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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

El Sistema (37 page)

BOOK: El Sistema
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Hoy, 2 de septiembre de 1992, he tenido una conversación con Ángel Rojo... La verdad es que los condicionantes políticos pueden cambiar las posiciones iniciales, pero creo que este hombre me está diciendo la verdad...

CONVERSACIÓN TELEFÓNICA CON FELIPE GONZÁLEZ EL DÍA 28 DE DICIEMBRE Y MI OPINIÓN SOBRE SU RESPONSABILIDAD EN EL ACTO DE INTERVENCIÓN

El lunes día 27 de diciembre de 1993 acudí, de nuevo, al Banco de España para informar al gobernador del resultado de mis conversaciones del día 23 en Nueva York con la Comisión Ejecutiva en pleno del banco J. P. Morgan. Como ha quedado escrito, esa reunión, en el terreno profesional, fue un éxito, puesto que conseguimos el respaldo pleno del banco americano a nuestro plan. Pero yo presentía que muy poco o nada había que hacer puesto que la decisión estaba tomada.

Esa tarde me reciben el gobernador y el subgobernador, señor Martín, que desde el día 22 de diciembre se convierte en un auténtico y básico interlocutor del proceso. Informo del resultado de la conversación en Nueva York, pero, como esperaba, la reacción es negativa: no se valora en absoluto la importancia que para nosotros tenía el haber conseguido el respaldo de J. P. Morgan en una situación tan delicada. A la vista de ello, el gobernador me informa de que es necesario encontrar una solución porque de otra manera se verían obligados a adoptar «medidas de emergencia».

¿Cuáles son esas «medidas de emergencia»? La verdad es que nadie me aclara su posible contenido. Todo queda en esa frase enigmática. Lo curioso del asunto es que no hablamos de soluciones alternativas, ni concretamos el contenido de tales medidas extraordinarias, ni se me plantea una posible fusión. Absolutamente nada. Pero hay un dato todavía más importante: ni siquiera concertamos una cita para el día siguiente, es decir, para el día 28 de diciembre, en el que va a producirse el acto de intervención. Creo que el lector convendrá conmigo que la situación es un tanto desconcertante puesto que se habla de medidas de emergencia, no se concreta en qué consisten, no se plantean soluciones u opciones alternativas, no se fija una cita... Por ello, cuando traslado la conversación al consejero delegado, señor Lasarte, y a la consejera Paulina Beato, seguimos sin entender nada y sin saber qué hacer, puesto que no existe ningún indicio de vía de solución.

Ante esta situación de desconcierto, no quedaba otra alternativa que forzar una nueva conversación de Paulina Beato con el gobernador, tratando de aclarar en qué consisten esas medidas de emergencia. La conversación se celebra y Paulina Beato, después de haberlo acordado conmigo, ofrece un planteamiento muy claro: estamos dispuestos a que un banco español pueda estar detrás de nuestro plan para que, si por alguna razón fracasa, el Banco de España tenga «seguridad». La respuesta del gobernador fue pedirle a Paulina Beato que yo personalmente acudiera al día siguiente a exponerle el asunto. Cuando Paulina Beato me traslada el resultado de la conversación, que parecía abrir una cierta luz de esperanza, yo ya estoy absolutamente convencido de que la decisión está tomada. No sé en qué consiste, ni cuándo va a ser adoptada, pero algo está ya decidido. Por eso intento hablar con el presidente del Gobierno.

Pero fíjese el lector en un dato: la cita del día 28 de diciembre a las nueve de la mañana, en la que por primera vez se me comunica que se ha convocado al Consejo Ejecutivo del Banco de España con el propósito de decidir la intervención, no es una cita oficial, ni siquiera informalmente acordada entre el gobernador y yo. Surge de una conversación entre el gobernador y Paulina Beato y, teóricamente al menos, es pedida por el gobernador para escuchar de mí una propuesta de «solución». ¿Es lógico este procedimiento? ¿Tiene algún sentido que una reunión de esa envergadura no vaya precedida de una conversación formal o informal entre el gobernador y yo? Sinceramente, no me lo parece. ¿Pensaban intervenir Banesto sin ni siquiera tener una conversación conmigo? La verdad es que me resulta difícil creerlo, pero los hechos son los hechos. Paulina Beato había sido invitada —como antes expuse— a una copa de Navidad el día 23 de diciembre, cuando todo parece indicar que la decisión estaba tomada. Ahora la cita para el día clave se produce de la forma descrita. Todo suena a extraño. Hoy, en esta primavera de 1994, cobran cada vez más sentido las palabras del Gobernador: «(…) no sé si el ser humano es muy frágil...».

No obtuve respuesta del presidente del Gobierno el día 27 de diciembre de 1993, sino que esta se produjo en las primeras horas de la mañana del día 28 de diciembre. Hasta ese momento no había querido apelar a él de forma alguna, pero a la vista de los acontecimientos del día 27, a última hora de la tarde le dejé aviso de que me parecía importante mantener una conversación. Me devolvió la llamada sobre las ocho de la mañana del día 28. En aquellos momentos mis relaciones con el presidente del Gobierno atravesaban un momento de calma y hasta de cierto entendimiento. Nunca acabé de comprender cuáles eran las razones que habían provocado que durante los años anteriores existiera, al menos en apariencia, una relación tensa entre Felipe González y yo.

