El sueño del celta (28 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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A diferencia de La Chorrera, donde lo habían escondido en un almacén, en Occidente el cepo estaba en el centro mismo del descampado alrededor del cual se hallaban las viviendas y depósitos. Roger pidió a los ayu dantes de Fidel Velarde que lo metieran dentro de ese aparato de tortura. Quería saber qué se sentía en esa jau la estrecha. Rodríguez y Acosta dudaron, pero como Juan Tizón lo autorizó, indicaron a Casement que se encogiera y, empujándolo con sus manos, lo acuñaron dentro del cepo. Fue imposible cerrarle las maderas que sujetaban piernas y brazos, porque tenía las extremidades demasiado gruesas, de manera que se limitaron a juntarlas. Pero pudieron abrocharle las agarraderas del cuello, que, sin ahogarlo del todo, le impedían casi respirar. Sentía un dolor vivísimo en el cuerpo y le pareció imposible que un ser humano resistiera horas esa postura y esa presión en espalda, estómago, pecho, piernas, cuello y brazos. Cuando salió, antes de recuperar el movimiento, tuvo que apoyarse un buen rato en el hombro de Louis Barnes.

—¿Por qué tipo de faltas meten a los indios al cepo? —preguntó en la noche al jefe de Occidente.

Fidel Velarde era un mestizo algo rollizo, con un gran bigote de foca y unos ojos grandes y saltones. Llevaba un sombrero alón, botas altas y un cinturón lleno de balas.

—Cuando cometen faltas gravísimas —explicó, remoloneando en cada frase—. Cuando matan a sus hijos, desfiguran a sus mujeres en una borrachera o cometen robos y no quieren confesar dónde han escondido lo que se robaron. No usamos el cepo muy seguido. Sólo rara vez. Los indios de aquí se portan bien, en general.

Lo decía con un tonito entre risueño y burlón, mirando de uno en uno a los comisionados con una mi rada fija y despectiva, que parecía estar diciéndoles «Me veo obligado a decir estas cosas pero, por favor, no me las crean». Su actitud mostraba tal suficiencia y desprecio sobre el resto de los seres humanos que Roger Casement trataba de imaginar el miedo paralizante que debía inspirar el matonesco personaje a los indígenas, con su pistola al cinto, su carabina al hombro y su cinturón lleno de balas. Poco después, uno de los cinco barbadenses de Occidente testificó ante la Comisión que él había visto, una noche de borrachera, a Fidel Velarde y a Alfredo Montt, entonces jefe de la estación Ultimo Retiro, apostar quién cortaba más rápido y limpiamente la oreja de un huitoto castigado en el cepo. Velarde consiguió desorejar al indígena de un solo tajo de su machete, pero Montt, que es taba ebrio perdido y le temblaban las manos, en vez de sacarle la otra oreja le descerrajó el machetazo en pleno cráneo. Al terminar esta sesión, Seymour Bell tuvo una crisis. Confesó a sus compañeros que no podía más. Le faltaba la voz y tenía los ojos llorosos e inyectados. Ya habían visto y oído bastante para saber que aquí reinaba la barbarie más atroz. No tenía sentido seguir investigando en este mundo de inhumanidad y crueldades psicópatas. Propuso que pusieran fin al viaje y retomaran a Inglaterra de inmediato.

Roger repuso que no se opondría a que los demás partieran. Pero él permanecería en el Putumayo, de acuerdo al plan previsto, visitando algunas estaciones más. Quería que su informe fuera prolijo y documentado, para que tuviera más efecto. Les recordó que todos estos crímenes los cometía una compañía británica, en cuyo Directorio figuraban respetabilísimas personalidades inglesas, y que los accionistas de la Peruvian Amazon Company estaban llenándose los bolsillos con lo que aquí ocurría. Había que poner fin a ese escándalo y sancionar a los culpables. Para conseguirlo, su informe debía ser exhaustivo y contundente. Sus razones convencieron a los demás, incluido el desmoralizado Seymour Bell.

