—Buena pregunta y la responderé en un instante. Bien, ¿por dónde iba? Ah, sí… —Caine bebió un sorbo de café y continuó—: Antes de que Pascal abandonara las matemáticas, un noble francés llamado Chevalier de Méré, en 1654, le planteó varias preguntas. Intrigado por esas preguntas, Pascal comenzó a cartearse con un viejo amigo de su padre, un antiguo consejero del reino llamado Pierre de Fermat. Resultó ser que De Méré era un jugador compulsivo y sus preguntas se referían a un juego de dados muy popular donde el jugador tira cuatro dados. Si lo hacía sin sacar un seis, cobraba la apuesta, pero si sacaba un seis, entonces ganaba la casa. De Méré quería saber si las probabilidades estaban a favor de la casa. Escuchad bien, si sólo tenéis que aprender una cosa de esta clase, espero que sea esto.
Caine se volvió hacia la pizarra y escribió con grandes letras mayúsculas: «LAS PROBABILIDADES SIEMPRE ESTÁN A FAVOR DE LA CASA».
Se oyeron unas cuantas risas.
—Bien, ¿alguien puede decirme por qué es así? Jim.
El estudiante favorito de Caine se animó.
—Porque si las probabilidades no estuviesen a favor de la casa, entonces la casa perdería más dinero del que gana, así que al final no habría casa.
—Exactamente —asintió Caine—. En mi opinión, incluso antes de la creación de la teoría de las probabilidades, el señor De Méré tendría que haberlo sabido. Pero, por supuesto, si los nobles franceses hubiesen sido listos probablemente no les habrían cortado la cabeza.
»La cuestión es que Pascal y Fermat demostraron matemáticamente, sorpresa, sorpresa, que las probabilidades estaban efectivamente a favor de la casa. Demostraron que si un jugador hacía 100 tiradas, probablemente no sacaría un seis y ganaría 48 veces, pero sacaría un seis y perdería 52 veces. Por lo tanto, las probabilidades del juego estaban a favor de la casa, 52 a 48. Así nació la teoría de las probabilidades, porque un noble francés quería saber si apostar a que no sacaría un seis con cuatro dados era una apuesta inteligente.
Unas cuantas cabezas asintieron, cosa que Caine había aprendido que era el código para «vaya, interesante». Un estudiante afroamericano sentado entre los últimos, levantó la mano.
—¿Sí, Michael? —preguntó Caine.
—¿Cómo demostró Pascal que debía dedicar su vida a la religión?
—Oh, tienes razón, ya casi lo había olvidado. Utilizó una teoría que más tarde se llamaría «valor esperado». Básicamente consiste en sumar los productos de las probabilidades de varios acontecimientos y multiplicarlo por lo que recibirías si sucediera cada acontecimiento.
Caine vio las expresiones en blanco de los estudiantes.
—Muy bien, de acuerdo, tomemos un ejemplo del mundo real: la loto. ¿Cuál es el bote de esta semana? ¿Alguien lo sabe?
—Diez millones de pavos —dijo un listillo de la última fila.
—Vale, por ahora, vamos a fingir que vivimos en un país de fantasía donde no existen los impuestos. Se da el caso que sé que las probabilidades de ganar el bote son de aproximadamente de una contra 120 millones, dado que ése es el número que hay de posibles combinaciones numéricas. La manera de calcular lo que espero ganar si pago un dólar por un cupón es ésta: multiplicaría la probabilidad de ganar por la cantidad que ganaría y luego lo sumaría a la probabilidad de perder multiplicada por cero, dado que no gano nada si pierdo.
Valor esperado (cupón de la loto)
= prob(ganar) • bote + prob(perder) • (0 $)
= (1/120.000.000) • (10.000.000 $)
+ (119.999.999/120.000.000) • (0 $)
= (0,00000083%) • (10.000.000) + (99,99999917%) • (0 $)
= 0,083 $ + 0,000 $ = 0,083 $
»Esto significa que si esta semana juegas a la loto, esperarías ganar sólo 8,3 centavos. Sin embargo, como el cupón cuesta un dólar y el valor es de 8,3 centavos, de acuerdo con la teoría de las probabilidades, no tiene ningún sentido jugar porque el coste es superior al valor esperado. Por consiguiente, incluso si creéis que valdría la pena que a cambio de un dólar uno tenga la oportunidad de ganar 10 millones, estaríais cometiendo un error, porque en realidad ni siquiera vale la pena jugar diez centavos. —Caine bebió otro sorbo de café mientras calaba lo dicho. Cuando estuvo seguro de que todos habían entendido la explicación, planteó una pregunta—: ¿Cuándo valdría la pena jugar? Madison.
La rubia vivaracha se irguió en su asiento.
—Sólo cuando el bote fuera mayor de 120 millones de dólares.
—Correcto. ¿Por qué?
—Porque si el bote fuese, digamos de 125 millones y las probabilidades de ganar son de una contra 120 millones, entonces el valor esperado de cada cupón sería de… —Madison hizo una pausa mientras efectuaba los cálculos— de 1,04 dólares, que es superior al coste de un dólar.