Analizado con objetividad, se podía pensar que los socialistas querían provocar una transformación real en España. Ello, desde luego, pasaba por un cambio en los comportamientos de los centros reales de poder económico y mi aparición en Banesto podía haber sido capitalizada por los socialistas dentro de su propósito modernizador. No cabe duda de que el fracaso de la opa del Banco de Bilbao sobre Banesto podía haber dejado algunas secuelas políticas, pero no excesivas, porque el asunto se canalizó hacia el propio Banco de Bilbao —que terminó fusionándose con el Banco de Vizcaya en un intento de superar la situación— y hacia el gobernador, señor Mariano Rubio. Por ello, en este punto no existía base para construir una relación de enemistad entre Felipe González y yo.

Posiblemente la respuesta a este interrogante haya que encontrarla en el proceso sistemático de intoxicación sobre mi persona que determinados miembros del Sistema hacían llegar al presidente del Gobierno. Algo de ello pude comprobar en las conversaciones que precedieron a la concesión de beneficios de la Corporación Industrial. En una de estas ocasiones, allá por el año 1989, Felipe González me insistió en que tendríamos que hablar de temas de seguridad y de medios de comunicación social. Yo me manifesté preparado para hacerlo en cualquier momento. Es más: le dije al presidente del Gobierno que me parecía muy importante que esa conversación se celebrara. Pero nunca tuvo lugar. Pasó el tiempo y en ningún momento volvimos a hablar sobre estos temas. Sin embargo, estos dos factores —seguridad y medios de comunicación— han sido recurrentes estos años. Recordará el lector que en páginas anteriores expuse mi conversación con el vicepresidente del Gobierno, señor Serra, en la que le exigí que aclarara si efectivamente yo había tenido o no que ver con supuestas actividades en materia de seguridad del Estado, sobre todo a través de mi vinculación con el Moshad. Era lógico que lo hiciera, porque Narcís Serra había sido ministro de Defensa y, por tanto, responsable del Cesid —aun cuando este organismo reporta a la Vicepresidencia del Gobierno—, por lo que, en esta doble condición, estaba en posición de efectuar el encargo.

La verdad es que nunca nadie me aclaró nada. ¿De dónde surgió esa idea? No lo sé, aunque lo sospecho; pero un libro como este no me parece el lugar adecuado para dejar sospechas sobre personas concretas en un tema de tanta gravedad. Lo cierto es que todo aquello se esfumó. Es evidente que si yo hubiera tenido algo que ver con temas relacionados con la seguridad del Estado, en algún momento se habría producido alguna reacción. Pero nada sucedió.

Es muy posible que mis críticas a la política económica seguida por el Gobierno provocaran cierta irritación en Felipe González. Sin duda alguna, la causaban en el señor Solchaga y es muy posible que su «enemistad» declarada a Banesto fuera motivo de ese posicionamiento mío. En todo caso, tengo que reconocer que las escasas ocasiones en las que he hablado con Felipe González con anterioridad a los meses previos a las elecciones del 6 de junio de 1993 encontré una sintonía de planteamientos, al menos en el plano de lo formal. Ignoro si interiormente pensaba otra cosa, pero lo cierto es que esas escasas conversaciones me demostraban una aparente sintonía de planteamientos, salvo, evidentemente, en cuanto al modelo de política económica. En todo caso, como decía, mis relaciones con el presidente del Gobierno atravesaban un momento de calma y hasta de cierto entendimiento. Antes de las elecciones generales del 6 de junio de 1993 habíamos hablado en profundidad y yo había sido particularmente duro con el presidente exponiéndole mis opiniones con toda crudeza delante de testigos. Lo hacía porque yo no oculto que fui uno de esos españoles que creyeron que algo bueno podía derivarse para España del proyecto iniciado en 1982. No me parecía justo que el proyecto de izquierda que el PSOE inició en 1982 quedara dilapidado en el altar de la corrupción y del fracaso económico. Felipe González había despertado una ilusión indescriptible entre amplias capas de la población española y un fracaso de ese tipo podía generar una sensación de frustración excesiva.

He dicho que no me parecía justo porque equiparar izquierda a corrupción no era un juicio equilibrado. Sin duda alguna, ciertos casos llamativos habían contribuido a provocar esta imagen, pero por muy importantes que fueran en el terreno de lo concreto, una generalización como la descrita era, a todas luces, excesiva. Por otro lado, en muchas ocasiones fijamos nuestra atención en casos concretos de corrupción que tienen un contenido económico específico. No pretendo restar importancia al hecho de que el gobernador anterior, señor Mariano Rubio, se haya visto envuelto en una serie de sucesos aparentemente delictivos.

