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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

El tesoro del templo (24 page)

BOOK: El tesoro del templo
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—No encontramos ningún pirata, pero nos enfrentamos a una terrible tempestad en alta mar —prosiguió—, contra la que luchamos duramente; y cuando volvió la calma, mirando aquel mar, por fin sereno, pensé en Jesucristo, en su infancia, en su vida y en su pasión. Pensé en el Templo en el que María, su madre, recibió la nueva, cerca de la piscina probática. En el Templo fue presentada María ante el altar de los Holocaustos para que la bendijeran los sacerdotes. Al Templo se dirigió para realizar el rito de purificación y celebrar la consagración del primogénito. Y en el Templo predicó Jesucristo, y contempló su esplendor al atardecer, desde el monte de los Olivos.

Adhemar se detuvo y, tendiendo una mano hacia mí:

—Ven —me dijo—, acércate más, pues tengo miedo de que nos escuchen.

Me acerqué a Adhemar. Vi brillar sus ojos en la noche, sus ojos llenos de vida en un rostro atormentado.

—Entre los templarios hay un secreto que los maestros transmiten a sus discípulos. Nos han enseñado esta historia:

»Cuando Jesús era niño, José y María subieron a Jerusalén para dirigirse al Templo. Era el día de la ceremonia que presidía el Sumo Sacerdote. Jesús vio llegar del norte a los doce sacerdotes, portadores de coronas y de túnicas largas y estrechas. Ante ellos, el Maestro del Sacrificio se volvió hacia la fachada norte del patio de los sacerdotes, hacia el lugar destinado a la inmolación. Entonces puso la mano sobre la testuz del animal y el sacrificador degolló al animal con su cuchillo. Y los levitas recogieron la sangre del cordero en una jofaina, y otros lo desollaron. La sangre y la carne fueron llevadas al sacrificador, que vertió una pequeña cantidad sobre el altar y quemó la grasa y extrajo las entrañas. Luego dejó que la carne se asara sobre el fuego del altar.

»En el santuario, el sacerdote realizó el acto final: esparció la sangre en una cubeta de bronce, agitó el incienso, pronunció una oración sobre la sangre vertida ante el altar, y luego dibujó con su dedo siete trazos de sangre sobre el animal sacrificado. Cuando hubo concluido, volvió al patio y pidió a los sacerdotes que bendijeran a los fieles reunidos. Los levitas respondieron «Amén». Uno de los sacerdotes leyó los versículos sagrados, otro entró en el santuario y, solo, habló con Dios y pronunció su Nombre, que contiene cuatro letras: yod, he, waw y he. Era el sacrificio del Día del Juicio.

Jane y yo levantamos la cabeza al mismo tiempo y nos miramos.

—¿Crees —dijo Jane— que el hombre que mató a Ericson ha leído este texto y que por eso conocía el ritual del Día del Juicio?

—Es posible —dije—. Pero veamos cómo sigue.

»—Estás viendo el sacrificio del Día del Juicio. Jesús se volvió: un anciano se le había acercado.

»—Sí —dijo el niño, mirando al hombre de blanco.

»A su lado había otros hombres vestidos de lino blanco como él.

»—Muy pronto llegará el Juicio Final. Muy pronto tendrá lugar el último Juicio y el advenimiento del Reino de los Cielos. Porque muy pronto ¡vendrá el Mesías!

»—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó Jesús.

»—Somos los antiguos sacerdotes del Templo, nos hemos retirado al desierto. El Templo que estás viendo, en el que se realizan los sacrificios rituales, este Templo está mancillado por la presencia romana. Por ello será destruido, y habrá que esperar mucho tiempo antes de que llegue el momento de su reconstrucción.

»—¿Y cómo lo sabéis? ¿De dónde venís? —preguntó el niño—. ¿Quiénes sois?

»—Vivimos cerca del mar Muerto, en las profundidades del desierto. Hemos dejado a nuestras familias y vivimos recluidos, orando y purificándonos, porque creemos que el Final de los Tiempos se acerca. Por ello hay que predicar el arrepentimiento a las gentes. Sólo así llegará el Reino de los Cielos, que hay que anunciar para que todos se salven.

»—He oído hablar de vosotros —dijo Jesús—. Os llaman esenios.

»—Y nosotros hemos oído hablar de ti. Eres el niño prodigioso que sabe interpretar la Ley.