Para sacudirse la impresión que les había dejado a todos aquella apuesta de Fidel Velarde y Alfredo Montt, decidieron tomarse un día de descanso. A la mañana siguiente, en vez de proseguir con las entrevistas y averiguaciones, fueron a bañarse en el río. Pasaron muchas horas cazando mariposas con una red mientras el botánico Walter Folk exploraba el bosque en busca de orquídeas. Mariposas y orquídeas abundaban en la zona tanto como los mosquitos y los murciélagos que venían en las noches, en sus vuelos silentes, a morder a los perros, gallinas y caballos de la estación, contagiándoles a veces la rabia, lo que obligaba a matarlos y quemarlos para evitar una epidemia.

Casement y sus compañeros quedaron maravilla dos por la variedad, tamaño y belleza de las mariposas que revoloteaban por las cercanías del río. Las había de todas las formas y colores y sus aleteos gráciles y las manchas de luz que despedían cuando se posaban en alguna hoja o planta parecían encandilar el aire con notas de delicadeza, un desagravio contra esa fealdad moral que descubrían a cada paso, como si no hubiera fondo en esta tierra desgraciada para la maldad, la codicia y el dolor.

Walter Folk quedó sorprendido con la cantidad de orquídeas que colgaban de los grandes árboles, con sus elegantes y exquisitos colores, iluminando su contorno. No las cortaba ni permitió que sus compañeros lo hicieran. Pasaba mucho rato contemplándolas con un lente de aumento, tomando notas y fotografiándolas.

En Occidente Roger Casement llegó a tener una idea bastante completa del sistema que hacía funcionar la Peruvian Amazon Company. Tal vez en sus comienzos hubo algún tipo de acuerdo entre los caucheros y las tribus. Pero aquello era ya historia pues, ahora, los indígenas no querían ir a la selva a recoger caucho. Por eso, todo comenzaba con las «correrías» perpetradas por los jefes y sus «mu chachos». No se pagaba salario ni los indígenas veían un solo centavo. Recibían del almacén los instrumentos de la recolección —cuchillos para las incisiones en los árboles, latas para el látex, canastas para acumular las pencas o bolas de caucho—, además de objetos domésticos como semillas, ropa, lámparas y algunos alimentos. Los precios eran determinados por la Compañía, de manera que el indígena siempre estuviera en deuda y trabajara el resto de su vida para amortizar lo que debía. Como los jefes no tenían sueldos sino comisiones por el caucho que reunían en cada estación, sus exigencias para obtener el máximo de látex eran impla cables. Cada recogedor se internaba en la selva quince días, dejando a su mujer y sus hijos en calidad de rehenes. Los jefes y «racionales» disponían de ellos a discreción, para el servicio doméstico o para sus apetitos sexuales. Todos tenían verdaderos serrallos —muchas niñas que no habían llega do a la pubertad— que intercambiaban a su capricho, aun que a veces, por celos, había arreglos de cuentas a balazos y puñaladas. Cada quince días los recogedores volvían a la estación a traer el caucho. Este era pesado en las balanzas trucadas. Si al cabo de tres meses no completaban los treinta kilos recibían castigos que iban desde latigazos al cepo, corte de orejas y narices, o, en los casos extremos, la tortura y el asesinato de la mujer e hijos y del mismo recogedor. Los cadáveres no eran enterrados sino arrastrados al bosque para que se los comieran los animales. Cada tres meses las lanchas y vapores de la Compañía venían en busca del caucho que, entretanto, había sido ahumado, lavado y talqueado. Los barcos llevaban algunas veces su carga del Putuma yo a Iquitos y otras directamente a Manaos para ser exportada de allí a Europa y los Estados Unidos.

