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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El sol desnudo (12 page)

BOOK: El sol desnudo
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—Vamos a ver si...

No terminó la frase. Dando un tremendo salto se abalanzó hacia su interlocutor, sin acordarse de que se trataba de una visualización.

Gruer, contemplando la copa con ojos desorbitados, se llevó una mano a la garganta mientras susurraba con voz ronca:

—Me quemo... me quemo...

La copa cayó de sus manos y su contenido se vertió por el suelo. Gruer cayó a su vez, con el semblante contraído en una mueca de dolor.

7
Donde se Aguijonea a un Médico

Daneel apareció en el umbral.

—¿Qué sucede, camarada Elí...?

No hicieron falta explicaciones. La voz de Daneel se convirtió en un potente alarido:

—¡Robots de Hannis Gruer! ¡Acudid en socorro de vuestro amo! ¡Acudid todos!

Inmediatamente, una figura metálica penetró a grandes zancadas en el comedor seguida, al cabo de un par de minutos, por una docena de robots. Tres de ellos se llevaron con suma delicadeza a Gruer. Los demás se dedicaron afanosamente a arreglar la habitación y a recoger los cubiertos que habían caído al suelo.

Daneel los interpeló de pronto:

—¡Atención, robots, dejad en paz la vajilla! Organizad una búsqueda. Registrad la casa para descubrir a cualquier ser humano oculto en ella. Dad la alarma a todos los robots que puedan encontrarse fuera de la casa. Ordenadles también que recorran la hacienda palmo a palmo. Si encuentran a un hombre, que lo detengan, sin hacerle daño —observación innecesaria— pero sin permitirle escapar. Permaneceré en esta combinación visual.

Mientras los robots partían para cumplir las órdenes, Elías murmuró, dirigiéndose a Daneel:

—Al menos ya tenemos algo. No hay duda de que lo han envenenado.

—Completamente de acuerdo, camarada Elías.

Daneel se sentó con gesto fatigado, como si sus rodillas se doblasen. Baley nunca le había visto de aquella manera, ni realizar una acción tan humana como la de sentarse con gesto de cansancio. Pero Daneel dijo:

—No le hace ningún bien a mi mecanismo ver sufrir a un ser humano.

—Tú no podías hacer nada por evitarlo.

—A pesar de que lo comprendo perfectamente, es como si algunos de mis procesos mentales estuviesen embotados. En términos humanos, siento algo equivalente a una fuerte impresión.

—Si es así, trata de sobreponerte a ella. —Baley no podía sentir simpatía hacia un robot tan sensible ni tener paciencia—. Debemos considerar el asunto de la responsabilidad, que no es poco. No puede existir veneno sin envenenador.

—¿Y si la comida estuviese en malas condiciones?

—¿Por accidente acaso? ¿En un mundo donde impera una higiene tan escrupulosa? Ni por asomo. Además, el veneno le fue administrado mediante un líquido, y los síntomas han sido rápidos y contundentes. Se trata de una gran dosis de veneno. Mira, Daneel, me voy al otro cuarto para meditar un poco. Tú ponte en contacto con la señora Delmarre. Asegúrate de que está en casa y comprueba la distancia existente entre su propiedad y la de Gruer.

—¿Acaso crees que ella...?

Baley levantó una mano.

—Haz lo que te digo, por favor.

Salió de la estancia, pues deseaba estar solo. Desde luego, era imposible que se hubiesen realizado dos intentos de asesinato, separados por un intervalo de tiempo tan corto, en un mundo como Solaria sin que ambos estuviesen relacionados. Y si existía una conexión entre ellos, lo más natural sería imaginar que Gruer estaba en lo cierto al sospechar la existencia de una conjura.

Baley sintió que le invadía una excitación que le era familiar. Se había trasladado a aquel mundo, preocupado por la suerte de la Tierra y de sí mismo. El asesinato que iba a investigar le había parecido un suceso muy lejano, pero a la sazón empezaba la caza. Apretó con fuerza las mandíbulas.

Consideraba casi como una afrenta personal el hecho de que el asesino o los asesinos (¿quizá la asesina?) hubiesen actuado en su presencia. ¿Hasta ese punto le desdeñaban? Su dignidad profesional se sentía lastimada. Baley se daba cuenta de ello y no podía por menos de alegrarse. Al menos ahora tendría buenos motivos para considerar aquel caso como un simple asesinato, dejando aparte los peligros que pudiese correr la Tierra.

Daneel consiguió localizarle y se acercaba a grandes zancadas.

——He hecho lo que me has pedido, camarada. Elías —le anunció—. He visualizado a la señora Delmarre. Está en su casa, situada a más de mil seiscientos kilómetros de la hacienda de Hannis Gruer.

—Luego la veré yo mismo. Bueno, la visualizaré. —Miró a Daneel con aire pensativo—. ¿Crees que está relacionada con este crimen?

—Al parecer no tiene una relación directa, camarada Elías.

—¿Quiere eso decir que puede tener una conexión indirecta?

