había sabido que en la clínica lo habían abierto y vuelto a cerrar porque ya no había nada que hacer. Pero se lo había guardado para sí, empujándolo bien al fondo. Era una verdad que no quería que aflorara porque le faltaba valor.

Pero si ahora jadeaba porque de golpe se había quedado sin aire no era por ver confirmado lo que siempre había intuido, sino por la violenta conmoción de leer que Adele se había dado cuenta de que lo amaba. Y tal vez desde siempre.

A duras penas logró levantarse, arrastrarse hasta su habitación, tumbarse en la cama e introducirse las cánulas de oxígeno en la nariz. Pero ¿cómo podía compararla con la Barbie o, peor, con una muñeca hinchable? Cuando descubrió que a Adele, después de los primeros años de matrimonio, le había dado por frecuentar a otros hombres, él le echó la culpa a su naturaleza, al hambre que siempre tenía su cuerpo. Pero ¿era verdaderamente así? ¿O acaso era él quien la había rechazado al no haberla comprendido, obligándola a asumir un papel que Adele, por lo menos en los primeros tiempos, había tratado de esquivar? Por otra parte, era cierto que ella jamás le había preguntado: «¿Me quieres?» Pero ¿se lo había preguntado él a ella alguna vez? ¿Por qué se había quedado en la primera traición? Le habría bastado muy poco para recuperarla, quizá sólo una violenta discusión.

En cuanto entró en la habitación, Adele advirtió que estaba bastante alterado. Quiso que se pusiera el termómetro. Él opuso resistencia, pero ella se empeñó. Treinta y ocho con tres.

—Ahora mismo llamo a De Caro.

—No.

—¿Por qué? ¿Ahora tienes caprichos?

—Ya verás como se me pasa enseguida. ¿Me haces un favor?

—Claro.

—¿Te tumbas a mi lado?

Ella obedeció en silencio.

Al día siguiente repitió el paseo. Quería ver si Adele había acabado la carta. Pero cuando miró encima del escritorio, la carta ya no estaba. Su mujer la había terminado y enviado. Pero en la papelera vio una hojita apelotonada. La recogió haciendo un esfuerzo, la alisó con las manos y la leyó.

¿Ha hecho testamento? Mirar en los cajones del catafalco.

Reversibilidad de la pensión. ¿Toda o sólo una parte? Telefonear al banco para pedir una cita con Verdini, el sucesor.

Funeraria. ¿A quién recurrió Gianna cuando murió su hermano?

Funeral de primera clase.

¿Misa solemne?

Ha expirado serenamente

(¿confortado con los auxilios espirituales? Sí: convencerlo)

Ha fallecido serenamente

Ha cerrado los ojos en la paz del Señor

Lo comunican tristemente

(¿después del entierro?)

(¿después de las exequias?)

(¿O bien: el funeral se celebrará en la iglesia de... a las... horas)

La afligida/desolada/desesperada esposa Adele y el hijo

(¿Esposa inglesa? ¿Cómo se llama?)

¿En cuántos periódicos? Preguntar tarifas.

Telefonear en el momento de la defunción: hacer la lista.

¿Pedir ayuda a Daniele?

Se sintió desfallecer, la habitación empezó a darle vueltas. De repente, el sudor lo empapó. Cerró los ojos.

Después volvió a formar una pelota con la hoja y la tiró a la papelera. Consiguió levantarse, empezó a avanzar por el pasillo con la espalda apoyada en la pared y, caminando de lado como los cangrejos, cruzó la puerta de separación —que estaba abierta—, entró en su estudio, se desplomó en una butaca, apoyó la cabeza en el escritorio y así se quedó, con el aliento sonando como un fuelle. Cuando se recuperó un poco, abrió el cajón y sacó el maletín de la pistola.

La idea era buena. Muerto por muerto, se pegaría un tiro. Un disparo en la cabeza. Y jodería definitivamente a Adele. ¡Adiós esquela preparada con sus auxilios espirituales, sus serenamente fallecido, sus ojos cerrados en la paz del Señor!

¡Qué vergüenza, un marido suicida! Nada de servicio religioso en la iglesia, nada de curas, nada de solemnes funerales. Si acaso una cosa hecha a escondidas, de buena mañana o al anochecer; cuantas menos personas asistieran, mejor. ¡Explica en una nota necrológica que uno se ha pegado un tiro! Y aunque Adele no lo explicara, la gente lo sabría igual. Y ella perdería la dignidad ante todo el mundo.

Abrió el maletín. Se quedó helado. Estaba vacío.

Adele, temiendo que él intentara un acto desesperado debido a la enfermedad, había escondido la pistola.

Temblando de rabia, logró levantarse y regresar al pasillo, pero encontró cerrada la puerta que separaba los dos apartamentos. Tal vez una ráfaga de aire. Intentó abrirla, pero no lo consiguió.

Después le pareció que se había hecho de noche repentinamente y se desplomó.

Ya no pudo comer. Le costaba mucho respirar. Tosía constantemente, y su mujer le quitaba las flemas con un pañuelo de papel.

Era un cuerpo inerte. De vez en cuando Adele se esforzaba en tumbarlo de un lado o de otro para evitar que se llagara. Y después le ponía distintas inyecciones que le nublaban el cerebro y lo hacían dormir mucho.

La única pregunta que todavía conseguía plantearse, pero de manera confusa, era: «¿Cuánto me queda de vida?»

* * *

Pero el tiempo había dejado de acelerarse y desacelerarse. Ahora le resultaba muy difícil distinguir la noche del día, la tarde de la mañana, porque el tiempo se había convertido en una especie de líquido gelatinoso que fluía siempre igual y sin cambiar jamás de color.

Una vez notó que lo tocaban manos distintas de aquellas a las que se había acostumbrado. Abrió los ojos y le pareció ver a De Caro. ¿Qué significaba aquello? ¿Estaba todavía en su casa o lo habían llevado otra vez a la clínica?

Una mañana, o una tarde, o una noche, Adele lo despertó para darle el primero, o el segundo, o el tercer comprimido.

Y él, en un relámpago de lucidez, vio que ella se presentaba como en los viejos tiempos, de nuevo impecable, peinada, vestida de punta en blanco.

Llevaba puesto el traje gris.

FIN

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