Roger Casement comprobó que gran número de «racionales» no hacían el menor trabajo productivo. Eran meros carceleros, torturadores y explotadores de los indígenas. Estaban todo el día tumbados, fumando, bebiendo, divirtiéndose, pateando una pelota, contándose chistes o dando órdenes. Sobre los indígenas recaía todo el traba jo: construir viviendas, reponer los techos averiados por las lluvias, reparar el sendero que bajaba al embarcadero, lavar, limpiar, cargar, cocinar, llevar y traer cosas, y, en el poco tiempo libre que les quedaba, trabajar sus sembríos sin los cuales no hubieran tenido qué comer.

Roger comprendía el estado de ánimo de sus compañeros. Si a él, que, después de veinte años en África, creía haberlo visto todo, lo que aquí ocurría lo tenía alterado, con los nervios rotos, viviendo momentos de total abatimiento, cómo sería para quienes habían pasado la mayor parte de su vida en un mundo civilizado, creyendo que así era el resto de la Tierra, sociedades con leyes, iglesias, policías y costumbres y una moral que impedía que los seres humanos actuaran como bestias.

Roger quería continuar en el Putumayo para que su informe fuera lo más completo posible, pero no era sólo eso. Otra razón era la curiosidad que sentía por conocer a ese personaje que, según todos los testimonios, era el paradigma de la crueldad de este mundo: Armando Normand, el jefe de Matanzas.

Desde Iquitos oía anécdotas, comentarios y alusiones a este nombre siempre asociado a tales maldades e ignominias que había ido obsesionándose con él, al extremo de tener pesadillas de las que despertaba bañado en sudor y el corazón acelerado. Estaba seguro de que muchas cosas que había oído a los barbadenses sobre Normand eran exageraciones atizadas por la imaginación calenturienta tan frecuente en las gentes de estas tierras. Pero, aun así, que este sujeto hubiera podido generar semejante mitología indicaba que se trataba de un ser que, aunque pareciera imposible, superaba todavía en salvajismo a facinerosos como Abelardo Agüero, Alfredo Montt, Fidel Velarde, Elias Martinengui y otros de su especie.

Nadie sabía con certeza su nacionalidad —se decía que era peruano, boliviano o inglés— pero todos coincidían en que no llegaba a los treinta años y que había estudia do en Inglaterra. Juan Tizón había oído decir que tenía un título de contador de un instituto en Londres.

Al parecer era bajito, delgado y muy feo. Según el barbadense Joshua Dyall, de su personita insignificante irradiaba una «fuerza maligna» que hacía temblar a quien se le acercaba y su mirada, penetrante y glacial, parecía de víbora. Dyall aseguraba que no sólo los indios, también los «muchachos» y hasta los mismos capataces se sentían inseguros a su lado. Porque en cualquier momento Arman do Normand podía ordenar o ejecutar él mismo una ferocidad escalofriante sin que se le alterara la indiferencia desdeñosa hacia todo lo que lo rodeaba. Dyall confesó a Roger y a la Comisión que, en la estación de Matanzas, Normand le ordenó un día asesinar a cinco andoques, castigados por no haber cumplido con las cuotas de caucho. Dyall mató a los dos primeros a balazos, pero el jefe ordenó que, a los dos siguientes, les aplastara primero los testículos con una piedra de amasar yuca y los rematara a garrotazos. Al último, hizo que lo estrangulara con sus manos. Durante toda la operación estuvo sentado en un tronco de árbol, fumando y observando, sin que se alterara la expresión indolente de su carita rubicunda.

