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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (11 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Vidrio, vidrio, vidrio roto,

Cerveza sin grano,

La bruja abre la ventana

Y toca el piano.

Por supuesto, una cancioncilla infantil estúpida y sin sentido. Yo seguía avanzando detrás de mi tambor, marcaba el paso por entre el vidrio y la bruja y, lejos de sentirme molesto, adoptaba el ritmo, que no carece de encanto, y al compás del vidrio, vidrio, vidrio roto, me llevaba a todos los niños detrás, sin ser el cazador de ratas de Hamelin.

Todavía hoy, cuando, por ejemplo, limpia Bruno los cristales de mi cuarto, reservo en mi tambor un lugarcito a esta musiquilla.

Más molesto que esta copla de los niños del vecindario, sobre todo para mis padres, resultaba el hecho de que fueran puestos a mi cargo, o mejor dicho al de mi voz, todos los cristales de ventana rotos en nuestro barrio por alguna pedrada de muchachos malcriados. Al principio mamá pagaba religiosamente todos los vidrios de cocina, rotos en su mayoría por tirachinas, pero finalmente acabó también ella por comprender mi fenómeno vocal y exigió que en los casos de demanda de indemnización le presentaran las pruebas, adoptando en tales ocasiones una mirada fría y gris muy objetiva. Los vecinos eran realmente injustos conmigo, porque nada era más erróneo en aquel tiempo que suponerme poseído de un furor infantil de destrucción o achacarme un odio hacia el vidrio que exhiben efectivamente, en desenfrenadas carreras extenuantes, sus vagas y oscuras antipatías. Sólo el jugador destruye por gusto. Por mi parte, yo nunca jugaba, sino que trabajaba con mi tambor, y en cuanto a mi voz, respondía por el momento a una estricta necesidad de defensa. No era sino la preocupación por la continuidad de mi trabajo con el tambor la que me hacía servirme de mis cuerdas vocales en forma tan consciente de mi misión. Si con los mismos tonos y procedimientos me hubiera sido posible desgarrar los tediosos manteles bordados en punto de cruz, hijos de la fantasía ornamental de Greta Scheffler, o destruir el brillo sombrío del piano, de buena gana habría dejado todo lo vítreo en su sonora integridad. Pero, por desgracia, los manteles y el lustre permanecían indiferentes a mi voz. Ni lograba borrar mediante un grito sostenido los motivos del papel tapiz, ni engendrar por medio de dos tonos alargados, alternativamente ascendentes y descendentes y frotados pacientemente, como en la edad de piedra, el uno contra el otro, el calor suficiente para hacer saltar la chispa que convirtiera en llamas decorativas las cortinas resecas, impregnadas de humo de tabaco, de las dos ventanas de nuestro salón. No logré con mi voz quebrar ni una pata de silla en que pudieran haber estado sentados Matzerath o Alejandro Scheffler. De buena gana me hubiera defendido en forma más inofensiva y menos milagrosa, pero nada inofensivo me servía: sólo el vidrio me oía y por oírme pagaba.

La primera exhibición de esta clase la ofrecí poco después de haber cumplido los tres años. Por entonces tenía ya más de cuatro semanas con el tambor y, dada mi actividad, ya lo había roto. Sin duda, el cilindro llameante rojo y blanco mantenía todavía unidos la superficie y el fondo, pero el agujero en el centro del lado en que se toca ya no se dejaba ignorar por más tiempo y, como yo despreciaba el fondo, se iba agrandando cada vez más: sus bordes se rompían, haciéndose cada vez más dentados y cortantes: algunas partículas de hojalata hechas astillas por el golpear incesante habían caído dentro de la caja y, a cada golpe, resonaban desagradablemente, en tanto que por otra parte relucían esparcidos por la alfombra del salón y por el entarimado rojo pardo del dormitorio minúsculos pedacitos blancos de esmalte que ya no lograban aguantar más sobre la hojalata martirizada de mi tambor.