—Puede haber inducido a alguien a ejecutarlo.

—¿A alguien? —preguntó rápidamente Baley—. ¿A quién?

—Eso, camarada Elías, no sabría decírtelo.

—Si alguien actuase a sus órdenes, debería hallarse en el lugar del crimen.

—En efecto —convino Daneel— el asesino tiene que haber estado allí para verter el veneno en la copa.

—¿No sería posible que hubiesen echado el veneno al líquido con anterioridad? Quizá el mismo día, pero mucho antes.

Daneel repuso tranquilamente:

—Ya lo había pensado, camarada Elías. Por eso utilicé la expresión «al parecer» cuando afirmé que la señora Delmarre no tenía relación directa con ese crimen. Cabe en lo posible, sin embargo, que hubiese estado allí una horas antes. No sería ocioso comprobarlo.

—Así lo haremos. Comprobaremos si estaba presente.

Baley torció la boca en un rictus sardónico. Estaba seguro de que para algunas cosas la lógica de los robots no servía, y aquello se !o confirmaba. Como había dicho el constructor de robots, eran lógicos, pero no razonaban.

—Volvamos a la sala de visualización —sugirió— y conectemos de nuevo con la hacienda de Gruer.

La estancia resplandecía de limpieza y orden. No había la menor señal de que, una hora antes, un hombre se hubiese derrumbado bajo la acción del veneno.

Tres robots permanecían de pie, de espaldas a la pared, en la acostumbrada actitud robótica de respetuosa sumisión. Baley les preguntó:

—¿Cómo se encuentra vuestro amo?

El robot del centro contestó:

—El médico se ocupa de él, señor.

—¿Visualizándole o viéndole?

—Visualizándole, señor.

—¿Y qué dice el médico, que vivirá?

—Aún no puede afirmarlo, señor.

—¿Habéis registrado la casa?

—Completamente, señor.

—¿Habéis encontrado señales de que haya estado en ella otro hombre además de vuestro amo?

—No, señor.

—¿Había señales de su presencia hace unas horas o ayer?

—Ninguna, señor.

—¿Se efectúan registros en la hacienda?

—Sí, señor.

—¿Se ha conseguido algún resultado positivo hasta ahora?

—No, señor.

Baley asintió y dijo:

—Deseo hablar con el robot que sirvió a la mesa esta noche. —Lo están revisando, señor. Está algo descompuesto. Sus reacciones son extrañas.

—¿Puede hablar?

—Sí, señor.

—Entonces, que se presente sin demora.

A pesar de la orden, hubo demora, y Baley empezaba a decir algo cuando Daneel le interrumpió cortésmente:

—Entre los robots solarianos existe comunicación por radio. Están llamando al robot que quieres ver. Si no se da prisa en venir se debe, en parte, a los trastornos que ha sufrido como consecuencia de lo que ha tenido que presenciar.

Baley hizo un nuevo gesto de asentimiento. Ya podía haberse figurado lo de la comunicación por radio. En un mundo donde todo lo hacían los robots, se imponía algún sistema de comunicación íntima entre ellos si no se quería que todo el sistema se viniese abajo. Ahora se explicaba cómo una docena de robots acudían al llamar a uno, pero sólo cuando se necesitaban sus servicios.

Entró un robot cojeando y arrastrando una pierna. De momento, Baley se extrañó, pero luego no le dio importancia. Incluso en el caso de los robots primitivos de la Tierra, al profano le resultaba difícil interpretar las reacciones producidas por las lesiones causadas en ¡os circuitos positrónicos. Un circuito interrumpido podía afectar el movimiento de una pierna, como en el caso que les ocupaba. Esta circunstancia sería muy significativa para un constructor de robots, pero no le diría absolutamente nada a un profano en la materia.

Cautelosamente, Baley aventuró esta pregunta:

—¿Te acuerdas de un líquido incoloro que había sobre la mesa de tu amo, y parte del cual vertiste en su copa?

El robot respondió:

—Sí, señot.

¡Además, articulaba las palabras de forma defectuosa!

—¿Cuál era la naturaleza de ese líquido?

—Eta agua, señot.

—¿Sólo agua? ¿Nada más?

—Sólo agua, señot.

—¿Dónde la fuiste a buscar?

—Fui a buscatla al depósito, señot.

—¿La dejaste un momento en la cocina antes de traerla?

—El señot no la quetía muy ftía, señot. Teníamos que it a buscatla una hota antes de las comidas.

Costumbre que facilitó las cosas, pensó Baley, a quien estuviese enterado de ella. Ordenó entonces:

—Que uno de los robots me conecte lo antes posible con el doctor que está visualizando a tu amo. Y entre tanto, quiero que otro me explique cómo funciona el grifo del depósito. Deseo saber cómo se abastece de agua esta casa.

No tardaron en ponerle en comunicación con el doctor, que resultó ser el hombre del espacio más viejo que Baley había visto: debía de tener más de trescientos años. Las venas se destacaban en sus manos, y su cabello, cortado casi al cero, era de una blancura nívea. Tenía el hábito de golpearse la dentadura postiza con la uña, haciendo un ligero clic clic que ponía nervioso a Baley. Se llamaba Altim Thool.