»Así encontró Jesús a los esenios, que le iniciaron en sus creencias, y así fue como los esenios encontraron a Jesús, en quien vieron al Mesías que tanto esperaban.

»Más tarde, cuando Jesús subió a Jerusalén, expulsó a los mercaderes del Templo. Los golpeó con un látigo hecho con pedazos de cuerdas que servían para atar a los animales vendidos como víctimas de sacrificio. De acuerdo con el deseo de los hombres del desierto, quería destruir ese Templo, que los romanos habían mancillado y los saduceos habían profanado con su sacerdocio ilegítimo y con su calendario ilegal, que fijaba al arbitrio de ellos los tiempos sagrados y los tiempos profanos. Quería levantar otro Templo, que no sería construido por la mano del hombre.

—Comprendo —dije a Adhemar, interrumpiéndolo para que pudiera recuperar el aliento—. Ahora los caballeros templarios veneran ese Templo, después de haber fundado su Orden, su comunidad, su cofradía.

—En efecto, ésa es la razón por la que fuimos a Jerusalén. Los turcos, que habían perdido Jerusalén, dejaron la Ciudad Santa en manos de los egipcios. Después de cinco siglos de ocupación, Jerusalén fue liberada del yugo musulmán: por fin era cristiana. Entonces empezaron a acudir los colonos y los peregrinos, cada vez más numerosos, deseosos de llegar a Jerusalén. Pero eran asesinados por los ladrones emboscados en los caminos dispuestos a cometer los peores crímenes, a despojar a los peregrinos, a robarles sus pertenencias y su plata. Por ello los caballeros templarios, amados de Dios y ordenados a su servicio, renunciaron al mundo y se consagraron a Jesucristo. Con votos solemnes pronunciados ante el Patriarca de Jerusalén, se comprometieron a defender a los peregrinos contra los salteadores y bandoleros, a proteger los caminos y a servir como caballeros al Rey Soberano. Al principio sólo eran nueve que, después de tomar la santa decisión, vivieron de limosna. Después, el rey les concedió ciertos privilegios y los alojó en su palacio, cerca del Templo del Señor. En el año de gracia de 1128, después de haber residido nueve años en el palacio, viviendo juntos en la pobreza, recibieron una Regla de manos del papa Honorio y de Esteban, patriarca de Jerusalén: les fue concedido un hábito blanco. Más tarde, en tiempos del papa Eugenio, se colocó la cruz roja sobre el hábito, y se adoptaron el color blanco como emblema de inocencia y el rojo para recordar el martirio.

»Así nació la Orden del Temple. Pero su papel no se reducía a la defensa de los peregrinos. Los caballeros del Temple eran los más orgullosos y valerosos de todas las órdenes. Francia les debió su supervivencia en Tierra Santa, pues fueron los más hábiles defensores del Reino, los enemigos más temibles, que nunca pedían piedad y nunca pagaban rescate por su libertad. Cuando los apresaban vivos, los musulmanes los decapitaban y mostraban sus cabezas sobre picas.

»Después de la larga travesía —prosiguió Adhemar; sólo le quedaba una noche de vida y sentía un gran temor del alba—, cuando llegué por fin a Tierra Santa, creí asistir a un milagro. La tempestad nos había retrasado y nuestras reservas de agua disminuían a ojos vista. Nos habíamos racionado durante toda la parte final del viaje. Y de repente vi una tierra bendita, con dátiles, manzanos, limoneros, higueras y grandes cedros junto al mar, y olí los aromas deliciosos del bálsamo, la mirra y el incienso. Había cañas de miel, cañas de azúcar, claveros, mirísticas y pimenteros. Había los castillos de Tierra Santa, con sus patios y jardines florecidos de rosas y regados con fuentes, con sus pavimentos cubiertos de azulejos y de alfombras turcas. Entonces, con todos mis compañeros, tomé los caballos, los asnos y los mulos, así como los bueyes y las ovejas, los perros y los gatos; compré camellos y dromedarios, cambié mi pesada túnica por un turbante y una chilaba, y mis botas por unas babuchas, y me vestía la usanza oriental.

El despertador. Era la hora. El teléfono sonó varias veces para anunciarnos que eran las seis y teníamos que partir. En el taxi que nos llevaba al aeropuerto, no pudimos dejar de proseguir la lectura del Pergamino de Plata.