Otro barbadense, Seaford Greenwich, que había trabajado unos meses con Armando Normand en Matanzas, contó que la comidilla entre los «racionales» de la estación era la costumbre del jefe de meterles ají molido o en ciscara en el sexo a sus muchachitas concubinas para oírlas chillar con el ardor. Según Greenwich sólo así se excitaba y podía tirárselas. En una época, añadía el barbadense, Normand, en vez de meter en el cepo a los castigados, los elevaba con una cadena amarrada a un árbol alto y los soltaba para ver cómo al aplastarse contra el suelo se rompían cabeza y huesos o se cortaban la lengua contra los dientes. Otro capataz que había servido a órdenes de Normand aseguró a la Comisión que más miedo que a éste los indios andoques le tenían a su perro, un mastín al que había adiestrado para que hundiera sus fauces y desgarrara las carnes del indio contra el que lo aventaba.

¿Podían ser verdad todas esas monstruosidades? Roger Casement se decía, revisando su memoria, que, entre la vasta colección de malvados que había conocido en el Congo, seres a los que el poder y la impunidad habían vuelto monstruos, ninguno llegaba a los extremos de este individuo. Tenía una curiosidad algo perversa por conocerlo, oírlo hablar, verlo actuar y averiguar de dónde salía.

Y qué podía decir de las fechorías que se le imputaban.

De Occidente, Roger Casement y sus amigos se trasladaron, siempre en la lancha Veloz, a la estación Ultimo Retiro. Era más pequeña que las anteriores y también tenía el aspecto de una fortaleza, con su empalizada y guardias armados alrededor del puñadito de viviendas. Los indios le parecieron más primitivos y huraños que los huitotos. Andaban semidesnudos, con taparrabos que apenas les cubrían el sexo. Aquí divisó Roger por primera vez a dos nativos con las marcas de la Compañía en las nalgas: CA. Parecían más viejos que la mayoría de los otros. Trató de hablar con ellos pero no entendían español ni portugués, ni el huitoto de Frederick Bishop. Más tarde, recorriendo Ultimo Retiro, descubrieron otros indios marcados. Por un empleado de la estación supieron que al menos un tercio de los indígenas avecindados aquí llevaban la marca CA en el cuerpo. La práctica se había suspendido hacía algunas semanas, cuando la Peruvian Amazon Company aceptó la venida de la Comisión al Putumayo.

Para llegar desde el río a Ultimo Retiro había que trepar una cuesta enfangada por la lluvia donde las piernas se hundían hasta las rodillas. Cuando Roger pudo quitarse los zapatos y tenderse en su camastro le dolían todos los huesos. Le había vuelto la conjuntivitis. El ardor y lagrimeo de un ojo eran tan grandes que, después de echarse el colirio, se lo vendó. Así estuvo varios días, de pirata, con un ojo vendado y protegido por un paño húmedo. Como estas precauciones no bastaron para poner fin a la inflamación y el lagrimeo, a partir de entonces y hasta el final de su viaje, todos los momentos del día en que no estaba trabajando —eran pocos— corría a tenderse en su hamaca o camastro y permanecía con los dos ojos vendados con paños de agua tibia. Así se atenuaban las molestias. Durante estos períodos de descanso y en las noches —dormía apenas cuatro o cinco horas— trataba de organizar mentalmente el informe que escribiría para el Foreign Office. Los lineamientos generales eran claros. Primero, un cuadro de las condiciones del Putumayo cuando los pioneros vinieron a instalarse, invadiendo las tierras de las tribus, hacía unos veinte años. Y cómo, desesperados por la falta de brazos, iniciaron las «correrías», sin temor de ser sancionados porque en estos lugares no había jueces ni policías. Ellos eran la única autoridad, sustentada en sus armas de fuego, contra las cuales hondas, lanzas y cerbatanas resultaban fútiles.

Debía describir con claridad el sistema de explotación del caucho basado en el trabajo esclavo y en el mal trato de los indígenas atizado por la codicia de los jefes que, como trabajaban a porcentaje del caucho recogido, se valían de los castigos físicos, mutilaciones y asesinatos para aumentar la recolección. La impunidad y su poder absoluto habían desarrollado en estos individuos tendencias sádicas, que, aquí, podían manifestarse libremente contra esos indígenas privados de todos los derechos.

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