Temíase que pudiera lastimarme con los filos peligrosamente cortantes de la hojalata. En particular Matzerath, que desde mi caída por la escalera de la bodega no sabía qué precauciones adoptar, me recomendaba prudencia al tocar el tambor. Y como efectivamente las arterias de mis muñecas rozaban continuamente en movimiento violento aquellos filos puntiagudos, he de confesar que los temores de Matzerath, aunque exagerados, no carecían absolutamente de fundamento. Es claro que con un nuevo tambor todos aquellos peligros hubieran quedado automáticamente eliminados. Pero la idea de comprarme un nuevo tambor ni se les pasaba por la cabeza, y lo único que se proponían era quitarme mi viejo tambor, aquel tambor que había caído conmigo, que me había acompañado a la clínica y que había sido dado de alta junto conmigo; aquel tambor que subía y bajaba conmigo y que me acompañaba por la calle, ya sobre el empedrado, ya sobre la acera, y que pasaba conmigo por entre el «un, dos, tres, al escondite inglés», el «qué quiere usted» y el «veo, veo, ¿qué ves?», pensaban quitármelo, sin ofrecerme en cambio sustitución alguna. Con miserable chocolate creían poder engañarme. Mamá me lo ofrecía, haciendo mohincitos como para darme un beso. Pero fue Matzerath el que, sacando fuerzas de flaqueza, asió mi instrumento inválido. Yo me aferré a la chatarra. Él tiró. Ya mis fuerzas, que sólo alcanzaban a tocar el tambor, empezaban a flaquear. Una tras otra se me iban escapando de las manos las llamas rojas, y ya estaba a punto de escurrírseme el marco cilíndrico, cuando le salió a Óscar, que hasta aquel día había pasado por un niño tranquilo y hasta demasiado dócil, aquel primer chillido destructor y eficaz; y he aquí que el disco de vidrio biselado que protegía del polvo y de las moscas agonizantes la esfera amarillenta de nuestro reloj se partió y cayó, volviendo a quebrarse, sobre el entarimado rojo pardo —porque he de precisar que la alfombra no llegaba hasta la base del reloj. Sin embargo, el interior de aquel precioso objeto no sufrió daño alguno, sino que su péndulo siguió caminando tranquilamente —si es que puede decirse esto de un péndulo—, lo mismo que las manecillas. Y ni siquiera el carrillón, que en otras ocasiones solía reaccionar en forma por demás sensible y casi histérica al menor golpe o al pasar rodando por la calle los carros de cerveza, mostróse afectado por mi chillido en lo más mínimo. Sólo el vidrio se rompió pero eso sí, de veras.

—¡Se ha roto el reloj! —gritó Matzerath soltando el tambor. Una ojeada rápida me convenció de que mi grito no le había ocasionado al reloj daño alguno, y que sólo el vidrio había sufrido. A Matzerath, sin embargo, y lo mismo a mamá y a mi tío Jan Bronski, que aquel domingo por la tarde estaba de visita, parecíales que se había roto algo más que el vidrio que protegía la esfera. Pálidos y con los ojos asustados y desamparados se miraban unos a otros; alargaban las manos como buscando apoyo en la chimenea de azulejos, se mantenían junto al piano y al aparador, y Jan Bronski, con los ojos entornados, movía unos labios secos en un esfuerzo que aun hoy en día me hace pensar que se cifraba en formular una plegaria pidiendo a Dios socorro y compasión, por el estilo del:
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis
. Y a esto, repetido tres veces, lo de: ¡Oh, Señor! No soy digno de que Tú entres bajo mi techo; pero di una sola palabra...

Naturalmente, el Señor no pronunció palabra alguna. Además tampoco era el reloj lo que estaba estropeado, sino que sólo se había roto el vidrio. Pero la relación entre los adultos y sus relojes es sumamente singular y, además, infantil en un sentido en el que yo nunca lo he sido. Tal vez el reloj sea, en efecto, la realización más extraordinaria de los adultos. Pero sea ello como quiera, es lo cierto que los adultos, en la misma medida en que pueden ser creadores —y con aplicación, ambición y suerte lo son sin duda—, se convierten inmediatamente después de la creación en criaturas de sus propias invenciones sensacionales.