—Cuando llegué por fin al campamento templario, que se encontraba en las cercanías de Jerusalén, me asignaron un equipo extremadamente austero: un jergón, una sábana y una manta de lana ligera contra el frío, la lluvia, el sol, y que también protegía a los caballos. Recibí dos sacos: uno para la ropa de cama y la muda, y otro para los espaldarones y el arnés. También me dieron un saco de malla metálica que servía para transportar la armadura. Un lienzo me servía de mantel, y otro de toalla para mi aseo.

»La noche de mi llegada, el mariscal responsable de la disciplina llamó a los caballeros a reunirse para la cena. El mariscal era quien llevaba el estandarte Baucéant y lo enarbolaba como señal de reunión durante el combate. También había un comendador de la Carne que se ocupaba de la intendencia: señal de que la comida iba a ser copiosa.

»Entramos en el refectorio. Algunos comían en la primera mesa, otros, los sargentos, comían aparte después de haber escuchado juntos los oficios y los sesenta padrenuestros obligatorios: treinta por los bienhechores vivos, treinta por los muertos. Una vez en su sitio, cada cual esperaba hasta que toda la comunidad estaba presente. No faltaba nada: pan, vino, agua, así como lo prevenido en el menú. Luego, el capellán dio la bendición y cada hermano pronunció un padrenuestro. No me había equivocado al pensar en la comida; ese día sirvieron buey y cordero, y me regalé, pues hacía varios meses que no probaba la carne. Al concluir la cena, el mariscal, hombre de piel curtida por el sol, y de barba y cabellos blancos, me hizo llamar a una sala aparte.

»—Adhemar —dijo cuando estuvimos completamente solos—, has venido a Tierra Santa enviado por nuestros hermanos, no para proteger a los peregrinos, sino para cumplir una misión. Aquí, aunque sin duda tú lo ignoras, ha corrido mucha sangre, demasiada. Los cruzados han matado a decenas de miles de musulmanes y judíos.

»Esta Jerusalén, conquistada por la sangre, nos será arrebatada por la sangre. Los turcos han reconquistado Cesárea y acaban de asaltar el castillo de Arsur. Nuestro reino, que llamamos Reino de Jerusalén, no deja de reducirse debido a las campañas de Baibars. Los castillos templarios de Beaufort, Chastel Blanc y Safed han sucumbido, así como el Krak de los Caballeros, en Siria, que era considerado inexpugnable.

»Como mariscal de los templarios, veo cómo las derrotas dispersan nuestros ejércitos, veo a nuestros escuadrones en retirada y cómo disminuye el número de combatientes. Veo destruidos nuestros castillos, veo a nuestros cristianos inmolados. Ya no sé a cuantos hermanos, que me eran cercanos, he llorado, colgados o decapitados por los sarracenos. Pronto San Juan de Acre será asediada. Y mañana lo será Jerusalén. Hace más de treinta años que estoy en Tierra Santa y me aproximo al fin de mi vida, no por la edad, pues aunque parezco de edad avanzada, a causa de la dureza de mi vida, los combates, las heridas y las derrotas, no lo soy. Debes saber la verdad: en otro tiempo poseíamos este país; ahora sólo somos un puñado ante nuestros numerosos enemigos. El reino de Oriente ha perdido tanto que nunca más podrá levantarse de nuevo. Siria ha jurado que no permanecerá ningún cristiano, ni en la Ciudad Santa ni en el país. Elevarán mezquitas en nuestros lugares santos, en la Explanada del Templo, donde está nuestra casa-madre, el Templum Domini, y sobre la iglesia de Santa María. Y nosotros no podemos hacer nada sin los refuerzos que se nos niegan.

»—¿Cómo? —respondí—, ¿nuestros hermanos en tierra de Francia ya no os apoyan?

»—Nos niegan la cruz que hemos asumido. De todos modos, haría falta una ayuda considerable para salvarnos. Por esta razón te han hecho venir. Eres joven y vigoroso, fuerte en el combate y conoces las artes y las letras. Mañana irás a Jerusalén, donde te esperan. ¡Ve, Adhemar, y salva lo que puedas salvar!

»—Pero ¿qué puedo hacer? —dije— ¿Qué puedo salvar?

El mariscal me observó un momento, intensamente, y me respondió con estas palabras, que no pude entender:

»—Nuestro tesoro.