El médico dijo:

—Afortunadamente, ha vomitado gran parte de la dosis: a pesar de eso, aún no puedo asegurar que se salve. Es espantoso.

Lanzó un profundo suspiro.

—¿Qué veneno era, doctor?—le preguntó Baley.

—Confieso mi ignorancia.

(Clic, clic, clic.)

—¿Eh? Entonces, ¿cómo sabrá cuál es al antídoto adecuado?

—Le aplico un estímulo directo al sistema neuromuscular para impedir la parálisis. Con excepción de este tratamiento, dejo que la naturaleza siga su curso. —Su rostro, de tez débilmente amarillenta, como un cuero de calidad superior muy gastado, mostró una expresión suplicante—. Nos falta experiencia en estas cosas. No recuerdo ningún caso parecido en más de dos siglos de ejercer la profesión.

Baley miró con desprecio a su interlocutor.

—Al menos conocerá usted la existencia de venenos, supongo. —Oh, eso sí (clic, clic). Eso es de primer curso de Facultad.

—Además, dispondrá usted de bibliografía audiovisual para asesorarse.

—Harían falta días enteros. Existen numerosos venenos minerales. En nuestra sociedad se hace uso de los insecticidas, y tampoco es imposible obtener toxinas bacterianas. Ni siquiera con la ayuda de las descripciones contenidas en las películas conseguiríamos reunir el equipo y crear las técnicas de análisis adecuadas en cuatro días.

—Si en Solaría no hay nadie que lo sepa —dijo Baley, ceñudo— ¿por qué no se pone en contacto con cualquier otro mundo para averiguarlo? Entre tanto, creo que lo mejor sería que analizara usted el grifo del depósito de la mansión de Gruer, para ver si está envenenado. Vaya allí en persona, si es necesario, y hágalo.

Baley se dedicaba a apostrofar y a dar órdenes duramente a un venerable hombre del espacio, tratándolo como si fuese un robot., Sin embargo, no se daba cuenta de lo incorrecto de su proceder. Por su parte, el anciano tampoco protestaba.

Con gesto de duda, el doctor Thool manifestó:

—¿Cómo es posible que el grifo del depósito esté envenenado? Eso no puede ser, seguro.

—Probablemente —convino Baley— pero, de todos modos, compruébelo.

Ciertamente, el grifo del depósito encerraba una vaga posibilidad. La explicación que dio el robot resultaba un ejemplo del epicureismo solariano. El agua que entraba en el depósito procedía de cualquier parte, y era cuidadosamente preparada. Se extraían los microorganismos y se eliminaban las materias inorgánicas. Luego se oxigenaba convenientemente y se introducían diversos iones en las cantidades infinitesimales más apropiadas a las necesidades del cuerpo humano. Era improbable que un veneno pudiese pasar sin ser observado por los diversos aparatos de prueba.

Sin embargo, si la seguridad del agua contenida en el depósito parecía ser incontrovertible, adquiría mayor importancia el elemento tiempo. Quedaba aquella hora, antes de la comida, en que el jarro de agua (expuesto al aire, se dijo Baley sombríamente) se dejaba calentar poco a poco, por orden expresa de Gruer.

Mas el doctor Thool, frunciendo el ceño, preguntó:

—¿Cómo quiere usted que analice el grifo del depósito?

—¡Cielos! Tome usted un animal e inyéctele agua procedente del grifo en las venas, o désela a beber. Utilice la cabeza, hombre. Y haga lo mismo con el agua que queda en el jarro, y si ésta resulta estar envenenada, como es lo más probable, haga entonces algunas pruebas descritas en las películas de referencia. Realice los análisis más sencillos. Pero haga algo.

—Espere, espere. ¿De qué jarro está hablando?

—Del jarro que contenía el agua. El jarro que utilizó el robot para escanciar la bebida envenenada.

—Pues... lo siento mucho..., pero supongo que lo han vaciado y limpiado. El servicio doméstico debió de recogerlo de la mesa.

Baley lanzó un gruñido de rabia. Resultaba imposible conservar prueba alguna con aquellos solícitos robots que se apresuraban a borrarlas en nombre del aseo doméstico. Debiera haber ordenado que guardasen el jarro, pero aquella sociedad no era la suya y él nunca reaccionaba a tiempo.

—¡Diablos!

Por fin le comunicaron que había terminado el registro de la hacienda de Gruer sin que apareciese ningún sospechoso.

—Esto oscurece aún más el enigma, camarada Elías —dijo Daneel— porque no aparece nadie a quien pueda asignársele el papel de envenenador.

Absorto en sus pensamientos, Baley apenas le oía.

—¿Qué? Nada de eso. Nada de eso. El asunto aún resulta más claro.

No dio ninguna explicación más, pues sabía perfectamente que Daneel sería incapaz de comprender o creer lo que Baley consideraba como la verdad.

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