—Exactamente. Desde el punto de vista del valor esperado, sólo tiene sentido ganar cuando el valor es superior al coste. Por lo tanto, en este caso sólo deberías jugar cuando pudieras ganar más de 120 millones.
—Pero ¿qué pasa con la decisión de Pascal de dedicar su vida a la religión? —insistió Michael.
—Pascal utilizó el valor esperado para probar que debía dedicarse a la religión. Como todos los buenos matemáticos, redujo la pregunta a una ecuación:
¿Qué es mayor?
(a) Valor esperado (vida hedonística) o
(b) Valor esperado (vida religiosa) donde
(a) = Prob(no vida eterna) • (placer del hedonismo) +
Prob(vida eterna) • (condenación eterna)
y
(b) = Prob(no vida eterna) • (placer de la religión) +
Prob(vida eterna) • (felicidad eterna).
»La lógica de Pascal era sencilla: si (a) era mayor que (b), entonces debía ser hedonista, pero si (a) era menor que (b), entonces debía ser religioso.
—¿Cómo hizo para resolver el problema sin conocer el valor de las variables? —preguntó Michael.
—Hizo un montón de suposiciones, en particular que el valor de la felicidad eterna era infinito positivo y que el valor de la condenación eterna era infinito negativo.
felicidad eterna = +∞
condenación eterna = -∞
»Cada vez que introduces infinito en una ecuación lo que haces es anular todo lo demás porque es un número ilimitado, así que puedes decir que (a), vida hedonística, tiene un valor esperado de infinito negativo mientras que (b), vida religiosa, tiene un valor esperado de infinito positivo.
(a) hedonismo = -∞ y (b) religiosa = +∞
así que…
(a) < (b), por consiguiente…
valor esperado (hedonismo) < valor esperado (vida religiosa).
»¿Está claro? Incluso si la probabilidad de una vida eterna es increíblemente pequeña, la alegría que Pascal esperaba ganar con la vida religiosa aún sería mayor que la alegría que esperaba con la vida hedonística y arriesgarse a la condenación eterna. En cuanto Pascal lo comprendió, la respuesta a si debía dedicar o no el resto de sus días a la religión fue obvia.
—¿Eso significa que usted vive una vida religiosa? —preguntó Michael para diversión de los demás.
—La verdad es que no —respondió Caine, con una sonrisa.
—¿Cómo es eso?
—Por dos razones: primero, creo que la alegría de una vida suficientemente hedonística es infinito positivo mientras que la alegría de la vida religiosa es infinito negativo. —Unos cuantos estudiantes lo aplaudieron. Caine levantó una mano—. Segundo, vivo una vida hedonística por la misma razón que juego a la loto; algunas veces tienes que decir «al diablo con las estadísticas» y hacer lo que te gusta.
Todos se rieron y algunos incluso silbaron para expresar su aprobación. Caine se disponía a dar por terminada la clase cuando miró el trozo de tiza en su mano. Entonces advirtió que había comenzado a crecer.
Se alargaba más allá de la mano como un bastón gigante. Acercó los dedos de la otra mano para tocar la punta, y ellos también parecieron crecer para convertirse en cuatro salchichones. Por un momento, fue incapaz de moverse. Pero entonces, cuando la tiza pareció doblarse hacia él, la arrojó al suelo donde se hizo trizas, y los trozos comenzaron a moverse como lombrices.
Casi sin respiración, miró la pizarra para centrarse, pero sólo empeoró las cosas. La pizarra era como una torre y las ecuaciones parecían ondear como cintas. Desesperado, se volvió para mirar a los estudiantes, confiado en que la visión de objetos animados lo devolvería a la realidad. No podía estar más equivocado. Tres de los estudiantes tenían las manos levantadas, y sus brazos se elevaban de sus cuerpos como gigantescas palmeras que se mecían suavemente con la brisa.
Entonces notó el olor. Fétido y rancio. Le inundó el cerebro con imágenes de carne en descomposición. Su mente se esforzó por comprender lo que estaba pasando, pero era demasiado tarde. De pronto sintió como si alguien le hubiese dado un puñetazo en el pecho y le hubiese vaciado todo el aire de los pulmones. Apenas si consiguió llegar a la papelera cuando vomitó y perdió el conocimiento. Se golpeó en la cabeza con el borde de la mesa cuando cayó al suelo.
Afortunadamente, uno de sus estudiantes era interno en la sala de neurología del Hospital Monte Sinaí, así que Caine se ahorró la humillación de despertarse con un billetero metido entre los dientes como le había sucedido cuando perdió el conocimiento en el metro dos meses más tarde. Por supuesto, entonces no sabía que debía estar agradecido. Todo lo que sabía era que su nueva vida parecía haberse muerto ante sus ojos.