Por otra parte, el reloj no es nada sin el adulto. Él es, en efecto, quien le da cuerda, lo adelanta o lo atrasa, lo lleva al relojero para que lo limpie y en su caso lo repare. Y es que, lo mismo que en el canto del cuclillo cuando parece durar menos de lo debido, y que en el salero que se vuelca, en las arañas por la mañana, en el gato negro que nos sale al encuentro por la izquierda, en el retrato al óleo del tío que se cae de la pared porque el clavo se aflojó al hacer la limpieza, los adultos ven también en el espejo, en el reloj y detrás del reloj mucho más de lo que éste representa en realidad.

Fue mamá, que a pesar de algunos rasgos de entusiasmo fantasioso poseía una mirada muy sensata y en su frivolidad sabía interpretar favorablemente toda supuesta señal, la que en aquella ocasión halló también la palabra liberadora.

—¡Los vidrios rotos traen suerte! —gritó haciendo chasquear los dedos, y fue a buscar la pala de la basura y el cepillo para recoger los vidrios rotos o la suerte.

Si he de atenerme a las palabras de mamá, bien puedo decir que he traído suerte a mis padres, a mis parientes y a muchas otras personas conocidas o desconocidas, ya que a cualquiera que intentara quitarme el tambor le rompí, quebré e hice añicos, a gritos y chillidos, cristales de ventana, vasos de cerveza llenos, botellas de cerveza vacías, frascos de perfume que llenaban el aire de primavera, platones con frutas de adorno y, en una palabra, toda clase de objetos de vidrio manufacturados por el vidriero y puestos a la venta, en parte como simple vidrio y en parte como vidrio artístico.

Con objeto de no ocasionar estragos excesivos, porque me gustaban y siguen gustando los vasos de formas bellas, cuando por la noche me querían quitar el tambor, que yo guardaba conmigo en mi cuna, hacía polvo una o varias bombillas de las cuatro que soportaba la lámpara colgante de nuestro salón. Así por ejemplo, al cumplirse mi cuarto aniversario a principios de septiembre del año veintiocho, sumergí en una oscuridad como la que reinaba antes de la creación del mundo, de un solo chillido que aniquiló las cuatro bombillas a la vez, a todos los que se habían reunido para festejarme: mis padres, los Bronski, mi abuela Koljaiczek, los Scheffler y los Greff, que me habían traído todos los regalos imaginables: soldaditos de plomo, un barco de vela, un auto de bomberos, todo, menos un tambor; a todos ellos, que querían que me entretuviera con soldaditos de plomo y jugara con aquel estúpido auto de bomberos, sólo por la envidia que les daba mi viejo y fiel tambor, que querían arrebatarme de las manos y cambiármelo por aquel miserable barquito cuyas velas, por lo demás, estaban aparejadas en forma inapropiada; a toda aquella colección de ciegos con ojos que no me veían a mí ni a mis deseos.

Y he aquí cómo son los adultos: después de los primeros gritos de terror y de un anhelo casi ferviente de que volviera la luz se acostumbraron a la oscuridad, de modo que cuando mi abuela Koljaiczek, la única que, con el pequeño Esteban Bronski, no podía sacar de la oscuridad provecho alguno, regresó de la tienda a donde había ido a buscar unas velas y entró con éstas encendidas, iluminando así la habitación, con el pequeño Esteban lloriqueando y agarrado a sus faldas, el resto de la compañía, medio borracha, se ofreció a su vista en una curiosa distribución por parejas.