Sin duda tratándose de un cargo de esa naturaleza, es un hecho político de enorme trascendencia. Pero hay que destacar dos datos: primero, que, como estamos comprobando en esta primavera de 1994, la mayoría de las personas involucradas en casos concretos de corrupción no pertenecen a ningún partido de izquierda, sino al Sistema, y segundo, y, en mi opinión, mucho más importante: la corrupción económica identificada en supuestos concretos es lo más llamativo pero no lo más trascendente. Es solo un reflejo, una consecuencia del verdadero problema: la instrumentalización de las instituciones del Estado al servicio de un grupo de poder. Aquí es donde reside el nudo gordiano del asunto. Esta instrumentalización institucional puede servir, sin duda, para realizar operaciones económicas, en unos casos legales y en otros no. Pero lo trascendente, lo que realmente debe preocupar a quienes sentimos un deseo de libertad real en nuestro país, es la causa y no la consecuencia, y la causa reside, precisamente, en ese esquema que abarca áreas de poder político y económico tanto público como privado. Por eso quise hablar sinceramente con el presidente del Gobierno en esas fechas anteriores a unas elecciones tan importantes como las que iban a dilucidarse el 6 de junio de 1993.

Creo que todo ello había contribuido a que el clima fuera —como decía— de cierto entendimiento. En este contexto, la conversación mantenida con él en esas horas tempranas del día 28 de diciembre fue para mí decepcionante. Mi posición era muy clara: expliqué al presidente del Gobierno que creía que podía estarse preparando un acto de intervención por parte del Banco de España y que, en mi opinión, esa decisión ni estaba justificada ni era la mejor para los intereses de España. Le advertí que mi posición era compartida por J. P. Morgan y que, por tanto, solo quería una cosa: que antes de decidir el Banco de España, el presidente me escuchara a mí, a J. P. Morgan y al propio Banco de España.

Por supuesto que yo era consciente de que el presidente del Gobierno no es un experto en temas financieros. Pero sí en asuntos políticos. Y este era un asunto político de primera magnitud, puesto que iba a tener una repercusión internacional indudable y, por ello mismo, era necesario ponderar adecuadamente, medir los riesgos políticos que podía entrañar. En una conversación como la que yo planteaba estoy seguro de que el presidente del Gobierno hubiera tenido una visión mucho más completa de la situación real y su instinto político le hubiera aconsejado actuar en una dirección u otra. Además, no corría riesgo alguno, puesto que yo mismo le dije que si después de esa reunión el presidente del Gobierno llegaba a la conclusión de que era necesario intervenir, yo personalmente facilitaría las cosas para que no se produjeran efectos indeseables para nuestro país.

Por otro lado, ya habíamos hablado en ocasiones de temas financieros, sobre todo a raíz del asunto Banco Totta y Azores. Felipe González me dijo que comprendía perfectamente la importancia de una operación como la que yo propugnaba con el Banco Totta y Banesto —creación de un
holding
financiero entre España y Portugal—, no solo en el terreno estrictamente bancario, sino, sobre todo, en el político, como una respuesta de la Europa del Sur al proceso de construcción europea. Me consta, incluso, que habló con el presidente del Gobierno portugués, señor Cavaco Silva, con el propósito de ayudar en el proceso.

Sin embargo, la respuesta del presidente del Gobierno a mi petición de esa conversación fue muy clara: «Yo tengo que confiar y creer lo que me dice el Banco de España». Este es el funcionamiento real del Sistema: se apropia del poder político por la vía de la seducción, convenciendo a quien realmente tiene capacidad política del funcionamiento puramente técnico de las instituciones. Era obvio que no se trataba de cuestionar la credibilidad del Banco de España, aunque había motivos más que suficientes para hacerlo. Ese no era el asunto. No se trataba de discutir cifras o números sino de alternativas reales que tendrían diferentes consecuencias políticas para nuestro país. Por ello, resulta poco congruente que haya que creer al Banco de España en la formulación de esas alternativas políticas, puesto que el Banco de España no tiene la responsabilidad de decidir qué es lo mejor, políticamente hablando, para un país ante una situación determinada. Esa es responsabilidad del presidente del Gobierno. Y esa responsabilidad, en mi opinión, no fue plenamente asumida. De nuevo los principios técnicos parecían convertirse en dogmas políticos de actuación.

Le insistí al presidente en que no se trataba de cuestionar la autoridad del Banco de España sino simplemente de medir, en esa hipotética conversación que yo pedía, las consecuencias derivadas de un tipo u otro de actuación. Pero no tenía respuesta. Lo único que me dijo el presidente del Gobierno es «ponte de acuerdo con el gobernador». Le expliqué que ni siquiera sabía en qué me tenía que poner de acuerdo, puesto que nunca me habían sido formuladas alternativas al plan que nosotros presentábamos. En ese momento lo único que conocía es esa «posibilidad de medidas de emergencia» y que tenía una cita esa mañana que ni siquiera había sido acordada entre el gobernador y yo. Pero todo resultaba inútil. La frase de «ponte de acuerdo con el gobernador» se repetía de manera mecánica. Comprendí que no había nada que hacer al respecto.

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