Pasaron casi tres semanas antes de que fuese capaz de reunir el coraje para presentarse en el aula, pero cuando lo hizo, fue un desastre. Al mirar todos aquellos rostros expectantes, lo único que vio su mente fueron unas manos monstruosas que se movían como los decorados de una mala película de Tim Burton. Cuando abrió la boca para hablar, no emitió sonido alguno. Caine respiró profundamente y se le dilataron las aletas de la nariz en cuanto recordó el terrible hedor.
—¿Está bien, profesor?
Caine oyó la frase de uno de los estudiantes de la primera fila, pero fue incapaz de responder. Lo que hizo fue subir la escalera corriendo hasta el fondo del aula y abrir las pesadas puertas de acero. Una vez en el exterior, notó cómo se le normalizaba el ritmo del corazón. Con mucha cautela respiró el aire fresco y se relajó al descubrir que el olor había desaparecido.
Intentó continuar con las clases una vez más después de aquello, pero fue inútil. En el intento siguiente, el ataque de pánico comenzó en el mismo instante en que entró en el aula. Cuando llegó al estrado, apenas si podía respirar. Las gotas de sudor le perlaban la frente y le hacían arder los ojos. En una horripilante repetición de su primer ataque, se tambaleó hasta la papelera y vomitó el burrito que había sido su desayuno.
Mientras miraba la repugnante mezcla naranja de huevos y salsa a medio digerir, comprendió que se había acabado. Nunca más volvería a enseñar. Se levantó a duras penas, se limpió la boca y abandonó el aula con la firme convicción de que no regresaría.
Al principio intentó convencerse de que era algo bueno: al no tener que dar clases tres veces por semana, podría concentrarse en acabar su tesis: La influencia de los extremos estadísticamente significativos en el análisis regresivo logístico.
Durante casi todo un mes pareció que estaba bien. Canalizó toda su energía nerviosa y el machacón deseo con el que se despertaba todas las mañanas («Venga, tío, ¿no tienes ganas de jugar una partidita de póquer?») en su tesis doctoral. Pasaba los días encerrado en la biblioteca de la Universidad de Columbia, encorvado sobre su ordenador portátil, muy ocupado en preparar los gráficos de curvas de distribución de diversos fenómenos naturales hasta que se tumbaba agotado en la cama por la noche.
Entonces ocurrió de nuevo. Esta vez fue mucho peor que la anterior. Una tarde, mientras miraba la pantalla del portátil, se sintió súbitamente envuelto por el hedor. El olor parecía emanar del ordenador, la pantalla se ampliaba ante sus ojos como una gigantesca boca desdentada.
Caine intentó retroceder pero estaba paralizado. Entonces fue como si hubiesen apagado las luces. Se despertó tumbado en el frío suelo de cemento. Se dio la vuelta y escupió un montón de sangre caliente y salada junto con un trozo de uno de los caninos. El ordenador estaba en el suelo, junto a sus pies. Tenía el aspecto de haber sido aplastado por un camión de gran tonelaje: la pantalla estaba rajada, el teclado hecho trizas.
Con la mente obnubilada, apretó el puño ante la visión de su Sony Vaio de 2.500 dólares, cuyo único uso a partir de ese momento sería como pisapapeles o escultura de arte moderno. Entonces se dio cuenta de que tenía un trozo del ordenador clavado en la mano. Abrió los dedos y se encontró con que la tecla «F» se le clavaba en la palma.
Parecía estar burlándose de él. «F» De «final». «Éste es el final, muchacho. Más vale que lo dejes. Te has quedado frito, has destrozado el ordenador, por cierto aún no sabes cómo, y ahora estás tendido en el suelo escupiendo trozos de diente. Llamemos las cosas por su nombre: estás acabado. La "F" es de "finito" y eres tú. ¿Qué, creías que te podrías librar? Tienes el gen loco, amigo. Tu hermano gemelo lo tiene, y ¿sabes qué? Tú también. Bienvenido a la fiesta».
Caine arrojó la tecla contra la pared, donde dejó una diminuta marca roja antes de caer al suelo. Y entonces admitió para sus adentros que su pequeño «problema» no desaparecería solo. A la mañana siguiente pidió hora con uno de los neurólogos del Instituto Neurológico de Columbia. Tres días, un escáner, una tomografía y dos resonancias magnéticas más tarde, un doctor indio con cara de pan entró en su habitación para comunicarle las malas noticias.
Caine padecía de ELT, epilepsia del lóbulo temporal. El médico le informó de que las alucinaciones olfativas y visuales eran típicas antes de un ataque, como lo era oír voces o tener la sensación de
déjá vu
. Los olores, las visiones, los sonidos y las sensaciones previos al ataque estaban todos agrupados dentro de una misma clasificación llamada «aura». Caine supuso que saber que el aura era algo común a todos los pacientes de ELT tendría que haberle hecho sentirse mejor, pero tuvo el efecto contrario.
El año siguiente fue como un mal sueño, mientras Caine entraba y salía del hospital, y los ataques eran más fuertes cada vez.
—David, no tenía ni la más mínima idea —dijo Jasper, cuando Caine acabó de relatarle la historia—. Lo siento.
Caine se encogió de hombros.