Como era de esperar, mamá estaba sentada con su blusa en desorden sobre las rodillas de Jan Bronski. Al maestro panadero Scheffler, con sus piernas cortas, era repelente verlo poco menos que dentro ya de la Greff, en tanto que Matzerath lamía los dientes áureos y equinos de Greta Scheffler. Sólo Eduvigis Bronski estaba sentada a la luz de las velas, con sus mansos ojos vacunos, las manos sobre la falda, cerca pero no demasiado del verdulero Greff, que no había bebido y sin embargo cantaba dulcemente, melancólicamente, arrastrando nostalgia y tratando de que Eduvigis Bronski le hiciera segunda. Cantaba una canción de exploradores a dos voces, en la que se decía que un cierto Cuentanabos había de vivir confinado en calidad de fantasma en el Monte de los Gigantes.

De mí se habían olvidado por completo. Debajo de la mesa estaba Óscar sentado con lo que le quedaba del tambor, sacándole todavía algún ritmo a la lámina, y es muy posible que los sonidos parcos pero acompasados del tambor sonaran gratamente a los que allí yacían o permanecían sentados en la habitación, trastocados y extasiados. Porque, cual un barniz, el tamboreo recubría los ruidos chasqueantes o succionantes que escapaban de aquella demostración febril y esforzada, producto de tanto celo reunido.

Ni siquiera me moví de debajo de la mesa cuando llegó mi abuela con las velas y, como un arcángel encolerizado, contempló Sodoma a la luz de las velas y reconoció a Gomorra, y con las velas temblándole en las manos soltó un juramento, dijo que aquello era una porquería y, colocando las velas sobre sendos platitos, puso fin lo mismo a los idilios que a las apariciones de Cuentanabos en el Monte de los Gigantes; tomó luego del aparador unos naipes de skat, los echó sobre las mesa y, sin dejar de consolar a Esteban que seguía lloriqueando, anunció la segunda parte de la fiesta del cumpleaños. Acto seguido enroscó Matzerath nuevas bombillas en los portalámparas, se acercaron las sillas a la mesa, se destaparon con los correspondientes chasquidos otras tantas botellas de cerveza y se armó sobre mi cabeza una partida de skat de a décimo de pfennig. De entrada había propuesto mamá que se jugara de a cuatro de pfennig, lo que a mi tío Jan le pareció demasiado arriesgado, de modo que si de vez en cuando algún pase general o un sin triunfo no hubieran engrosado considerablemente las puestas, las partida se habría mantenido efectivamente en aquella chapucería de a décimo de pfennig.

Yo estaba muy a gusto debajo de la mesa, resguardado por el mantel colgante. Con el ritmo apagado de mi tambor acompañaba los puños que sobre la mesa iban soltando las cartas, logré seguir el curso del juego y, al cabo de media hora, pude verificar: Jan Bronski está perdido. Tenía buenas cartas, pero perdía de todos modos. Lo cual no era extraño, ya que no prestaba atención.

Pensaba en efecto en cosas muy distintas de sus diamantes sin doses. Desde el principio mismo del juego, mientras hablaba con su tía y le quitaba importancia a la pequeña orgía que se organizara momentos antes, había dejado deslizarse el zapato negro de su pie izquierdo y con éste, provisto de un calcetín gris, había buscado y encontrado, por delante de mi cabeza, la rodilla de mamá. Apenas sintió el contacto, mamá acercó más su silla a la mesa, de tal modo quejan, al que precisamente Matzerath disputaba una baza y había pasado con treinta y tres, levantando el borde de la falda de mamá pudo introducir primero la punta y luego el pie entero, con el calcetín que afortunadamente era del mismo día y casi limpio, entre sus muslos. Mi más sincera admiración para mamá, la cual, a pesar de aquella molestia lanuda bajo la mesa, iba ganando arriba, sobre el tenso tapete, con gran aplomo y acompañamiento de los propósitos más chistosos, los juegos más osados, entre ellos un trébol sin cuatros; en tanto que Jan, cada vez más audaz por debajo, perdía arriba unos juegos que el mismo Óscar habría ganado con la seguridad de un sonámbulo.

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