»Al día siguiente, al amanecer, subí a Jerusalén con el corazón turbado por las palabras del mariscal, pero satisfecho por el descubrimiento de la ciudad de mis sueños. Durante el lento ascenso a la Ciudad Santa, mi caballo sufría, porque la pendiente era dura. Pero mi corazón vibraba de alegría y de impaciencia: ¡por fin iba a ver la Ciudad Santa, la ciudad de la paz! Entre dos valles, en la cima de un monte, ya avistaba su muralla, y me regocijaba.

Adhemar se detuvo un instante en la contemplación de ese momento. Estaba casi sin aliento, y cada vez parecía tener más problemas para respirar. Aunque no se quejaba, sus quemaduras le causaban un gran dolor.

—¡Ah, Jerusalén! —suspiró Adhemar, como si contemplara con sus ojos la ciudad eterna, la ciudad que reconstruyó Godofredo de Bouillon, donde estableció su capital y su corte para recibir a los peregrinos que acudían a contemplar la tumba de Jesucristo, por docenas de miles, desde todos los países de la Europa cristiana: de Francia, de Italia, de Alemania, de Rusia, de la Europa del Norte, de España, de Portugal.

»Vi las murallas de Jerusalén, a las puertas del desierto, en la cima de la montaña, e impelido por el viento, como atraído por la luz, entré en la ciudad blanca, que parecía dormitar a la luz del crepúsculo. Vi las cúpulas brillantes y me cegaron como un espejismo. Detrás de mí, el desierto y las montañas azules; delante, las piedras brillantes y los pequeños arbustos diseminados en los que los beduinos apacentaban sus ovejas.

»Por la puerta de Damasco entré en la ciudad de grandes edificios elevados por los cruzados, con sus órdenes religiosas: templarios, hospitalarios, benedictinos. Se diría que cada cual había querido elevar su templo, su santuario. Allí, pude ver las dos cúpulas que dominaban la Ciudad: al este, la del Templo y del Señor, la antigua mezquita transformada en iglesia; y al oeste, el domo del Santo Sepulcro. Una capilla, por encima de la cual se elevaba el torreón del hospital, dominaba el campanario del Gólgota. Las tres torres reinaban sobre una multitud de torrecillas, de almenas, de campanarios y de terrazas, y sobre las cuatro torres maestras del muro exterior de la ciudad. Cuatro anchas calles unían esas torres, y a su alrededor se apiñaba una gran multitud de iglesias, monasterios y viviendas apretadas entre un dédalo de estrechas callejuelas que formaban el conjunto de los barrios. Esas calles dividían la ciudad en cuatro barrios distintos: la Judería, al norte, era el más importante. La gran puerta de la Ciudad y la de san Esteban se abrían al campamento de los cruzados. Los dos ejes norte-sur, llamados calle de san Esteban y calle de Sión, partían de la puerta de san Esteban y se dirigían, uno hacia el Templo y la puerta de la Tenería; y el otro hacia la puerta de Sión. Las dos calles transversales eran la del Templo, al norte, que unía el Templo con el Santo Sepulcro, y la calle de David, que permitía acceder, desde la puerta del mismo nombre y pasando por la iglesia de san Gil, a la gran Explanada, la antigua Explanada del Templo.

»Después de dejar el Santo Sepulcro, me dirigía la calle de las Hierbas, donde se encontraban los mercaderes de especias y frutas. Luego tomé la calle de los Tapices, con sus exposiciones de tejidos multicolores. Y luego, por la calle del Templo, donde se podían comprar la concha y la palma de peregrino, llegué a la Explanada. Allí se encontraba el terreno concedido a los pobres caballeros de Jesucristo al inicio de su fundación por los canónigos del Templo. Desde el terraplén, unos escalones ascendían hasta la Cúpula de la Roca y el Templum Domini.

»Allí, ante la Explanada, entre las murallas de Jerusalén y la puerta Dorada, se encontraba la casa madre de Jerusalén, la Casa del Temple, en el mismo lugar que ocupó el Templo de Jerusalén. Ante mí se alzaba el edificio resplandeciente de mármol blanco. ¡Sí, allí había sido construido el Templo!

»Los caballeros del Temple vivían en un palacio del que se decía que había sido construido por Salomón. En la gran caballeriza había más de dos mil caballos y mil quinientos camellos. Los hombres ocupaban los edificios adyacentes al palacio, en cuyo interior se encontraba su iglesia, Santa María de Letrdn.

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